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– ¿Excepto cuando te piden que atraques un banco? -preguntó Errki con ironía.

– Ah, no, eso fue por decisión propia.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro?

– Reconozco mi propia voz cuando la oigo.

Errki seguía mirando el espacio libre sobre el diván. Morgan lo observaba con curiosidad.

– Háblame de ellas. ¿Puedes ver qué aspecto tienen? ¿Tienen colmillos y escamas verdes? ¿Dicen alguna vez algo agradable? No dejes que te traten así. Para ser sincero, creí que iban a matarte. Quizá yo podría hablar con ellas. ¿Escucharían a alguien ajeno? -preguntó, y se rió entre dientes.

– Se suele decir que a los perros y a los niños locos hay que mandarlos con el vecino.

Se incorporó con gran esfuerzo y se quedó sentado cerca de Errki. Levantó la mano y le dio tres golpecitos en la frente.

– ¡Escuchad, los que estáis ahí dentro! ¡Tenéis que dejar de aterrorizar al chico de esa manera! Está agotado. Buscad otro coco que atormentar. ¡Ya está bien!

Errki parpadeó, inseguro. Morgan estaba hablando en serio, luego se rió.

– ¿Hay más de uno? ¿Toda una pandilla?

– Varios. Dos.

– ¿Dos contra uno? Joder, qué cobardes. Dile a uno de ellos que se largue y luego arreglas las cosas con el jefe, de hombre a hombre.

Errki se rió, una risa entrecortada.

– Al Abrigo no hay que hacerle caso. Siempre está echado en un rincón, temblando.

– ¿El Abrigo? -preguntó Morgan, mirándolo sorprendido. Estaba empezando a entender en serio la envergadura de la locura de ese hombre.

– Estaba colgado en una percha de la entrada.

El tiempo cambió repentinamente de dirección. Todo lo que había ocurrido volvió a la mente de Errki. Entremedias vio caras y manos, ceños fruncidos, espaldas hostiles, seda y terciopelo, bobinas de hilo de muchos colores. Fue hacia atrás a toda prisa por un camino lleno de baches con la cuneta verde; ya se estaba acercando a la casa. La puerta de la calle. La estrecha entrada. La escalera que subía. Él sentado en el escalón más alto. La había hecho su padre con tablas de pino. La madera estaba llena de ojos estrechos que miraban, que siempre lo observaban.

– Estaba allí colgado. El abrigo de mi padre. No contenía nada, solo aire. Aleteaba un poco por la corriente del desván. Una vez se puso del revés, justo cuando ella se iba tambaleando por la escalera, y puso en movimiento el aire.

– ¿Tambaleando?

Morgan lo miró con curiosidad.

– Mi madre. Se tropezó en la escalera. Yo la empujé.

– ¿Por qué? ¿La odiabas? -preguntó Morgan bajando la voz.

– Dije a todo el mundo que yo la empujé.

– ¿Pero no lo hiciste? ¿O no estás seguro? ¿Entonces por qué lo dijiste?

Errki veía delante de él las imágenes, difusas sobre los bastos troncos de la pared. Levantó la mano y señaló. Morgan giró la cabeza instintivamente para seguirle la mirada. No veía más que la madera sucia. Errki se quedó callado.

– Oye -dijo Morgan, incorporándose-, sería la monda si tus voces pudieran hablar con las de los demás pacientes del manicomio en lugar de contigo. Así podrían regañar entre ellas y dejaros a vosotros en paz. Joder, a veces soy un genio. ¿Sabes cómo librarte de ellas? La estrategia de siempre. Enemistar a las unas con otras, así se aniquilarán al final entre ellas. ¡Dame la botella!

Errki cogió la botella del suelo y se quedó con ella en la mano.

– ¡Dámela! ¡Quiero más! -gritó alargando la mano para cogerla.

Errki se resistió.

– El que está en guerra contra la fuente muere de sed -dijo en tono solemne. Luego soltó la botella.

Morgan dio dos tragos.

– ¿Por qué se cayó tu madre por la escalera? Háblame de ello. Venga, cuéntaselo al tío Morgan. Conoces eso, ¿no? Háblame de ello, hijo, y todo se arreglará.

