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– Ocho centímetros y medio de ancho. Catorce de profundidad. Exactamente la anchura y la longitud de la hoja -dijo Snorrason escuetamente-. Una insignificante lesión en el antebrazo derecho al intentar esquivarla, la hoja apenas la rozó. Un claro hematoma en el tejido conjuntivo del ojo derecho como consecuencia de la fractura de los huesos del cráneo.

Sejer se obligó a sí mismo a acercarse más al rostro de la muerta.

– ¿Puedes decir algo del ángulo?

– Una de dos -contestó Snorrason luchando contra sus principios-. Ya estaba tumbada en el suelo cuando le alcanzó la azada o estaba de pie y levantó la cabeza asustada al ver llegar la hoja. Como puedes observar, le entró en la cavidad ocular justo por debajo de la ceja y luego penetró hacia el interior de la cabeza.

– Sucedió deprisa e inesperadamente, ¿verdad?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -contestó Snorrason, en un intento repentino de ponerse desagradable-. Por lo demás, no hay ninguna señal externa de que opusiera resistencia. Su ropa está intacta y, como recordarás, incluso llevaba puestos los zuecos cuando la encontraron. De manera que tendrás razón. Aunque me extraña. Al haber sido asesinada con su propia herramienta, supongo que no sería algo planeado. El asesino echaría mano de lo que tuviera a su alcance en un estado de pánico, una tremenda ira, un tremendo miedo o una mezcla de todo. Según las estadísticas -prosiguió- se trata de un asesinato poco frecuente. Y clarísimamente de un asesinato cometido en un estado de gran agitación. Tenéis huellas dactilares, ¿no?

– Sí -contestó Sejer-. Encontramos algunas dentro de la casa. Y dos huellas insignificantes en la azada. Es una suerte para nosotros que viviera sola. Eso limita bastante el número de personas que hayan podido tocar sus cosas.

– ¿Satisfecho?

– Sí, muchas gracias.

Snorrason volvió a cubrir el cuerpo con la sábana y empujó el cajón de Halldis hacia dentro.

– Ya sabrás de mí…

Sejer volvió a la Comisaría. Notaba cómo Sara Struel se le iba metiendo en la conciencia, alejando esa cara destrozada que acababa de ver. La piel tersa con vello claro. Los ojos oscuros con círculos claros junto a la pupila.

Todos esos años en soledad. Pero si yo he querido estar solo, pensó. ¿Por qué quiero ahora algo distinto?

Volvió a pensar en Elsi Johrma. ¿Por qué perdió el equilibrio en la escalera? Tuvo que haber alguna causa, algo que le hizo tambalearse. Se cayó por la escalera de su propia casa, una escalera que tendría que conocer muy bien y que habría subido y bajado muchísimas veces. Tal vez corriera o hubiera agua en algún escalón. En cualquier caso habría una razón, de la misma manera que habría una razón para que las lesiones le provocaran la muerte cuando, o al menos así lo creía él, podrían haber provocado una conmoción cerebral o una simple fractura de muñeca. Cuando me haga viejo, pensó de repente, me pondré a estudiar todos los casos criminales no resueltos que aún se encuentran en la Comisaría. Trabajaré en ellos sin la presión del tiempo, sin la eterna presión de la prensa y de Holthemann, bajo mis propias condiciones. Mientras esté cobrando la pensión, convertiré el trabajo en mi hobby, con mi perro Kollberg calentándome los pies, bebiendo whisky y fumándome un cigarrillo. ¡Qué placer!

Fue igual que en las Sagradas Escrituras, cuando el mar se dividió en dos. Todas esas personas ajetreadas, vestidas de blanco, se retiraron al ver a Skarre junto a la puerta abierta. Miró dentro de la enorme cocina, hacia el punto que le señalaba el cocinero. Allí, ese que está junto al fregaplatos. Ese es Kristoffer Mai.

Skarre solo podía verle la espalda, una espalda ancha, con el cuello corto y el pelo rojo e hirsuto. Era la única persona en la estancia que no se había percatado de la presencia del desconocido, estaba sacando del fregaplatos una bandeja con cuarenta copas humeantes. No reparó en el silencio que se impuso, no hasta que hubo dejado la bandeja. Entonces se volvió y miró a Skarre.

