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– Creo que sí.

Skarre las estudió de nuevo y descartó por fin una, quedándose con dos, las mismas que Sejer llevaba estudiando una eternidad.

– Ambas corresponden al pie derecho -dijo Skarre en voz baja-. Probablemente se trate de una zapatilla de deporte.

– Estoy de acuerdo.

– Una huella está más clara que la otra.

– Correcto.

– Y una de estas ondas -dijo señalando con el dedo- es discontinua. Tal vez un corte en la suela.

– Y no en la otra huella, ¿verdad que no? -preguntó Sejer, mirando atentamente a Skarre.

– Pero es el mismo zapato, ¿no? Los dos son del pie derecho.

– ¿Es el mismo?

– No sé dónde quieres ir a parar. Tal vez sea una piedra que se ha metido entre las estrías -añadió con diligencia-. Y produce esa mancha blanca en una de las ondas.

– Una piedra debajo del zapato que luego se cae, ¿es eso lo que quieres decir?

Continuó mirándolo atentamente.

– Sí, por ejemplo.

– U otro defecto en la goma. Además -señaló Sejer- una huella es más débil que la otra, como si esta suela estuviera más gastada.

– ¿Qué estás insinuando? -preguntó Skarre desconfiado.

– Estoy insinuando que podría tratarse de dos.

– ¿Dos homicidas?

– Sí.

– ¿Y los dos con zapatillas de deportes?

– Es el tipo de calzado que usa la gente, sobre todo los jóvenes.

– Entonces no creo que se trate de Errki -dijo despacio-. Él siempre va solo.

– Tu salto en paracaídas está cada vez más cerca -dijo Sejer con aire malicioso-. Pensaba sugerirte que saltáramos desde una altura de cinco mil pies. Así tendrás una buena experiencia.

Skarre notó que una oleada de miedo le atravesaba el pecho. Inhaló un poco más de oxígeno que de costumbre para recobrar el pulso.

– El peor momento es cuando se abre la puerta del avión -dijo Sejer sonriente-, el bramido del viento y el aire frío. Te sorprenderá el frío que hace a cinco mil pies de altura.

– Tengo algo que contarte -dijo Skarre para desviar la atención.

Abrió la libreta y señaló. Sejer leyó con el entrecejo fruncido e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– ¿Lo encontraste?

– Según Mai, Tommy está de viaje. Dice que no sabe dónde. Fui a la casa, pero el padre no estaba, y un vecino aseguró que estaría fuera todo el fin de semana.

– Entonces volveremos a intentarlo el domingo por la tarde. Puede que haya algo por ahí. Ah, por cierto, tal vez deberías hacerte primero un seguro. Seguros Dúo. Te daré el número de teléfono.

– ¡Es curioso que el hijo esté de viaje, y que cuando voy a visitar al padre, él también esté fuera!

– Puede que tenga una cabaña para los fines de semana. Por cierto, ¿tienes un traje de esquí o algo así? Porque no necesitas comprar un traje de salto solo para una vez. Pero las botas son importantes. En la farmacia puedes comprar vendajes de apoyo, también son una especie de seguro.

Sejer se reclinó en el sillón con una sonrisa abierta y amable.

– ¿Sabes que en el pub El Escudo del Rey tienen cincuenta clases diferentes de cerveza? -dijo Skarre con veneno-. No cierran hasta las dos de la madrugada. Si empezamos sobre las ocho, nos daría tiempo para bastante. Reservaré una mesa con fácil acceso a los lavabos.

– La presión del viento es tan grande que si abres la boca durante la caída libre, no consigues volver a cerrarla. Se tuerce hacia atrás y te hace parecer un besugo.

– Y ese whisky que tanto te gusta, Famous Grouse, lo tienen ahí, ya he preguntado.

– Tú concéntrate en el salto. Esto no es lo que pensábamos. Alguien buscaba el dinero. El que Tommy Rein haya desaparecido de la faz de la tierra puede tener sus razones. Y quizá trabaja con algún amigo.

– Lo habrían hecho de noche. No temprano por la mañana. Además, habrían ido en coche para luego poder desaparecer volando.

Se levantó y puso la mano sobre el pomo de la puerta.

– No te olvides de llenar la nevera de cerveza. Es lo único que sirve para el día siguiente.

No oyó que llamaban a la puerta. De repente allí estaba Sara, con una bolsa en la mano. Había ido a casa a cambiarse de ropa. A su casa y a la de Gerhard, pensó él.

