– Ella no tenía miedo a casi nada. Pero Errki es así, simplemente iba por las tiendas y quioscos cogiendo lo que quería. Tal vez entrara también en casa de Halldis. Él es así.
– ¿Y ella montaría en cólera?
– Halldis se enfadaba bastante si no hacíamos lo que nos ordenaba, y Errki nunca hacía lo que la gente le decía que hiciera.
– Exactamente. Creo que debemos encontrarlo, ¿no te parece?
– ¿Le pondrán una camisa de fuerza?
Sejer se rió.
– Esperemos poder evitarlo. Pero mientras esto dure, será mejor que os quedéis por aquí, cerca de la casa, y que no vayáis al bosque.
– Por mí, vale -dijo Kannick con un gesto afirmativo-. Margunn me ha quitado el arco.
Todos los demás chicos observaron a Sejer cuando se metió en el coche. No tenía tiempo para charlar con ellos, para ser un pequeño soplo del exterior en ese mundo cerrado en el que vivían. Lo miraban con una mezcla de rebeldía y reverencia. Algunos de ellos ya habían estado en contacto con la policía en varias ocasiones, a otros la posibilidad les pendía encima de la cabeza como una amenaza constante. El pequeño de piel oscura, Simon, dijo adiós con la mano. Sejer pensó en los chicos mientras se acercaba al Hospital General, ese grupo de individuos huraños que no habían sabido adaptarse. Un grupo de esos que interesaría a Sara Struel, un grupo de rebeldes.
– Elsi Johrma -dijo Sejer, mirando expectante a la enfermera-. Fecha de nacimiento: cuatro de septiembre de mil novecientos cincuenta. Falleció en un accidente, el dieciocho de enero de mil novecientos ochenta, y fue traída a este hospital. No sé si ingresó cadáver o si murió después, a causa de las lesiones. Pero en algún lugar de este hospital tiene que haber papeles sobre ella. ¿Podría usted hacerme el enorme favor de ver si encuentra algo?
La curiosidad había encendido los ojos de la enfermera. Al mismo tiempo, daba la impresión de estar abatida, era época de vacaciones, faltaba personal y hacía un calor insoportable. Sejer contempló el cuarto en el que se encontraban. Era un despacho estrecho, lleno de carpetas y libros. No era una habitación grande, pues él mismo y la enfermera la llenaban.
– Hace dieciséis años de eso -dijo ella a modo de apunte, como si él no lo hubiera calculado ya-. Entretanto, hemos pasado a la informática, así que probablemente no esté registrada. Eso significa que debo bajar al sótano a buscar.
– El año es el ochenta, y la letra, la J. Seguro que conoce usted bien el archivo -dijo Sejer-. Puedo esperar.
La enfermera tendría unos veinticinco años. Era alta, fuerte y llevaba el pelo recogido en una coleta. Se quedó mirándolo fijamente por encima de las gafas de montura roja que tenía sobre la punta de la nariz.
– Si no encuentro nada ahora, tendrá usted que volver más tarde.
La mujer desapareció, y él esperó pacientemente mientras buscaba en el cuarto algo que leer. No encontró nada más que una revista de la Asociación contra el Cáncer que no le tentaba. Se quedó sentado, absorto en sus propios pensamientos. En lugares como ese, nunca lograba evadirse de los recuerdos de una época en que él mismo andaba, sin reposo, por largos pasillos mientras el cuerpo de Elise era objeto de pruebas, análisis, tratamientos y radiaciones, y se iba debilitando cada vez más. Era sobre todo el olor y el sonido de voces atenuadas. Sejer se encontraba en otro lugar cuando la enfermera apareció inesperadamente por la puerta.
– Esto es todo lo que he encontrado -dijo, alcanzándole un informe de ingreso resumido en una sola página.
– Pero ¿y qué pasa con el informe de la autopsia? -preguntó Sejer.
– No estaba.
– Pero podrá seguir buscándolo, ¿no? Es muy importante.
– En ese caso tendría que ser el domingo que viene, si es que tengo un rato. Por ahora, esto es lo único que he encontrado.
– Gracias -dijo él humildemente-. ¿Puedo llevármelo?
Ella le dio un formulario y él firmó en la línea indicada.
