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¿Qué te parece, Néstor?, murmuró por lo bajo, dando vueltas al arma. De repente se paró en seco y la arrojó. Dio un estallido contra el suelo. Se metió a toda prisa en la cocina, y permaneció un rato agachado sobre el banco. Debería haber sabido que Néstor haría propuestas asquerosas. Oyó una risa abajo, en el sótano, tan fuerte que levantaba el polvo. Después volvió a la habitación, donde permaneció un buen rato mirando de nuevo el revólver. Por fin lo metió dentro del colchón, donde lo había encontrado. No le hacía falta, tenía la otra arma. Empezó a dar vueltas por la casa, de la cocina al cuarto de estar y a la cocina otra vez, siempre con la mirada clavada en las tablas manchadas del suelo. Crujían y gemían en distintos tonos. Errki compuso una melodía entera paseando entre los cuartos. El pelo negro se le movía de manera agresiva, al igual que los pantalones y la chaqueta. Iba con los brazos tiesos, separados del cuerpo, moviendo rítmicamente los dedos al compás del crujido de los tablones. Fue absorbido por ese ritmo, andaba sin parar, no podía ni quería parar. En esa absorción encontraba paz, no tenía más misión que ir de un lado para otro, con pasos iguales y los dedos separados. Cruje, cruje, Errki, anda, adelante, atrás, de cuarto en cuarto, zas, zas, bum, bum.

No sabía cuánto tiempo llevaba andando, pero por fin se armó de valor y se colocó delante de la puerta de la casa. La abrió con cuidado. El sol inundaba el bosque. Bajó la vista y salió con cautela a la losa. Dio un par de pasos lentos sobre la hierba. Se detuvo a husmear las piñas que colgaban sobre él, y los matorrales y helechos bajo sus pies. Raíz, tallo y hoja. Por fin estaba en marcha de nuevo. No sabía adónde iría ni qué haría. Néstor dirigió sus pasos ladera abajo, hacia la población. Aún era por la mañana temprano. Las personas más sanas ya habían empezado a poner los pies en el suelo. Habían mirado por las cortinas, contemplando la hermosa mañana. Calurosa. Luminosa. Verde oscilante. Confiados por causa del espléndido tiempo y del verano tan dolorosamente breve, harían planes para el día. Una de esas personas era Halldis Horn. Vivía sola en una pequeña granja, no muy lejos del viejo lugar de Finneplass. Justo en el instante en que Errki empezaba a andar por la hierba, ella se estaba sacando el camisón por encima de la cabeza.

Hacía tiempo que había dejado atrás la primera y también la segunda juventud florida. Además, estaba demasiado gruesa. Pero, para algunas raras almas sin prejuicios, era algo digno de verse. Grande y de formas redondeadas, con el pecho alto y una trenza gris que le colgaba como una maroma por la espalda. De cara redonda y fresca, y mejillas sonrosadas, su mirada había conservado su agudeza chisporroteante, a pesar de la vejez.

Atravesó el cuarto de estar y la cocina, y abrió la puerta de fuera. Levantó el rostro hacia el sol y permaneció un rato en la escalera, con los ojos entornados y vestida con una bata de cuadros y unos zuecos. Llevaba medias hasta la rodilla, no porque hiciera frío, sino porque pensaba que las mujeres de su edad no debían mostrar demasiada carne y, aunque nunca llegaba nadie hasta allí, excepto el tendero una vez por semana, estaba Nuestro Señor y su mirada siempre presentes. Para bien y para mal, por así decirlo. Porque aunque ella era creyente, de vez en cuando enviaba hacia arriba pensamientos airados y no pedía perdón después. Ahora estaba contemplando la invasión de dientes de león. Todo el césped estaba repleto de ellos. A Halldis le parecía que se extendían como un eccema, contaminando su pequeña granja tan bien cuidada. En el transcurso del verano quitaba dos veces las malas hierbas con una azada. Una planta tras otra, con enérgicos golpes. Le gustaba trabajar, pero de vez en cuando se quejaba un poco para recordar a su difunto esposo el apuro en el que la había dejado al caer fulminado sobre el volante del tractor a causa de un tapón del tamaño de un grano de arroz que se le formó en una vena. Era incapaz de entender que ese grande y fuerte marido suyo, esa montaña de músculos, se dejara derribar de esa manera, aunque el médico intentara explicarle las causas. Lo encontraba tan incomprensible como que los aviones fueran capaces de volar o que ella pudiera llamar a su hermana Helga en la lejana ciudad de Hammerfest y oír nítidamente su voz quejumbrosa a través del auricular.

