¿Asustado él? ¡Qué va! Kannick había perdido dos flechas en el bosque. Dos flechas de carbono Green Eagle con plumas auténticas, a ciento veinte coronas la flecha. Estaba impaciente por subir a buscarlas. Allá arriba había animales que podrían pisarlas, y quizá empezara a llover, entonces desaparecerían en la tierra sin dejar rastro. Recordaba muy bien dónde estaba cuando soltó las dos flechas y podía seguirlas en su mente por los matorrales hasta el punto más o menos donde habían aterrizado. La idea era ir a buscarlas enseguida, pero el tiempo pasaba, y su excursión aún no había sido aprobada por la dirección. Por eso les dio la espalda. Estaba sentado en su habitación, mirando el patio. Dejó escapar un largo y profundo eructo y le subió el sabor a puerro y nabo del guiso que habían tomado para comer. Hoy no habría excursión para ir a bañarse, y Margunn estaba siempre liada con papeles y cosas así. Su arco estaba en el despacho de la mujer, dentro del gran armario metálico donde guardaba lo poco que poseían de valor. Karsten tenía una cámara fotográfica, Philip un cuchillo de caza que solo le permitían usar en compañía de un adulto. El armario estaba cerrado, pero la llave estaba en un cajón del escritorio, en una cajita de plástico, con otras llaves importantes. Todo el mundo lo sabía.
Miró con añoranza hacia el bosque y descubrió varias cornejas grandes volando por el aire y alguna que otra gaviota, de las que se ponían las botas en el vertedero que estaba a menos de un kilómetro de allí. Vio también la espalda de Karsten, que estaba junto al horno de quemar hojas secas, agachado sobre la bicicleta, intentando fijar un portabotellas a la barra. La abrazadera era demasiado holgada y estaba metiendo un trozo de caucho para ajustarla. Se secaba constantemente la frente y tenía grasa y suciedad por toda la cara. Inga estaba a su lado, mirando. Era la más alta de todos en la Colina de los Muchachos, incluso más alta que Richard, flaca como una muñeca Barbie y hermosa como una Virgen. Karsten intentaba concentrarse, pero no resultaba fácil. E Inga se lo estaba pasando bien, era obvio.
La ventaja, pensó Kannick, de estar en la Colina de los Muchachos era que no podía ir a peor. Al menos no a mucho peor. Si se escapaba o infringía las reglas, simplemente volvían a enviarlo a casa, a la Colina de los Muchachos. Nadie podía enviarle a ningún sitio jodido por ahí, pues seguía por debajo de la mayoría de edad penal, y las famosas prisiones de Ullersmo o Ila quedaban lejos. Solo pertenecían a un posible futuro por el cual no se interesaba mucho, pero sobre el que los adultos hablaban constantemente. ¿Qué va a ser de ti en el futuro, Kannick? No hablaban del aquí y del ahora, de esa casa tan fea con todas sus reglas, de tener que compartir habitación con Philip y escuchar sus jadeos noche tras noche, de tener que fregar y pasar el aspirador por el cuarto de la tele, y de soportar las regañinas de Margunn.
De repente, se alejó de la ventana y abrió la puerta del pasillo. A lo lejos oyó la voz de Margunn y el agua corriendo, lo que significaba que la mujer estaba lavando y Simon estaría charlando a su lado como solía hacer. En ese caso, se encontraban en el cuarto de lavar, situado en la primera planta, al lado de las duchas. Y el despacho, donde estaba encerrado su arco, se encontraba en la otra punta de la casa. Kannick estaba gordo, pero eso no significaba que no fuera rápido. Salió disparado de la habitación y bajó de puntillas. Optó por la escalera exterior, que en realidad era una escalera de incendios, pero que siempre estaba abierta porque ponía en las instrucciones que tenía que estarlo. Ya habían tenido un incendio dos veces debido a que a Jaffa le interesaban muchísimo los uniformes de los bomberos. La escalera crujía. Repartió su enorme peso con mucho cuidado al bajar por los estrechos escalones y se acercó a hurtadillas hasta la puerta del despacho de Margunn. Por un instante, tuvo miedo de que la hubiera cerrado. Pero la filosofía de Margunn era que sus chicos no tuvieran la constante experiencia de encontrarse ante puertas cerradas. Entró y miró el armario. Tiró del cajón del escritorio con el dedo índice y encontró la caja de las llaves. Intentaba trabajar deprisa, pero sin hacer demasiado ruido. Abrió el pequeño candado. Allí estaba la maleta con el arco. Su Centra color burdeos con palas negras, su gran orgullo. Con el corazón latiéndole muy deprisa, sacó la maleta, cerró el armario, dejó la llave en su sitio y salió del despacho. Desde el pasillo bajó al sótano para salir por la parte de atrás. Nadie podría verlo desde la casa. A lo lejos escuchó la risa de Inga.
