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– ¿A ti te gustaba?

Ella reflexionó un instante intentando recordar la cara del joven, pero solo se acordó de los oscuros tatuajes azules que llevaba en los brazos y de la intranquilidad que sentía cuando él estaba cerca, aunque, en realidad, nunca la miraba, al menos no como un hombre mira a una mujer. Pensándolo bien, se había sentido un poco herida en su orgullo por eso. Ni siquiera un simple delincuente se dignaba a mirar a Johnna.

– ¿Si me gustaba? En absoluto -contestó vengativa.

– Briggen no mencionó que el chico fuera un ex presidiario -dijo Skarre con prudencia, a la vez que le lanzó una mirada que ella no pudo resistir.

– Claro que no. Es su sobrino, y supongo que se avergüenza de tener parientes así. Tommy es hijo de la hermana de Odd.

– ¡Ah, sí!

Evitó anotar lo que acababa de decir, para que no tuviera la sensación de haberse chivado.

– ¿Sabes por qué estuvo en prisión?

– Por un simple robo.

– ¿Briggen está casado?

– Es viudo.

– Ajá.

– Ya lleva solo once años.

– Comprendo. Once años -sonrió paciente Skarre.

– Ella se quitó la vida -susurró de pronto la joven en ese tono de voz que emplea la gente cuando habla de infidelidades.

Skarre hizo un gesto elocuente con la cabeza. Esas cosas explican casi todo, sobre la gente y la vida, pensó, y sobre por qué las cosas son como son. Le lanzó una mirada que indicaba que apreciaba la información.

– ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? -preguntó en tono amable.

– Ocho años. Desde antes de que muriera el marido de Halldis.

Se esforzaba por contestar con claridad y no añadir cosas innecesarias, pues ese policía sería un hombre muy ocupado y seguro que no aguantaría a los testigos bobos. Pero mientras ella hablara, él tendría que quedarse, y no se veía a ningún cliente cerca.

– ¿Conocías a Errki Johrma?

– No lo conocía, pero sé quién es.

– ¿Le tienes miedo?

– No exactamente. Pero si me lo encontrara por una carretera oscura, yendo sola, sí me asustaría. Aunque en ese caso, me asustaría ante cualquiera.

Excepto ante ti, pensó. Tú pareces un ángel.

– ¿Y cómo va el negocio? -preguntó Skarre-. Trece setenta y siete por un pan integral es demasiado, ¿no? -añadió señalando el cartel que había junto a la estantería del pan.

La joven suspiró resignada.

– Me temo que con precios tan altos no puede competir en el mercado. Viene poca gente. No ganamos mucho. Y ahora van a construir un nuevo centro comercial a media hora de aquí. Entonces esto se irá a pique.

De repente pareció preocupada.

– ¿Un centro comercial?

Él le sonrió alentador.

– Seguro que tendrás posibilidad de encontrar un trabajo allí. Si Briggen tiene que dejar esto, quiero decir.

Le sorprendió oír eso, pues había soñado con ello, aunque nunca se lo había confesado a nadie.

– Oye -dijo él en voz baja, inclinándose hacia ella-. Solo para asegurarme del todo. ¿Estuvo Briggen ayer todo el día en la tienda?

– Ayer no. Solo estuve yo. Él fue a un curso al Instituto de Comercio.

– ¿Y en esos casos tú llevas el negocio sola?

– ¡Qué remedio!

Skarre se enderezó.

– Si oyes o ves algo, o si recuerdas algo que pudiera ser importante, sería estupendo que me llamaras. Por ejemplo, si apareciera Errki para robaros chocolatinas.

Le guiñó un ojo y sacó una tarjeta del bolsillo. Ella la cogió con dedos temblorosos. Nunca ocurriría. No se presentaría ninguna razón en el mundo lo suficientemente importante como para poder ponerse en contacto con ese hombre. Él se marchó y todo había acabado. La joven se puso las gafas. Ya no quería ver su reflejo en el plexiglás. Briggen la llamó para que lo ayudara con el pescado y la miró con desconfianza.

Morgan miró fijamente por la ventana rota. Allí abajo estaba la laguna, resplandeciente y fresca. Se sentía pesado de calor y cansancio, y tenía una enorme necesidad de refrescarse.