Habría que empezar con la tarea antes de que apretara el calor. Fue a buscar la azada y se encaminó hacia la hierba. Se hizo sombra con la mano sobre los ojos y contempló el terreno para planificar el trabajo. Decidió empezar por el trozo de césped más próximo a la puerta y trabajar hacia fuera en forma de abanico, pasando por el pozo, hasta los establos. Cogió de la entrada un cubo y un rastrillo. Trabajaba siguiendo un ritmo fijo, cavaba con energía hasta que se cansaba, uno o dos golpes en cada planta. Luego recogía las hierbas con el rastrillo a un ritmo más pausado, llenaba el cubo, lo vaciaba detrás de la casa, en el compost, y volvía otra vez a cavar. Su ancho trasero señalaba hacia el cielo, meciéndose al compás del ritmo de la azada. El mandil de cuadros verdes y rojos ondeaba al sol. Tenía la frente empapada de sudor, y la trenza le caía todo el rato hacia delante desde el hombro. Casi siempre la llevaba sujeta a la cabeza con horquillas, enrollada como una serpiente brillante, pero nunca antes del aseo matutino.

Le gustaba el sonido que producía la azada al atravesar la hierba. Estaba afilada como un hacha, ella misma se había encargado. A veces, cuando chocaba contra una piedra, ella se encogía de dolor pensando en la hoja brillante de finísimo filo. Conforme Halldis trabajaba, la mala hierba iba quedando en el suelo como soldados caídos en un campo de batalla. No cantaba ni tarareaba. Tenía de sobra con el trabajo, además, el Creador podría llegar a pensar que esa vida era demasiado buena, conclusión que para Halldis era una exageración. Una vez acabado el trabajo, se asearía y se prepararía el desayuno. Pan y queso hechos por ella misma.

Se incorporó. Unos pájaros gritaban en lo alto, sobre las copas de los árboles, y le pareció oír algo que pasaba velozmente por entre las hojas. Luego se hizo el silencio, pero permaneció un rato al acecho, por si acaso. Se robó un momento de descanso mientras dejaba que sus ojos repasaran el bosque, del que ningún árbol le era desconocido. Le pareció distinguir algo oscuro entre el familiar conjunto de troncos negros, algo que no estaba antes, una irregularidad.

Enfocó la vista y miró atentamente, pero como no notó ningún movimiento, lo rechazó todo como producto de su imaginación. Su mirada se detuvo junto al pozo. La hierba de alrededor estaba larga y descuidada, tal vez debería ir luego a por el cortabordes y cortarla. Volvió a agacharse y continuó con su tarea, ahora de espaldas a la puerta. Notó que el sol calentaba, aunque todavía era temprano. Su ancho trasero ardía, y el sudor le chorreaba y picaba por la cara interior de los muslos. Así era la vida de Halldis Horn: solucionar los problemas uno por uno, según iban surgiendo, sin quejarse. Era de esa clase de personas que nunca se cuestiona la creación divina o el sentido de la vida. Era algo que no se hacía, que no estaba bien. Y, además, temía la respuesta. Seguía cavando con tanta fuerza que su trasero vibraba. Muy cerca, arriba en la ladera, estaba Errki escondido detrás de un árbol, con la mirada clavada en ella.