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Un silencio de muerte se extendió por la habitación. Morgan se levantó despacio del diván. La nariz estaba empezando a hinchársele y tenía la camiseta empapada de sangre.

– ¿Estuviste cerca de su casa?

En sus ojos se veía un creciente temor.

– ¿Viste algo?

Errki retorció las manos y volvió a clavar la mirada en el agua. Se alegró de haber escapado de la laguna. Iba a morir de todos modos, pero no quería que fuera ahogado. Tendría que haber otros caminos que no fuera el agua fría que condujeran a la eternidad.

– ¿La mataste tú? ¿Lo hiciste, Errki?

Errki dio unos pasos vacilantes.

– ¡Fuera! ¡No te acerques más!

Morgan encogió las rodillas y retrocedió.

– Cuando te cojan, les dirás que no recuerdas nada, ¿verdad? O que las voces te ordenaron hacerlo, así no tendrás que ir a la cárcel. ¡Siéntate! ¿Me oyes? ¡Quiero que te sientes! -gritó agudizando la voz.

Intentó ordenar los pensamientos. El bobo no solo era bobo, sino algo mucho peor. Estaba loco de remate, había matado a una vieja indefensa y ahora estaba allí, en esa habitación. El miedo le pinchaba la sudorosa espalda. Cuando por fin habló, lo hizo como si Errki estuviera histérico y hubiera que tranquilizarlo.

– Ahora vas a escucharme a mí. Siéntate y relájate. Tranquilo, no pasa nada. Yo no diré nada de ti, y tú no dirás nada de mí. Podemos repartirnos el dinero, hay de sobra para los dos. ¡Tendremos que cruzar la frontera de Suecia!

Bebió un largo trago de whisky mientras tenía su mirada alterada clavada en Errki. Se imaginaba que en cualquier momento iba a matarlo con los dientes.

Errki no hizo ningún comentario. Morgan luchaba desesperadamente por digerir la noticia, y la nariz había comenzado a latirle de un modo desagradable. Se imaginó que el proceso de la infección ya estaba en marcha. Errki había vuelto a sentarse en el suelo, debajo de la ventana que daba a la parte de delante. Morgan se sentía mejor cuando no estaba tan cerca. Pero en realidad parecía pacífico, además ya llevaban juntos mucho tiempo. Si el otro quisiera matarle, ya lo habría hecho, por ejemplo, cuando estuvieron abajo, junto a la laguna. Aún no era de noche, pero la luz había cambiado y era más tenue. ¿Qué había sucedido realmente? ¿Un manillar que se había salido de su sitio y lo había desviado hacia una vía muerta? ¿O una bajada sin frenos en la que resultaba imposible parar?

Morgan dejó la botella en el suelo. Estaba solo, con un asesino que además padecía una enfermedad mental, y era importante mantener la cabeza despejada. Por cierto, ya no se sentía tan despejado, más bien ofuscado. Empezó a preguntarse en serio por qué se había llevado a ese jodido rehén. Habría logrado salir de todos modos.

– Así que te vio un chico -dijo despacio, clavando la mirada en Errki, que parecía estar dormido.

– Un chico gordo -murmuró-. Un adolescente grande como un dirigible, con unas tetas tan grandes como las de mi madre.

Se volvió y lanzó una mirada enigmática a Morgan.

– El cerebro de la mujer chorreaba por los escalones.

– ¡Cállate, no quiero oírlo!

El pánico estaba en el fondo de su voz, como un intenso zumbido.

– Tienes miedo -constató Errki.

– ¡No quiero oírte! ¡No salen más que cosas enfermas de tu boca! Será mejor que hables con tus voces, ellas te comprenderán mejor.

Siguió un largo silencio. El suave zumbido de las moscas junto al marco de la ventana era lo único que se oía. Morgan se preguntó si debería marcharse a Oslo y esconderse en casa de su hermana. Ella se enfadaría con él, pero no lo entregaría a la policía. Era una pija desesperante, pero él era su hermano pequeño, un hermano que, aunque había atracado un banco, nunca había matado a nadie, coño, y menos a una vieja.

– ¡No! -gritó Errki levantándose. Se apoyó contra la ventana y miró hacia fuera.

