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– Se maneja bien. Al menos es capaz de concentrarse en el arco, y así mantiene alejado lo demás. Por otra parte, debe tener en cuenta que los chicos de este lugar han visto muchas cosas. Se necesita mucho para que pierdan la compostura.

– Comprendo -dijo Sejer-. Hábleme de él.

Ella movió la silla y sonrió:

– Kannick es lo que llamábamos antiguamente un verdadero accidente, el resultado de la falta de carácter y la impulsividad de la madre. Algo que, por cierto, la mujer nunca tuvo oportunidad de corregir, por lo que sé de su familia. Como Kannick, ella también estorbaba, sobraba. Cada verano vienen aquí un montón de polacos a trabajar en las granjas. Ella estaba empleada en la gasolinera adonde acudían los jornaleros todas las semanas con el fin de comprar el tabaco más barato y tal vez una revista pornográfica. Seguramente los veía como algo maravilloso. Eran diferentes, exóticos. Y, dicho por ella, mucho más galantes con las mujeres que a lo que ella estaba acostumbrada. ¡Me trataban como a una señora, Margunn!, me dijo. Y eso impresiona a una muchacha que hacía mucho que había perdido la inocencia, y que ya no se preocupaba por ello. El padre de Kannick apareció un día por la gasolinera. Llevaba cuatro meses fuera de su casa y supongo que echaría de menos ciertas cosas. No resulta difícil de entender.

Una sonrisa conciliadora se dibujó en el rostro de Margunn.

– Kannick fue engendrado en el almacén, una noche después de cerrar la gasolinera, entre cajas de patatas fritas y esponjas para abrillantar coches. Y no se le ocurrió arrepentirse hasta que se dio cuenta de que el niño estaba de camino. Kannick lloraba mucho de pequeño, y ella descubrió que, mientras estaba lleno, se quedaba callado. Enseguida comprobará usted a lo que condujo esa técnica. Ella, por su parte, estaba muy ocupada buscando a alguien que pudiera proporcionarle amor, y así sigue. No quiere que Kannick esté con ella. Pero tampoco tiene nada en contra de él. Lo que no entiende es que el chico sea su responsabilidad. Simplemente lo tuvo, como se tiene una enfermedad.

– ¿Y qué problemas hay con él para que esté aquí?

– De pequeño era extrovertido y demasiado impulsivo para una escuela normal. Pero luego la cosa cambió, y ahora está a punto de encerrarse en sí mismo. Sueña mucho despierto. Solo participa a medias en las cosas. Es incapaz de mostrar interés por nada, y no se ata emocionalmente a nadie. Le gusta que le presten atención, pero tiene que ser una atención total, entonces Kannick florece. Un monitor viene cada semana a enseñarle a tirar con arco, y en esa situación el muchacho revive. Entonces todo trata de Kannick y de lo que sabe o no sabe. Pero en la escuela no es más que uno de muchos y no participa en absoluto.

– ¿Todo o nada?

– Sí, algo así.

– ¿Dónde está su habitación?

– En la primera planta, al final del pasillo. Hay un cartel de chocolates en la puerta.

Sejer había comprado una bolsa de chocolatinas. No es que fuera a visitar a un enfermo, pero el pobre chico había tenido una terrible experiencia, y tal vez necesitara un poco de amabilidad. Pero, al ver al chico gordo tendido en la cama, se arrepintió.

– Buenos días, Kannick. Me llamo Konrad.

Se encontraba en la puerta de la habitación que Kannick compartía con Philip. El chico estaba tumbado boca arriba en la cama, leyendo tiras cómicas, mientras masticaba algo que crujía entre sus dientes. Levantó la vista. Primero miró a Sejer y luego la bolsa que llevaba en la mano.

– Soy de la policía.

Kannick tiró la revista.

– Les dije a los chicos que seguro que vendrías, pero no me creyeron. Dijeron que yo no era importante.

Sejer sonrió.

– Claro que eres importante. He estado un rato abajo, hablando con Margunn. ¿Puedo sentarme en el borde de la cama?

El chico encogió las piernas. Sejer pensó que acarrear tanta grasa sería como llevar a un colega sobre la espalda. Le dio la bolsa de chocolatinas.

