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– ¿Le enviaste una carta hace seis días?

– Sí, es verdad. Le prometía que iría a hacerle una visita y luego no fui.

Se movió intranquilo en la silla.

– Y en eso estoy pensando ahora, en que los últimos días de su vida se los pasó esperando a alguien que nunca llegó.

– ¿Y por qué no fuiste?

– Hubo varias bajas por enfermedad aquí en el trabajo, y tuve que hacer turnos extraordinarios.

– ¿La llamaste para decirle que tenías que aplazar tus planes?

– No, por desgracia no. Soy como la mayor parte de la gente -murmuró-. Solo me ocupo de mí mismo. Este asunto me ha hecho reflexionar sobre ello.

Skarre pensó en el sentimiento de culpabilidad que siempre se presentaba cuando alguien moría. Y si uno no tenía ninguna culpa real, se la inventaba.

– ¿Estás a gusto en este lugar?

Le parecía ridículo interrogar a uno de los pocos parientes que había tenido la mujer, y que encima la había visitado. Al mismo tiempo, no entendía esa aversión que de repente sentía hacia su trabajo, pues era el trabajo que él había elegido. Puede que esté estresado, pensó. Debe de ser un síntoma incipiente de que necesito vacaciones.

– ¿Cómo se llama la persona que te alquila la habitación? -preguntó-. Porque me has dicho que vives en una habitación alquilada, ¿no?

– Bueno, en realidad es un pequeño apartamento con entrada aparte y ducha propia. Dos mil quinientas coronas al mes. Está bien, y el dueño es amable. A veces hace crepes y llama a mi puerta para ofrecerme. Está bastante solo, tiene casi setenta años. Se lo digo para que comprenda que, aunque yo le hubiera contado lo del dinero, él nunca habría podido subir hasta allí a robarlo.

Skarre sonrió.

– Te comprendo. Tampoco es probable que vaya a verlo. Digamos que el hombre está descartado por su edad.

Al decir eso, se dio cuenta de que acababa de cometer un error. ¿Y si el hombre tenía treinta o cuarenta años? Puede que pasaran mucho tiempo juntos. Quizá tomaban alguna copa mientras charlaban de sus cosas. El joven del norte estaba solo, no había conseguido encontrar amigos, pero tenía una tía abuela en algún lugar del bosque que no era pobre. Pudo soltarlo durante un whisky doble. Medio millón. Y si…

– Pero tendrás que darme el nombre de todas formas -dijo Skarre.

Mai sacó la cartera del bolsillo de la chaqueta y se puso a buscar un justificante de una transferencia, que entregó a Skarre.

– El alquiler -dijo-. Aquí figura el nombre y la dirección. Supongo que tendrá que tomar nota.

Skarre abrió los ojos de par en par. Estuvo a punto de perder el aliento de puro asombro. Una dirección de la parte este de Oslo. Y el apellido era Rein. Thomas Rein.

– Perdona -dijo en voz baja-. Tengo que comprobar otro pequeño detalle. Así que vives en casa de un hombre llamado Rein. ¿Thomas Rein? ¿No será un poco más joven de lo que dices?

Mai lo miró extrañado y se puso en guardia. En su rostro se veía una mezcla de sinceridad y miedo.

– No tiene setenta -afirmó con firmeza-. Pero tiene un hijo que se llama Tommy, y el apartamento en el que vivo en realidad es de él. Me lo alquilan porque está de viaje. Solo podré quedarme hasta que vuelva.

– ¿Y dónde está ahora?

– No lo sé. Solo sé que está de viaje.

Skarre intentó tranquilizarse. Tomó a toda prisa un montón de notas en la libreta, mientras respiraba lo más tranquilamente que podía y se esforzaba por poner cara de póquer con esa facilidad con la que lo hacía su jefe.

– ¿A qué hora llegaste a trabajar ayer?

– A las doce en punto. Ahí dentro hay más de veinte tíos que pueden corroborarlo. Pero tengo entendido que el asesinato se cometió por la mañana temprano, así que me hubiera dado tiempo de hacerlo.

El tono de su voz era desafiante. Notó que el policía estaba en alerta máxima, e intentaba protegerse contra un peligro que no era capaz de ver.