– Zambullirse en el agua -murmuró-. ¿A que apetece, Errki?

Errki no contestó. La mera idea le hizo estremecerse. El whisky lo había dejado medio atontado, y se encontraba en un estado de letargo. Él nunca se bañaba, ni siquiera en la bañera. El cuerpo se comportaba de un modo extraño en el agua, y a él no le gustaba.

– Voy a darme un baño y tú vendrás conmigo -dijo Morgan de repente, muy resuelto.

Errki empezó realmente a inquietarse. Notó que se estaba poniendo tenso. No soportaba pensar en ello. Todo podría ocurrir en el agua negra.

– Tú puedes bañarte -dijo en voz baja- mientras yo puedo sostenerte el revólver.

– No me hagas reír. Los dos vamos a bañarnos, y tú entrarás primero.

– Yo nunca me baño.

– Tú te bañas cuando yo lo exijo.

Errki se vio forzado a hacer algo que no le gustaba en absoluto. Tuvo que levantar la voz.

– ¡No lo entiendes! ¡Nunca me baño!

– ¡Pues falta te hace, joder! Venga, no estoy de broma.

Errki seguía sin moverse. Nada en el mundo lograría meterle en el agua, ni siquiera un revólver. Antes morir. Aún no estaba preparado y quería dejar la Tierra con cierta elegancia, pero si no se podía, no se podía.

– ¡Vamos!

Morgan estaba decidido. Hablaba casi con todo el cuerpo, fue hasta el diván, agarró a Errki por la camiseta y lo levantó a la fuerza. Errki estuvo a punto de perder el equilibrio.

– Nos metemos un momento y salimos enseguida. Nos llevará un par de minutos. Aclara las ideas, excepto las tuyas.

Empujó a Errki con el revólver hasta el exterior de la casa.

– Baja por la izquierda, así llegaremos al islote.

Errki miró la roca desnuda y encogió los hombros. ¡Jamás se metería en esa agua negra! Desde el Sótano no se oía ni un sonido. Nadie quería ayudarle, parecía como si estuvieran escuchando, esperando a ver qué hacía. Le empezó a picar el cuerpo. Un picor alarmante. No sabía nadar. No podía desnudarse y mostrarse desnudo, no podía ser humillado de esa manera. Bajó vacilante la cuesta reseca, cubierta de brezo y hierba. Hacía mucho tiempo había habido allí un sendero, ahora estaba tapado. Miró el agua y pensó que, si había mucha profundidad, iría derecho al fondo. Morgan hablaba animado detrás de él.

– Apuesto a que el agua está helada. Me vendrá de perlas.

Dio un empujón a Errki.

– Quítate ya esos trapos. O báñate con ellos, me da igual, pero métete ya.

Errki se quedó como una estatua de piedra, mirando el agua. Ahí, en la orilla, ya no parecía roja, solo negra y profunda. No podía ver el fondo. Solo alguna hierba larga y suave que flotaba y que se enredaría en sus piernas como dedos asquerosos. Puede que también hubiera peces, o peor aún, anguilas.

– ¿Vas a saltar o quieres que te empuje? -Morgan estaba impaciente. Ese baño se había convertido en una obsesión.

– No sé nadar -murmuró Errki, que seguía de espaldas. La comisura de los labios se le movía peligrosamente.

– No importa. Puedes quedarte en la orilla. Venga ya, estoy sudando como un pollo.

Errki seguía sin moverse.

– ¿Qué decides? ¿Quieres que cargue el revólver?

Errki oyó un agudo clic en medio del torbellino de tambores. Morgan había tenido una idea, y ahora había que ponerla en práctica a cualquier precio. Se acercó unos pasos más hacia el agua y notó cómo le zumbaban las sienes. El agua era para él un elemento tan impensable como un mar de llamas. Sus mejillas, siempre tan blancas, ardían. Se volvió lentamente. Ya no veía el revólver, puede que Morgan lo hubiera escondido en el brezo. Ahora se le estaba acercando con una expresión amenazadora y las manos levantadas.

– Quiero ver cómo actúas cuando estás asustado -dijo con malicia.