Se rió entre dientes por lo bajo. Estaba bastante borracho.

Las manos de Errki palparon torpemente las perneras del pantalón negro. Puso una mano sobre el revólver y notó cómo se calmaba. Su mano encajaba en el arma como si de un guante se tratara. Eso significaba algo, tenía algún sentido.

– Ella cosía para la gente.

– ¿Era modista?

– Vestidos de seda de novia, trajes de caballero y trajes de chaqueta para las señoras. También venían clientes con ropa vieja para que ella la deshiciera y la reformara. Eso es lo que estaba haciendo aquel día. Estaba deshaciendo un traje viejo.

– Tómate un trago -interrumpió Morgan-. Cuesta volver sobre viejos recuerdos.

Errki dio un trago. En el Sótano había silencio. El polvo se había posado, todo estaba gris. Por un instante de locura pensó que tal vez hubieran desaparecido. En el silencio, su voz se volvió clara como el cristal. Su propia voz. Las palabras no estaban planificadas de antemano, se iban formando poco a poco y, cuando dudaba de algunas, emergían nuevas exigiendo salir. Una palabra daba lugar a otra, y él no tenía fuerzas para detenerlas.

– Estaba jugando en la escalera -dijo en voz baja-. Tenía ocho años.

No estabas jugando. Estabas poniendo una trampa. No cambies la realidad, nosotros estábamos allí y lo vimos todo. El Abrigo lo vio, estaba colgado en la entrada.

Errki gimió. Su ira iba creciendo cada vez más. ¿O era la desesperación? ¿Cómo podía estar allí sentado con la boca abierta vertiendo basura? Enfermedad, muerte y miseria; babosas, gusanos y sapos. Hizo un gesto encolerizado con la cabeza. Morgan escuchaba. Errki sintió que escuchaba de una manera completamente física, piel contra piel, y él no aguantaba que lo tocaran. Ni siquiera Sara y su ola. En la mente, oía la hermosa arpa que siempre acompañaba a su voz.

– ¿Por qué en la escalera?

Morgan seguía bebiendo. Por el momento, no tenía más planes que emborracharse como una cuba. Una meta a muy corto plazo, pero también muy agradable.

– Quiero decir que hay muy poco espacio en una escalera.

– La escalera -dijo Errki con pesadumbre-. El desván. La lámpara de la entrada estaba encendida. Oía el ruido de la máquina de coser, como un reloj. Yo jugaba en la escalera porque quería estar cerca de ella.

– Ya está montado el escenario -señaló Morgan-. El drama puede empezar. La lámpara está encendida, la máquina de coser está en marcha, el pequeño Errki tiene ocho años.

– Había encontrado un viejo sedal en el sótano y había montado un teleférico que iba desde el escalón de arriba del todo, antes del desván, hasta la planta baja.

Morgan se quedó embobado.

– ¿Colgaste un jodido sedal?

– Había hecho agujeros en viejas cajas de cerillas para convertirlas en vagones, que llenaba de almendras y pasas, y las mandaba abajo por el sedal. Ella solo había bajado dos escalones cuando sonó el teléfono. Gritó: ¿Lo coges tú, Errki? No quise, estaba jugando. Acababa de llenar un vagón de almendras y estaba esperando en la escalera. Entonces ella apareció en la puerta, dio un paso, se le enganchó un pie en el sedal y cayó de cabeza escaleras abajo. Siempre era muy silenciosa, pero entonces hizo mucho ruido. Cayó dando golpes contra los escalones, como si alguien hubiera tirado un mueble por la escalera.

Morgan se había quedado mudo. Sus ojos brillaban como los de un niño que está escuchando cuentos terribles.

– Yo estaba sentado en el tercer escalón, junto a la pared. Ella bajó dando vueltas y no paró hasta llegar al suelo.

– ¿Se desnucó? -susurró Morgan-. Joder, qué raro eres. De repente eres completamente normal y hablas bien. ¿Por qué de pronto estás tan normal?

Fue como si Errki se despertara, lo miró y dijo:

– Primero me regañan porque estoy loco. Y ahora tengo que defenderme porque soy normal. Claro que soy normal. ¿Tú eres normal? Atracas bancos, y tu nariz está a punto de pudrirse.