– ¿Tienes coche?

– Un viejo Volkswagen.

– Bien -dijo Skarre-. ¿Te sentías unido a Halldis?

– En realidad, no.

– ¿Pero ibas a visitarla?

– Solo porque mi madre me daba la lata. ¿Sabe? Somos sus herederos. Pero las visitas que le hice resultaron muy agradables. Uno no piensa en esas cosas hasta después, ahora que ella ya no está.

– ¿De manera que nunca has conocido a ese Tommy Rein? -preguntó Skarre.

– No. ¿Es sospechoso o qué?

– En absoluto -dijo Skarre en tono cortante-. Solo era la penúltima pregunta de mi lista.

– ¿Pura rutina? -preguntó Mai.

– Algo así.

– ¿Y cuál es la última?

– Errki Peter Johrma. ¿Has oído hablar de él?

Kristoffer Mai se levantó y dejó la silla en su sitio. El flequillo pelirrojo le cayó sobre la frente cuando volvió a meterse la cartera en la chaqueta.

– No -dijo-. Nunca he oído hablar de él.

Errki se despertó. Se colocó de costado y se quedó mirando la pared. Seguía flotando, antes de concentrar sus pensamientos y reconocer la habitación en la que se encontraba. Había dormido profundamente. Entonces se acordó del revólver. Aunque no había usado un arma en su vida, sabía que requería bastante fuerza. Atravesó la habitación con el revólver en la mano, pasó por la cocina y entró en el cuarto de estar. Morgan dormía. Su pelo rizado estaba mojado, y el sudor le brillaba en la frente. Tal vez estaba realmente a punto de sufrir una septicemia. A él no le concernía, solo lo constataba. Tampoco se sentía culpable. El abalanzarse sobre él e hincarle los dientes en la nariz había resultado inevitable. Además, no le había pedido que se lo llevara. Había ido a la ciudad porque había tenido un terrible sueño que le sacudió el alma. Primero había intentado alejarse de él corriendo, y cuando se sintió seguro, se echó a dormir en un granero, con un saco debajo de la cabeza. Al despertarse, le picaba la cara y el cuello y se fue a la ciudad. Necesitaba ver que el mundo seguía allí, la gente, los coches, y entró en el banco porque había sombra y un tentador sofá junto a la ventana. No por ninguna otra cosa.

Se detuvo al lado del diván donde dormía Morgan y escondió el arma detrás. En su imaginación se vio apretando el gatillo y cómo la cabeza rubia sobre el diván verde reventaba como un melón, mientras su contenido se dispersaba en todas las direcciones. Y adiós Morgan en cuestión de un segundo, igual que aquel anciano, junto a la iglesia.

Morgan se retorcía gimiendo en voz baja. Luego abrió los ojos.

– Estás enfermo -constató Errki.

Morgan asintió, serio. De hecho, estaba muy enfermo. Notaba que la debilidad se le iba extendiendo por el cuerpo, que se iba hundiendo poco a poco. Ojalá hubiera podido entregarse a alguien dispuesto a cuidarle y mimarle, a responsabilizarse de él.

– ¿Quieres algo? -preguntó Errki en tono amable.

Morgan gimió.

– Tendría que ser una bala en la frente.

Errki sacó el revólver, se agachó y colocó el cañón justo entre los ojos de Morgan.

– Jaque mate -sonrió-. El rey ha muerto.

– ¿Qué estás mirando? -preguntó Skarre sacando la libreta del bolsillo mientras se sentaba enfrente de Sejer.

– Huellas de zapatos -murmuró-. Llevo un rato estudiándolas y tengo la extraña sensación de que hay algo que no encaja.

Las empujó hacia el otro lado de la mesa para que Skarre las viera. Este guardó pacientemente sus propios descubrimientos.

– Dime lo que ves -dijo.

Skarre miró las fotos.

– Siete huellas de zapatos, de las cuales tres, no, cuatro, resultan casi inútiles. Pero tres son bastante nítidas, con unos dibujos muy claros. Estrías -añadió- u ondas. Un zapato bastante grande. Cuarenta y tres, ¿no era así?

Sejer asintió con la cabeza.

– Continúa.

– ¿Hay algo más que ver?