– Un poco menos, creo.
– Digamos que eran las ocho y cuarto cuando llegaste a la granja.
– No está mal calculado.
– Cuéntame lo que viste.
Kannick parpadeó asustado.
– Vi a Halldis.
– ¿En qué momento la descubriste?
– ¿En qué momento?
– ¿Dónde te encontrabas cuando viste su cuerpo?
– Junto al pozo.
– Es decir, ¿te paraste junto al pozo y en este momento la descubriste?
– Sí.
La voz del chico era ya más dócil. No tenía ganas de recordar, pero no le quedaba más remedio.
– ¿Podrías decirme la distancia que hay entre el pozo y los escalones que hay delante de la puerta de la casa? Tú que eres tirador, sabrás de distancias…
– Me imagino que unos treinta metros.
– Suena probable. ¿Te acercaste a ella?
– No.
– ¿Pero estabas seguro de que Halldis estaba muerta?
– No era difícil saberlo.
– No -admitió Sejer-. Detengámonos ahí, en el momento en que estás junto al pozo, mirando a Halldis, te asustarías, ¿no?
– Pues sí.
– ¿Y cómo descubriste a Errki?
– Eché un vistazo por los alrededores -contestó en voz baja-. Me asusté, por eso lo hice. Empecé a mirar en todas direcciones.
– Yo también lo habría hecho. ¿Estaba él lejos?
– Un poco más arriba en el bosque.
– ¿Lo viste con toda claridad?
– Bastante. Lo reconocí por el pelo. Lleva la raya en medio. Tiene el pelo negro y largo, como una cortina. Se me quedó mirando.
– ¿Qué hizo al descubrirte?
– Nada. Parecía una estatua. Eché a correr.
– ¿Por la carretera?
– Sí, corrí todo lo que pude con la maleta.
– ¿De modo que ya habías plegado y guardado el arco en la maleta?
– Sí, y no paré de correr hasta que llegué abajo.
– ¿Conoces bien a Errki?
– No lo conozco. Pero siempre anda por las carreteras, durante todo el año. Hace algún tiempo lo metieron en el hospital. Y lleva la misma ropa en invierno que en verano, siempre negra. Lo único que no era negro era la hebilla de su cinturón. Era grande y brillante.
Sejer asintió con la cabeza.
– ¿Errki te conoce?
– Supongo que me habrá visto alguna vez.
– ¿Parecía asustado?
– Nunca parece asustado.
– ¿Y no dijo nada?
– No. Se volvió a meter entre los árboles. Oí crujir las ramas y las hojas.
– ¿Qué querías de Halldis para acercarte a su granja?
– Algo de beber, como otras veces. Tenía mucha sed. Nos conoce.
– ¿Te gustaba ella?
– Era bastante estricta.
– ¿Más estricta que Margunn? -preguntó Sejer sonriente.
– Margunn no es nada estricta.
– Pero contabas con que te daría algo de beber. Entonces era buena, ¿no?
– Buena y estricta. Siempre nos daba lo que queríamos, pero nos regañaba todo el tiempo.
– ¡Qué raros son los adultos! ¿Verdad? -sonrió Sejer-. ¿Todos los chicos la conocían?
– Todos, excepto Simon. Él lleva poco tiempo aquí.
– ¿Y subíais hasta allí de vez en cuando para hablar con ella?
– A veces íbamos a pedirle zumo y bocadillos.
– ¿Entrabais en su cocina?
En ese momento, Sejer clavó la mirada en el chico.
– No. Teníamos que quedarnos en la entrada. Siempre acababa de fregar el suelo. Lo decía cada vez: Acabo de fregar el suelo.
– Bien. ¿Y luego te fuiste corriendo hasta la Oficina de la Policía Rural para comunicar lo que habías visto?
– Sí. Gurvin pensó que estaba de broma.
– ¿Ah, sí?
– ¿Sabes? -dijo el chico resignado-, tuve que dar las señas de aquí.
– Ya. Entiendo -dijo Sejer-. Eres un buen tirador, me han dicho.
– Bastante bueno -contestó el chico con orgullo.
– ¿Quién te ha regalado ese arco? Es muy caro, ¿no?
