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– Vomita lo que quieras -dijo-. De todas formas, este suelo está muy sucio.

– ¿Dónde coño has encontrado ese revólver? ¡Pero si lo tiraste al agua!

Morgan se esforzó por incorporarse para mirarlo más de cerca.

– Lo has tenido durante todo el tiempo, ¿verdad?

Se enrolló como una bola para convertirse en un blanco más pequeño.

– ¿Y por qué no lo usaste con la vieja? ¡En la radio dijeron que la mataste a golpes!

Errki notó una repentina cólera subirle por las mejillas. Volvió a levantar el revólver.

– Pégame un tiro. ¡Me importa un carajo! -gritó Morgan.

Era extraño. En ese momento supo que era verdad, ya no tenía ganas de seguir participando.

– Tendrás que ir a que te vea un médico -dijo Errki meditabundo.

El revólver tembló. Si disparara ahora, seguramente alcanzaría cualquier cosa, el estómago de Morgan o el diván verde.

– ¿Y desde cuándo te preocupas por mí? ¿Crees que puedes engañarme? ¿Crees que alguien escucha lo que dice un chiflado como tú? ¿Eh? No tengo fuerzas ni para bajar a la carretera principal. Estoy muy enfermo. Me siento mareado. Sudor frío. Eso es señal de shock, ¿no?

Se tumbó y cerró los ojos. Ese loco podría llegar a usar el arma. Esperó el tiro, inmóvil, había leído que no dolía mucho cuando te pegaban un tiro, solo una fuerte sacudida del cuerpo, eso era todo.

Errki miró la nariz de Morgan. Estaba hinchándose y había adquirido un feo color azulado. Se pasó la lengua por los dientes y evocó el sabor a piel y grasa en el paladar, seguido de un empalagoso sabor a sangre.

Morgan seguía esperando. No llegó ningún disparo.

– Joder -gimió-. Vaya lío que has armado. Voy a morir de septicemia.

Errki dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo.

– Verteré una lágrima por ti.

– ¡Ni de coña!

– No eres más que un huevo en manos de un niño.

– ¡Deja de decir chorradas de loco!

Morgan estaba participando en una tragicomedia, estaba seguro de ello. Nada de todo lo que había sucedido ese día era real.

– ¿No ves que se ha infectado? Tengo escalofríos.

– Si quieres, puedes llamar a tu mamá -prosiguió Errki-. No me chivaré a nadie.

Morgan resopló miserablemente.

– Llama tú a la tuya.

– Ha muerto -dijo Errki muy serio.

– Sí, me lo imagino. Supongo que también te la cargaste a ella.

Errki quiso contestar inmediatamente. Las palabras estaban listas sobre la lengua, queriendo salir. Se puso rígido.

– ¿Me dejas tu chaqueta? -murmuró Morgan-. Joder, tengo mucho frío.

Miró a Errki.

– ¿Ya ti qué te pasa? Tienes una expresión muy rara.

– Ella perdió el equilibrio en la escalera.

Errki tensó todos los músculos y se aferró al revólver. Era muy fácil, no eran más que palabras, pero en ese momento las palabras le traicionaron, salieron por su cuenta sin que tuviera tiempo de pensar primero.

De repente se derrumbó sobre el suelo. El revólver patinó hacia la pared, oyó el pequeño estallido al llegar a ella, luego se dobló, como si tuviera espasmos, mientras intentaba frenar con las manos. Todo le salió a chorros. Notó el olor a su propio interior, carne podrida, residuos, veneno y hiel. Pequeñas ampollas brillantes que se reventaban, el gorgoteo de órganos blandos que se apretaban y vaciaban, aire y gas haciendo unos sonidos extrañísimos. Se movía desesperado por el suelo, nadando en su propia miseria.

– ¿Te estás poniendo malo? -preguntó Morgan asustado-. No te pongas malo. Tienes que ir a buscar ayuda. Prefiero pasar algún tiempo en chirona a morir del tétanos en esta casa de mierda. Sabes el camino. ¡Ve a buscar ayuda, coño, para que podamos salir de aquí!