– ¿Prometes compartirlas con los demás?

– Sí, vale -contestó, dejando la bolsa sobre la mesilla de noche.

– ¿Así que fuiste tú quien comunicó a Gurvin lo que habías visto?

El chico se apartó el largo flequillo de la frente. Llevaba unos vaqueros cortados y una camiseta, y en los pies, unos mocasines negros.

– Él no hacía más que preguntar por la hora. Y yo no llevaba reloj. Lo están reparando.

– Pues es una pena -dijo Sejer-. La hora es muy importante para la policía, ¿sabes? En muchos casos, la hora explica todo. O puede revelar que la gente intenta engañarnos.

Kannick lo miró asustado, como si fuera una especie de insinuación.

– Yo no puedo engañaros -dijo- porque no tengo ninguna hora. Pero sé que eran las siete cuando me fui de aquí, por ese reloj -añadió señalando un despertador que había en la mesilla de noche.

– Así que eres muy madrugador. Ahora estás de vacaciones, ¿no?

– Hacía tanto calor que no podía dormir. Además, Philip ronca porque tiene asma.

Sejer echó un vistazo a su alrededor. Había un hoyo en la cama donde Philip había estado tumbado, y algunos medicamentos y un inhalador en la mesilla. A través de la ventana vio tres cabezas, que pertenecían a tres muchachos, que estaban estudiando el coche patrulla. De vez en cuando, miraban hacia la ventana de Kannick.

– Pero de todos modos, será posible determinar la hora aproximada si nos ayudamos el uno al otro. Intenta repasar aquel día en tu mente, desde que saliste de aquí. Dices que eran las siete. ¿Y de aquí te fuiste directo al bosque?

– Sí.

– ¿Llevabas contigo el arco?

– Eh, sí -contestó mirando al suelo.

– No voy a arrestarte por eso. Es cosa de Margunn. ¿Ibas deprisa?

– No mucho.

– ¿Te paraste en el camino?

– Suelo pararme de vez en cuando para escuchar, por si hay cornejas y cosas así. Quizá un par de veces.

– Hay un lugar allí arriba adonde sueles ir a menudo, ¿es así?

Kannick tiró de la camiseta para intentar taparse la tripa.

– Un poco más arriba de la granja de Halldis hay una llanura con varios senderos, así puedo elegir. Conozco muy bien ese sitio.

El tono de su voz subía y bajaba. Estaba sentado con las piernas fuera de la cama y los muslos muy separados. Le era imposible sentarse con las piernas juntas.

– ¿De modo que subiste hasta ese lugar parándote dos veces en el camino?

– Sí.

– ¿Te sería posible calcular lo que se tarda, comparándolo con otras cosas que haces?

– Más o menos lo que dura un episodio de Expediente X.

– ¿Expediente X? ¿Os dejan verlo?

– Por supuesto.

– Dura unos tres cuartos de hora, ¿no?

– Humm.

– De acuerdo.

Sejer cruzó las piernas y sonrió a Kannick.

– Has llegado hasta arriba y son alrededor de las ocho menos cuarto. ¿Sí?

– Me imagino que sí.

Kannick miró de reojo la bolsa de chocolatinas. Era bastante grande. Se puso a hacer cálculos mentalmente. Sabía que contenía cincuenta y dos chocolatinas, lo cual significaba cinco para cada uno y dos para Margunn. Eso si es que las compartía con todos, como le había pedido el madero.

– ¿Entonces elegiste uno de los senderos?

– Hay cuatro. Uno cruza al otro lado de la colina. Otro baja al mirador. Uno va a los viejos asentamientos y el cuarto va a la granja de Halldis.

– ¿Y cogiste este último?

– Sí. No quería perderme el desayuno.

– Y desde donde estabas, ¿podías ver la granja? ¿Está lejos?

– No. Pero maté a una corneja en el camino, perdí dos flechas y estuve un rato buscándolas, aunque no las encontré. Son bastante caras -explicó-. Flechas de carbono. Ciento veinte coronas cada una.

Sejer asintió con la cabeza y miró su reloj.

– De modo que estás un rato buscando y luego lo dejas. Y después te diriges a la granja. ¿Tardaste más en eso que en subir?