– Lo ha pagado Asuntos Sociales para que tenga un tiempo de ocio constructivo. Cuesta dos mil coronas, pero no es nada caro. Cuando sea… cuando esté mejor de dinero me compraré un Super Meteor con palas de carbono azul celeste metalizado.
Sejer parpadeó impresionado.
– ¿Quién te enseña a tirar?
– Christian. Viene dos veces por semana. Pronto participaré en el Campeonato de Noruega. Christian dice que tengo talento.
– ¿Sabes que un arco es un arma mortal?
– Sí que lo sé -contestó con rebeldía.
Sabía lo que iba a escuchar. Agachó la cabeza y cerró los ojos mientras recibía la amonestación. Bloqueando los conductos auditivos, conseguía reducirla al zumbido de una mosca.
– Cuando vas andando por ahí sigilosamente, la gente no puede oírte. Si de repente se acerca alguien que está en el bosque, cogiendo arándanos, por ejemplo, puedes convertirte en un homicida. ¿Has pensado en ello, Kannick?
– Nunca hay gente en el bosque.
– Salvo Errki.
Kannick se sonrojó.
– Sí, salvo Errki. Pero él no coge arándanos, creo yo.
Se hizo el silencio. Sejer escuchó voces bajas fuera. El chico lo miró de reojo y se mordió el labio.
– ¿Dónde está Halldis ahora? -preguntó en voz baja.
– En el sótano del Hospital General de Oslo.
– ¿Es verdad que están en neveras?
Sejer le sonrió con tristeza.
– Bueno, es una especie de cajón largo. ¿Conocías a su marido? -preguntó para desviar el tema.
– No, pero me acuerdo de él. Siempre iba montado en su tractor. Nunca hablaba con nosotros como Halldis. A él no le interesaban los chicos; además, tenía un perro. Cuando murió Thorvald, también murió el perro. No quería comer.
Eso debía de extrañar mucho a Kannick pues se mostró incrédulo ante la mera idea.
– ¿Cuánto tiempo crees que vas a estar en la Colina de los Muchachos?
– No lo sé -contestó Kannick clavando la mirada en las rodillas-. No soy yo quien lo decide.
– ¿Ah, no? -dijo Sejer.
– De todos modos, hacen lo que quieren -contestó el chico con tristeza.
– Pero estás a gusto aquí, ¿no? Se lo he preguntado a Margunn, y me ha dicho que estás a gusto.
– Sí, no tengo otro sitio. Mi madre no es apta y yo necesito ayuda.
Sejer captó el desamparo en la voz del chico.
– La vida no es nada fácil, ¿verdad? ¿Qué es lo que te resulta más difícil?
Kannick volvió a reflexionar y repitió las palabras que tantas veces había oído:
– Primero actúo y luego pienso.
– Eso se llama ser impulsivo -lo consoló Sejer-. Y es normal en los niños. Casi todas esas cosas suelen arreglarse con el tiempo. Oye -prosiguió-, ¿pudiste ver si Errki llevaba guantes?
Kannick parpadeó extrañado y abrió los ojos de par en par.
– ¿Guantes? ¿Con este calor? No le vi las manos. Puede que las llevara en el bolsillo. No sé -concluyó con sinceridad.
– Lo pregunto -explicó Sejer- porque es importante aclarar cosas como, por ejemplo, las huellas dactilares. Y hemos encontrado varias dentro de la casa. ¿Estás seguro de que ni viste ni oíste a nadie más allí arriba?
– Sí -afirmó Kannick, moviendo la cabeza con determinación-. No vi a nadie más.
– Si hubiera habido alguien más -dijo Sejer- Errki pudo haberlo visto, aunque tú no lo vieras.
– ¿No crees que lo hiciera Errki? -preguntó el chico asombrado.
– No lo considero tan evidente.
– Pero está loco, ¿sabes?
– No es exactamente como nosotros -sonrió Sejer-. Digamos que necesita ayuda. Pero sospecho que muchos esperan que Errki sea culpable. ¿Sabes? A la gente le gusta tener razón. ¿Tú qué crees que Halldis hubiera dicho a Errki si él hubiera entrado en la granja? Ella lo conocía, ¿verdad?
– Supongo que sí.
– ¿Crees que le tenía miedo?