– ¿Por qué gritas? ¿Te están dando la lata las voces? Deja esa tontería ya, me estás hartando. ¡NO HAY NADIE AHÍ DENTRO!

Errki se tapó los oídos.

– ¡Pero joder! ¿Por qué chillas tanto?

Morgan volvió a tocarse la nariz. Latía con más fuerza. Tenía ganas de echarse a llorar. Ese tío estaba loco de remate. Y tal vez ni siquiera fuera capaz de recordar que había matado a una persona a golpes.

– Oye -dijo con voz ronca-. Puede que lo mejor sería que volvieras al manicomio.

Errki apoyó la frente contra los listones carcomidos de la ventana y notó cómo el aromático calor de fuera le llenaba la nariz. Había una especie de aflicción en la estancia. Le gustaba y no le gustaba. Le recordaba a algo. Abajo, en el Sótano, se oía un suave gruñido.

– Esto es completamente ridículo -dijo Morgan preocupado-. Aquí estoy yo, con la nariz amputada y una bolsa llena de dinero, y ahí estás tú, hablando solo, y con un asesinato en tu haber. Y a los dos nos está buscando la policía. ¡Es increíble!

Cerró los ojos y dejó salir unos torpes golpes de risa.

– Me importa todo un carajo -prosiguió-. En el fondo, me importa un carajo lo que pueda suceder. De cualquier forma, todos vamos a morir. Más vale morir aquí, en este cuchitril polvoriento.

Volvió a tumbarse en el diván. Tenía la sensación de irse disolviendo poco a poco, de que por dentro le pululaba algo que despegaba y volaba. De pronto, sintió una extraña indiferencia. Tal vez se le estuviera escapando el sentido común por los poros.

– Voy a dormir un poco.

Errki seguía junto a la ventana. Intentó recordar el vestido de la mujer, pero era incapaz de acordarse de si era rojo con cuadros verdes o verde con cuadros rojos. No podía evocarlo en su mente, pero recordaba aquella trenza y la expresión obstinada al cavar la tierra para sacar el diente de león de entre la hierba. Era sencillo. Estropeaba el césped y había que erradicarlo. Y luego le gritó a él, con una voz llena de miedo…

– ¡Cállate! -gritó él, temblando.

– Perdona -dijo Morgan cansado-. Solo he dicho que me importa un carajo lo que pueda pasar.

– Hago lo que quiero. ¡Tú no decides sobre mí! -gritó Errki, sacando un puño amenazante por la ventana.

– Pero si es lo que estoy diciendo -murmuró Morgan tumbándose de lado, con la mano como un escudo delante de la nariz-. Cuando me despierte, estaré muy enfermo. Deberías bajar a la aldea a buscar ayuda. A mí no me importaría, yo ya no me meto en nada. Prometí conseguir dinero y lo he conseguido.

– Me llamo Errki Peter Johrma. Me voy a acostar.

– Haz lo que te dé la gana -murmuró Morgan. Su voz no era más que un susurro en el silencio. Errki entró en la alcoba. Se agachó y se puso a buscar dentro del colchón hasta que encontró el revólver. Luego se lo metió en la tirilla del pantalón. Estaba preparado.

A continuación se colocó la chaqueta debajo de la cabeza, se encogió y se durmió profundamente.

– Lo que Kannick necesita ahora es un trofeo -dijo Margunn resuelta-. Algo que pueda limpiar, mantener reluciente y enseñar a su madre. Podría conseguirlo, es más que capaz. Lo único que sabe hacer es pegar tiros -añadió, moviendo la cabeza como para subrayar lo que acababa de afirmar.

Estaban sentados en el despacho de Margunn, la directora de la Colina de los Muchachos. Sejer sonrió y pensó que se alegraría con el chico.

– ¿Tiene problemas para asimilar lo sucedido? -preguntó, mirando fascinado la cara de la mujer. No era guapa, parecía un hombre, con la frente alta, la piel arrugada y un incipiente bigote. Su voz era muy grave, pero estaba llena de una inquebrantable fe en la bondad del ser humano, y en particular, en la de esos seres a los que tenía la obligación de cuidar. Su buena voluntad reposaba como un bonito y sonrosado velo sobre el tosco rostro.