Conocía bien el gran bosque y tomó rápidamente un sendero por el que había andado cientos de veces. Sus pasos, ahora más pesados porque ya nadie podía oírlos, hicieron callar a los pájaros como si presintieran esa terrible arma que el chico llevaba en la maleta. Kannick se mantuvo en el sendero que subía por el oeste de la granja de Halldis. No quiso acercarse demasiado. La imagen de la mujer muerta era demasiado incómoda, y sabía que, si volvía a divisar la casa con la puerta y la losa de la escalera, todo le volvería con gran fuerza y espanto. Y además, las flechas no estaban allí. Había ido a buscarlas y, cuando las encontrara, intentaría matar solo una corneja o dos antes de volver a casa. Incluso podía intentar devolver el arco a su sitio antes de que Margunn descubriera que se lo había llevado. Ya lo había hecho otras veces.
A Kannick le hacía mucha gracia esa clase de personas a la que pertenecía Margunn, que siempre pensaba lo mejor de todos. Era para ella como una religión, algo a lo que se sentía moralmente obligada. Como aquella vez que él, Kannick, cambió un billete de mil coronas de la caja por uno de quinientas, y ella se negó a creer que alguno de ellos tuviera dinero suficiente para hacer tal maniobra. Por eso lo atribuyó a su mala memoria y a que «todos los billetes hoy en día se parecen muchísimo». Kannick seguía andando. Aunque estaba gordo, no estaba en mala forma, pero la respiración se volvió más entrecortada y sudaba mucho. Al andar, notaba cómo se iba sumergiendo lentamente en esa fantasía que tanto le gustaba, ese espacio secreto que nadie conocía en donde se olvidaba del tiempo y del lugar, los árboles que le rodeaban cambiaban de forma, convirtiéndose en un bosque exótico y, a lo lejos, sonaba el bramido de un río. Él era el gran jefe Jerónimo de las montañas del Amazonas. Le habían encargado procurarse dieciséis caballos con el fin de conseguir a la bella Alope como esposa. Tenía los ojos cerrados y solo los abría en breves instantes para no caerse.
El viento susurra Nimo, Nimo.
En la cama tenía quinientas cabelleras blancas. Acariciaba la maleta con una mano y pensó, como había pensado el gran jefe:
Todo tiene poder. Tócalo y te tocará.
Oyó a un perro ladrar de dolor a lo lejos. Por lo demás, había silencio.
Morgan notó que el sudor empezaba a chorrearle por el pelo. El cañón del revólver temblaba delante de él. Seguramente no estaba despierto. Tal vez se trataba de una reacción a esa infección que se le estaba extendiendo por todo el cuerpo, proporcionándole esas visiones, fantasías febriles.
Miró a Errki y pensó en lo terrible que era tener siempre esas visiones, amenazas de muerte, destrucción y castigo, espantosos fantasmas, año tras año.
– Estoy enfermo -gimió-. Creo que voy a vomitar.
Había estado mucho tiempo durmiendo. La luz de fuera era distinta y las sombras se habían alargado. Errki se dio cuenta de que la piel de Morgan había adquirido un matiz amarillento. Bajó el revólver.