– ¿Tiene dos minutos mientras lo leo? -le rogó-. Supongo que habrá bastantes términos que no entienda.
La enfermera cogió la hoja y leyó en voz alta:
– Ingresa cadáver el dieciocho de enero a las 16.45. Fracturas visibles en brazo y mandíbula. Considerable pérdida de sangre.
– ¡Perdone! -interrumpió Sejer-. «Considerable pérdida de sangre.» ¿No se cayó por una escalera?
– Yo no estaba aquí, tenía diez años entonces -contestó la enfermera, cortante. Pero, de nuevo, le venció la curiosidad-. ¿Así que se cayó por una escalera?
– Eso es lo que me han dicho. Su hijo estaba presente cuando ocurrió -explicó Sejer-. Pero solo tenía ocho años.
– Está bien -dijo la enfermera, insegura-. Pero no puedo ayudarle con eso mientras no tenga el informe de la autopsia.
Volvió a leer la hoja.
– Sí -dijo por fin-, es extraño. Tuvo una fuerte hemorragia que por sí sola le habría causado la muerte. Pero no sé lo que han aducido como causa de muerte.
– ¿Tanto puede uno destrozarse al caerse por una escalera?
– Bastante -contestó-. Sobre todo una persona mayor.
– Pero ella no lo era -objetó señalando la hoja-. Elsi Johrma, nacida en mil novecientos cincuenta, lo que quiere decir que tendría aproximadamente treinta años cuando murió. ¿No es así?
– ¿Y no puede usted encontrar a su hijo, el que fue testigo de su muerte?
– Pues sí -dijo Sejer pensativo-. Lo estamos buscando.
Se levantó y le dio las gracias. Al salir, se quedó un instante fuera, con la mirada clavada en el Instituto Anatómico Forense. En algún sitio, allí dentro, se encontraba Halldis. Se dirigió hacia la entrada, sin saber muy bien a qué iba. Era demasiado pronto para empezar a hurgar y preguntar, probablemente pasaría una semana o dos hasta que le tocara el turno a Halldis. Se identificó en la recepción y pudo entrar sin problemas en el resto del edificio. Como había pensado, encontró a Snorrason en una de las salas de autopsia. Estaba de espaldas a la puerta, poniéndose unos guantes de látex. Sobre la mesa había un paquete no muy grande. No más grande que un perro, pensó Sejer. La posibilidad de que fuera un bebé le hizo fruncir el ceño.
El forense se volvió y levantó una ceja.
– ¿Konrad?
– ¿Quién hay ahí? -preguntó Sejer, señalando con la cabeza el paquete blanco.
Snorrason lo miró fijamente.
– No es Halldis Horn, pero supongo que ya lo habías adivinado. Yo, por mi parte, me pregunto qué quieres a una hora tan poco cristiana.
Sejer sonrió avergonzado.
– Ya sé que no puedes haber hecho aún gran cosa, pero vine por aquí a arreglar unos asuntos y se me ha ocurrido hacerte una breve visita.
– Ya.
– Solo para verla. No por otra cosa. Para formarme algunas ideas.
– ¿Con la esperanza de que te hable?
– Algo así.
Snorrason volvió a quitarse los guantes.
– Pues no creo que te diga gran cosa.
– Ya. Solo quería verla un momento. Yo mismo puedo decir un par de palabras en caso de que el silencio se vuelva demasiado embarazoso.
– Lo que quieres es que esté a tu lado, pensando en voz alta. Eso es lo que esperas, te conozco bien. Aunque ya sabes que no hay nada que me guste menos.
– Solo un rápido vistazo.
– ¿No la viste en el lugar del crimen? ¿Y no tenéis unas fotos muy buenas?
– Sí, pero eso fue ayer.
Snorrason desistió por fin. Sejer lo siguió hasta el ascensor y bajó con él a las profundidades del sótano, hasta la sala de refrigeración donde se encontraba Halldis. Buscó el número del cajón y lo sacó del todo.
– Aquí tiene usted, señor -dijo retirando la sábana.
No era un bonito espectáculo. El ojo intacto estaba negro como la brea. Donde debería haber estado el otro, la azada había penetrado tan adentro que había partido en dos la nariz, y las hemorragias internas habían producido un color violeta oscuro en la frente y en las sienes.