– Vive bien, tiene marido, hijos y nietos.
– De modo que si Halldis tenía dinero, serán ellos los que lo disfruten.
– Eso creo. Thorvald no tenía familia, solo un hermano que murió hace mucho tiempo. Parte del dinero procedía de la herencia que él dejó.
– Así que usted solía subir a la granja una vez por semana. ¿El mismo día todas las semanas?
– No, ella llamaba y podía cambiarlo. Pero casi siempre eran los jueves.
– ¿Cuándo estuvo allí por última vez?
– El miércoles.
– ¿Cuántas personas le ayudan en la tienda?
– Solo Johnna. La que está en la caja.
– ¿Nadie más?
– Ahora no.
– ¿Antes sí?
– Hace mucho tiempo. Un joven. Se fue pronto.
– ¿Conoció él a Halldis?
– Supongo que sí. Iba conmigo alguna vez a entregar a domicilio, pero no parecía muy interesado -contestó Briggen, sin dejar de entrelazar los dedos
En su voz había algo molesto y negativo al hablar de eso.
– Tendrá que decirme su nombre.
Briggen daba la impresión de querer mantenerlo en secreto. Se retorció en la silla y se puso a abrocharse la bata, a pesar del calor.
– Tommy. Tommy Rein.
– ¿Era joven?
– Veintipocos. Pero jamás mostró interés por ninguno de nosotros ni por esta aldea.
– ¿Sabe usted dónde está ahora?
– No.
– Usted dijo que ella siempre guardaba la cartera en la panera. ¿Es así?
– Así es. Pero nunca había mucho dinero allí. Bueno, no es que yo hurgara en ella, pero Halldis la abría para sacar el dinero cuando iba a pagarme. No solía haber más que unos cuantos billetes de cien.
Skarre anotó.
– Y Errki Johrma, ¿sabe usted quién es?
– Claro. Venía a menudo a la tienda.
– ¿Qué solía comprar?
– Nada. Cogía lo que necesitaba y luego se marchaba. Si le gritaba, se volvía en la puerta, como sorprendido, y levantaba la mano para enseñarme lo que había cogido, como para decirme que solo se llevaba una tableta de chocolate. Y como es así, yo nunca lo perseguía. No es la clase de tío a quien te apetece tocar el hombro. Y claro, nunca se trataba de sumas importantes, no eran más que pequeñas cosas. Pero de vez en cuando me cabreaba de verdad. Le importan un bledo las leyes y las reglas.
– Entiendo -dijo Skarre-. En su opinión, ¿quién, además de usted, podía saber que Halldis guardaba su cartera en la panera?
– Nadie, que yo sepa.
– Pero Tommy Rein pudo saberlo, ¿no?
– Eh, bueno, no sé.
– ¿Y los vendedores ambulantes y predicadores? También llegarán hasta aquí, ¿no? ¿La visitaban de vez en cuando? ¿Mencionó ella algo al respecto?
– Nunca llegan hasta casa de Halldis. Se cansan antes. Está demasiado apartada, y la carretera es mala. Olvídese de esa posibilidad. Céntrese en Errki. Al fin y al cabo, fue visto en la granja.
– ¿Así que usted lo sabía?
– Lo sabe todo el mundo.
– Esa cartera -prosiguió Skarre- era roja, ¿no?
– De un color rojo vivo, con una cerradura de latón. Llevaba en ella una foto de Thorvald, una vieja, de antes de que perdiera el pelo. ¿Sabe usted? -añadió el hombre-, me sentí aliviado cuando por fin Errki ingresó en el hospital. Y ahora espero que lo encuentren, y que sea el culpable.
– ¿Por qué?
Briggen cruzó los brazos. Apenas le alcanzaban para rodear su tripa.
– Así lo tendremos colocado de una vez por todas. Es un hombre peligroso. Y si por fin se le puede inculpar, mediante pruebas físicas, quiero decir, tal vez nunca vuelva a salir. Así estaremos en paz algún tiempo. Y digo yo, ¿quién puede haber sido, sino él?
– ¿Halldis nunca recibía visitas?
– Casi nunca.
– ¿Cuál es la excepción?
– Su hermana Helga tiene un nieto que vive en Oslo. Sé que estuvo alguna vez allí arriba, pero no muchas, desde luego.