– ¿Kristoffer Mai?

El joven asintió con un gesto. Parecía buscar febrilmente en su cabeza una explicación a esa visita tan seria. Y entonces se acordó. La tía Halldis, claro. Volvió en sí y saludó con la cabeza mientras se secaba las manos y cerraba la máquina. Tenía perlas de sudor en la frente.

– ¿Podemos hablar en algún sitio?

– En la sala de descanso -contestó, y echó a andar hacia la puerta. Andaba con la vista baja porque tenía la sensación de que todo el mundo lo estaba mirando, y como hasta entonces siempre lo habían ignorado, la situación era tan inusual que no sabía cómo reaccionar ante ella.

La sala de descanso era larga y estrecha, y se sentaron en un rincón, de espaldas a la puerta. Skarre miró la cara joven y le sobrevino una repentina nostalgia. ¿A cuántas personas voy a conocer en mi vida, pensó, solo y únicamente por una muerte brutal y terrible? ¿Me va a seguir gustando este trabajo dentro de diez años? ¿Y cómo me va a afectar como persona el tener que estar siempre preguntando a gente inocente: Dónde estuviste ayer? ¿A qué hora llegaste a casa? ¿Cómo es tu situación económica?

Sacó su libreta de notas del bolsillo trasero.

– Hace mucho calor en tu lugar de trabajo -empezó a decir en tono amable, mirando de reojo la cabeza pelirroja.

– A mí me gusta -señaló Mai sonriendo-. Soy de Hammerfest. Allí siempre hace mucho frío.

Skarre ladeó la cabeza y sonrió.

– ¿Cuándo te enteraste de la muerte de tu tía abuela?

– Me llamó mi madre ayer, a las nueve de la noche.

– ¿Y qué te dijo?

Levantó la cabeza hacia el ventilador eléctrico del techo y suspiró profundamente.

– Que alguien entró en su casa para robarle el dinero, y que luego la mató a golpes y se largó.

– Fue con una azada -le corrigió Skarre.

– Eso da lo mismo -dijo el joven en voz baja-. Decían que tenía bastante dinero -prosiguió.

– ¿Sabes algo de eso?

– Tenía medio millón -contestó Mai-. Pero estaba en el banco.

– ¿Tú lo sabías?

– Claro que sí. Ella estaba muy orgullosa de su dinero.

– ¿Se lo contaste a alguien? -preguntó Skarre, mirándolo con insistencia.

– ¿A quién se refiere?

– A amigos, compañeros de trabajo, por ejemplo.

– Casi siempre estoy solo -dijo llanamente.

– Pero hablarás con alguien, supongo.

– Con el señor que me alquila la habitación, con nadie más.

Cambió de postura y lanzó una larga mirada a Skarre.

– Está usted aquí para descartar que yo tenga algo que ver con el caso, ¿verdad?

Skarre dejó la libreta a un lado y lo miró. Ni por un instante había pensado que ese joven pudiera ser un homicida que hubiera matado a su tía abuela para robarle el dinero. Pero claro, ellos lo sentían así. De repente, se preguntó cómo se sentiría él en una situación como esa. ¿Bastaba con saber que tu conciencia estaba blanca como la nieve? ¿O te generaría por dentro una especie de inquietud el saber que alguien había considerado esa posibilidad? Kristoffer Mai tenía los ojos verdes. Parecían culpables. Skarre se dio cuenta de que las personas con las que hablaba, a las que interrogaba y excluía del caso, siempre daban esa sensación. Quizá fuera porque en alguna ocasión se les había ocurrido la idea. Halldis tiene mucho dinero. Y aquí estoy yo, trajinando en esta enorme cocina con un sueldo miserable. ¿Y si…?

– La visitabas de vez en cuando, ¿verdad?

– Si tres veces al año se puede considerar de vez en cuando, sí.

– Supongo que son tres veces y no más.

Skarre intentó sonreír para suavizar la siguiente pregunta.

– ¿Hace mucho que la visitaste por última vez?

Mai miró por la ventana y se encogió de hombros.

– Puede que tres meses. Es poco y mucho, según se mire.