Sara avanzó unos pasos y se detuvo delante de la mesa de Sejer. Al hombre le costó ocultar la sorpresa y las emociones que lo sobresaltaron. Sara Struel lo miró. El inspector parecía diferente, cogido por sorpresa. Era obvio que se estaba esforzando por recapacitar y recobrar el control.

– ¿En qué puedo ayudarla? -tartamudeó.

– Aún no lo sé -contestó ella, sonriendo.

Se hizo el silencio. Los círculos de los ojos de Sara bailaban. Él sonrió con cara de borrego.

– ¿No va a preguntarme por qué estoy aquí? -dijo ella, sin dejar de sonreír.

Te vas con Gerhard de vacaciones a Israel, y necesitas un pasaporte nuevo, y como la oficina de pasaportes está en la planta baja, puedes matar dos pájaros de un tiro.

– ¿No tiene curiosidad por saberlo?

Lo que tengo es miedo.

– En este momento está usted tan desamparado como el sapo -dijo Sara-. He venido porque quería verlo.

Pronto ya no sabré distinguir entre sueño y realidad, pensó él.

– Tengo mucha sed -dijo ladeando la cabeza-. ¿No tendría algo de beber?

Sejer se levantó como sonámbulo y fue a buscar algo de beber.

Tal vez Gerhard sea violento. Y ella quiere ahora salir de la situación.

– Perdone -dijo Sara en voz baja-. Lo he dejado algo turbado. Pero a mí me gusta decir las cosas como son.

– Sí, claro -dijo él serio, como si ella fuera un testigo que acabara de descubrir algo importante y él se encargara del asunto.

– Entiendo que otros puedan sentir de otra manera. Pero somos adultos, ¿no?

– Pues sí, es lógico.

Sejer se bebió el vaso de agua con gas de un trago y clavó la mirada en la mesa. En el protector del escritorio vio el mapa del continente africano arrasado por las guerras. También su interior estaba arrasado. Se sintió tan inflamable como un barril de petróleo. Una pequeña chispa lo incendiaría. Por ejemplo, si la mano de ella llegara a tocar la de él, que reposaba sobre la mesa, suave y fina, a treinta centímetros de la suya.

– No he pretendido asustarlo -sonrió Sara con clemencia, dándole golpecitos en la mano.

– ¿Asustarme? -dijo él, aturdido.

– Solo he dicho que tenía ganas de volver a verlo. Nada más.

– Agradecemos toda la ayuda que puedan prestarnos -dijo él torpemente.

Era evidente que ella acababa de recordar algo importante para el caso.

– Voy a ayudarle un poco -dijo, mirándole a los ojos-. Contésteme a una sola cosa.

Él asintió amablemente con la cabeza, aferrándose al vaso.

– ¿Se alegra de verme?

Konrad Sejer, inspector jefe de la brigada criminal, ochenta y tres kilos de peso, y uno noventa y seis de estatura, se levantó de la silla. No había pensado que fuera posible. Fue hacia la ventana y se puso a mirar el río y los barcos.

Mis defensas, pensó, se derrumban. El camino hasta la mismísima alma está abierto. No tengo dónde esconderme.

– Tengo tiempo de sobra -dijo ella en voz baja-. Estoy esperando la respuesta.

¿Pongo algo en marcha si contesto? Contrólate, hombre. No vas a confesar un homicidio. Solo vas a contestar que sí.

Se volvió despacio y se encontró con la mirada de Sara.

La información facilitada por los ciudadanos empezaba a llegar a la Comisaría. Errki había sido visto en cuatro lugares dispersos en un área tan extensa que era imposible que hubiera estado en tantos sitios tan distantes en tan poco tiempo. Una joven con un cochecito de niño se había encontrado con él en la carretera nacional 285, recordaba su camiseta. A la misma hora, una mujer en una gasolinera Shell en las afueras de Oslo lo había tenido de cliente. Había llegado y se había marchado a pie. El conductor de un camión había cruzado la frontera de Suecia con él de pasajero. Por desgracia, esto último fue lo único que llegó a oídos de Kannick Snellingen. Fue Palte quien se lo dijo. Va camino de Suecia, lo acaban de decir ahora mismo en la radio. Piensa en ese pobre conductor, Kannick. ¡No tiene ni idea de lo que lleva en el coche!