– ¿Sabe usted su nombre?
– Su apellido es Mai. Kristian o Kristoffer.
Kristoffer, pensó Skarre. El que envió la carta.
– Creo recordar que trabajaba en la cocina de algún restaurante. Y no quiero ser malvado, pero no era precisamente de cuatro estrellas.
– ¿Por qué no?
– Alguna vez vi al chico. Lo digo por la pinta que tenía.
Skarre se puso a pensar en la pinta que tenían los pinches de cocina de los restaurantes de cuatro estrellas en comparación con otros pinches de cocina de Oslo.
– De modo que Mai. Y Tommy Rein. ¿Han estado aquí ya los de la prensa?
– De los periódicos y de la emisora local de radio. Y la gente ha llamado.
– ¿Y usted ha hablado con ellos?
– Nadie me dijo que no lo hiciera.
No, por desgracia, pensó Skarre con tristeza.
– Necesitamos que venga a la Comisaría en el transcurso de hoy, si puede ser.
– ¿Que me necesitan? ¿Para qué?
– Tenemos que estudiar las huellas dactilares de la casa de Halldis.
Briggen dio la impresión de tener problemas para respirar.
– ¿Van a tomarme las huellas?
– Eso pensamos -sonrió Skarre.
– ¿Y por qué iban a estar en casa de Halldis?
– Porque usted ha ido allí una vez por semana durante ocho años -contestó Skarre con calma.
– ¡Yo solo iba a entregarle la compra! -exclamó con cara de pánico.
– Lo sabemos.
– ¿Y entonces para qué las necesitan?
– Para aislarlas.
– ¿Qué?
Skarre intentó mantener la calma.
– En ese caos de huellas dactilares tenemos que averiguar cuáles son de cada cual. Algunas son de Halldis. Otras podrían pertenecer a ese tal Kristoffer, y otras a usted. Y otras pueden ser del autor del crimen. ¿Entiende?
Briggen recuperó su color habitual de piel.
– Espero que lo mantengan en secreto. La gente podría pensar que tengo algo que ver.
– No los que tienen la más mínima noción de lo que es el trabajo policial -lo consoló Skarre.
Dio las gracias al tendero y salió a la tienda. Johnna estaba pensando en depilarse las cejas cuando de repente el policía apareció junto a la caja. Una cosa era la belleza de sus ojos, pero, ¡y la boca!, pensó, pues la boca era lo primero que solía mirar cuando se encontraba con un hombre. Le abrumó la sensibilidad de esa boca. La boca de Skarre era perfecta, una boca ancha, con labios carnosos, no demasiado arqueada, pues en ese caso habría resultado demasiado femenina. Era recta y simétrica, y los dientes, perfectos. Ese suave arco que constituía el labio superior se repetía en sus cejas.
– Jacob Skarre -dijo él sonriente.
Ya lo sabía, tenía que ser algo bíblico, pensó ella.
– ¿Puedo preguntarte algo rápidamente? ¿Has estado alguna vez en la granja de Halldis?
– Una vez, con Odd -asintió con un gesto de la cabeza. No se le movió ni un rizo-. Un sábado por la tarde -añadió- que se me había estropeado el coche, y se ofreció a llevarme a casa si antes iba con él a llevar el café a Halldis. Se le había acabado. Hace mucho tiempo de eso.
La joven se había quitado las gafas y las había dejado sobre las rodillas.
– ¿Sabes si otras personas pueden haber subido a la granja?
Ella se quedó pensando un instante.
– Un tipo que trabajó aquí una temporada. Llamaron de la CDL preguntando si teníamos un puesto para él.
– ¿CDL? -preguntó Skarre sorprendido.
– Cuidados de Delincuentes en Libertad -explicó la joven-. Se pusieron en contacto con Odd para ver si el chico podía trabajar un tiempo aquí, de prueba. En realidad es una especie de ayuda para ex presidiarios, y…
– Lo sé -dijo Skarre-. ¿Tommy Rein?
– Sí, así se llamaba.
– ¿Subió él alguna vez con tu jefe?
– Una vez o dos. Se fue enseguida, esto le parecía muy aburrido. Ni siquiera un miserable pub. Bueno, no sé dónde está ahora, no lo he visto desde entonces.