De Errki no salió respuesta alguna. Gemía y daba tumbos por el suelo con tanta fuerza que los zapatos golpeaban la tarima. Sonaba como si alguien le estuviera pegando, como si tirasen de él y le dieran violentos empujones. Al cabo de un rato, empezó a toser y a carraspear, o tal vez estuviera vomitando, o regurgitando, o las dos cosas. Morgan se estremeció. ¡Dios, qué casa de locos! Algo de esa habitación los había envenenado a los dos. Una maldición, tal vez, en las grietas de los troncos, que lentamente comenzó a salir en el momento en que los dos entraron en ella. Le parecía que había pasado una eternidad desde que estuvo en el banco apuntando con el revólver. ¡Ya tendrían que haber enviado a gente a buscarlos, tendrían que haber encontrado el coche! Tendrían que haber comprendido que estaban en el bosque. Qué putada haberlo cubierto con la lona. Por fin se hizo el silencio en el suelo. Errki estaba intentando recobrar el aliento. Morgan miró de reojo el revólver.

– Joder, ha tenido que ser duro -dijo Morgan en voz baja-. ¿Qué te pasa?

Errki empezó a recoger su cuerpo, trozo por trozo. A Morgan le parecía que estaba buscando algo que había perdido. El pelo negro le caía sobre los ojos. Recordaba a un ciego moviéndose a tientas.

– ¿Tienes visiones? -preguntó Morgan, inseguro-. ¿Podrías ir a buscarme el whisky?

Errki logró incorporarse. Se quedó sentado, inclinado hacia delante, agarrándose el estómago con los ojos cerrados. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso como un muelle de acero. La baba le caía por la barbilla.

– No seas pesado -murmuró.

– No quiero ser pesado, pero tengo un frío del carajo. Podrías dejarme tu chaqueta. ¿Queda algo de whisky? ¿Podrías ir a buscarlo luego, cuando haya acabado tu… ataque?

– Te he dicho que no seas pesado.

Se oyó un suave crujido de los pantalones de poliéster cuando por fin se levantó. Cruzó el cuarto, encogido como un vejestorio, aún con las manos en el estómago. Primero cogió el revólver, luego se metió en la alcoba. La chaqueta estaba sobre la cama, colocada de almohada. La cogió mientras se sujetaba el estómago con la otra mano. Luego volvió lentamente a la sala. La botella estaba al lado de la radio, sin tapón. La levantó y dio un gran sorbo mientras contemplaba la laguna. Su cuerpo necesitaba tiempo para tranquilizarse. Esta vez había reventado sin previo aviso. La vida que le esperaba no tenía buena pinta. Miró la oscura superficie del agua. Ni una ondulación. El agua estaba muerta. Todo estaba muerto. Nadie te quiere para nada. Solo quieren lo que puedas dar. Morgan quiere la chaqueta y el whisky. ¿Tienes algo que dar, Errki?

Estaba de pie, con la chaqueta en la mano, bebiendo whisky. Podía poner la chaqueta sobre Morgan. Un gesto amable. La cuestión era si haría algún efecto. ¿Haría que la vida mereciera ser vivida?

– ¡No te lo bebas todo!

Errki se encogió de hombros.

– Pero si solo tienes un problema moderado con el alcohol -dijo distante.

– El dolor de la nariz me mata.

– Robar juntos es un placer. Morir juntos es una fiesta -dijo Errki, alcanzándole la botella. Morgan bebió hasta que se le saltaron las lágrimas. Cuando por fin dejó la botella en el suelo, tuvo que jadear por falta de aire. Encogió las rodillas y se tumbó de lado, como si quisiera hacerle sitio a Errki para que se sentara en el extremo del diván. O se sentaba, o pegaba tiros. Pero ya no se sentía amenazado y no entendía por qué.

Errki dudó. Vio el espacio libre en el diván y comprendió que era para él. Vacilante, puso la chaqueta sobre los hombros de Morgan. Un coro de risas subía desde el Sótano y le zumbaba en los oídos.

– ¡Calla! -gritó irritado.

– No he dicho ni una palabra -dijo Morgan-. ¿Qué dicen esas voces tuyas? Háblame de ellas, de cómo son. Así, al menos me moriré siendo más sabio.

El whisky le quemaba en el estómago y se sentía mejor.

– ¿Por qué las escuchas? ¿No comprendes que no están ahí? He oído decir que los locos saben que están locos. Pero eso no lo entiendo. Oigo voces, dicen. Joder, y yo también, a veces. Voces interiores, en la imaginación. Pero sé que no es más que eso, imaginación, y jamás se me ocurriría hacer lo que me dicen.