En ese instante, el vidrio estalló. No tintineó con un sonido frágil, como se había imaginado, sino que reventó con un estampido, y llovieron cristales en la habitación. Morgan se estremeció y notó un golpe de miedo en el corazón. Errki seguía sentado en el suelo. Levantó la cabeza y miró a su alrededor. Al principio parecía sonámbulo, pero luego se quedó pensativo.
– Hay algo que no encaja -dijo, dirigiéndose hacia la puerta.
– ¿Algo que no encaja? ¿Cómo coño conseguiste hacerlo?
Morgan estaba como enloquecido.
– ¿Adónde vas? -preguntó.
– Voy afuera a comprobar una cosa -contestó Errki.
Kannick bajó el arco. Estaba a unos treinta metros de distancia, observando la ventana vacía. Dar en el blanco no era ninguna hazaña, pero apuntar a ese cristal centelleante y transparente se convirtió en un reto, y le gustó el sonido producido por la flecha en el momento de penetrar el vidrio. En su imaginación, acababa de perforar el globo ocular del general Crook. Se acercó más y miró la casa abandonada y vacía y, de alguna manera, encogida en el sol crepuscular. Sabía que encontraría la flecha dentro de la casa, vibrando todavía en una pared. Miró a su alrededor en busca de otro blanco, pues aún le quedaba otra flecha en el carcaj, y se estaba haciendo tarde. La bronca que le esperaba en casa no le preocupaba. Como sabía lo que iba a pasar, ya que lo había vivido muchas veces antes, no le daba miedo. Era tristemente previsible, nada más. Los adultos no tenían mucha imaginación. Tal vez Margunn buscara otro lugar donde esconder la llave del armario. Peor que eso no sería. Además, se alegraría de que Kannick volviera con las flechas. Y ya encontraría él el nuevo escondite de las llaves. Eso sería todo. Miró la vieja casa, la madera gris, la losa plana delante de la puerta, las ventanas vacías. Había estado dentro varias veces y revisado todos los armarios, incluso había dormido sobre un viejo diván, en la sala. Miró la puerta. En la madera había manchas oscuras y decidió apuntar a una de ellas.
Él era el jefe Jerónimo. La puerta era un soldado mejicano, y la mancha negra, su corazón. El enemigo, los que violaban y mataban a las mujeres y niños de la tribu. Los odiaba desde el fondo de su corazón de jefe indio.
Esta vez quiso tirar con la rodilla hincada en la tierra, como solían hacer los jefes. Era un reto mayor. Se arrodilló y sacó la última flecha del carcaj. Tenía dos plumas amarillas y una pluma timonera roja. Colocó el culatín en la cuerda y enderezó la espalda. Por el visor, comprobó que el arco estaba estabilizado. Vio las manchas oscuras y apuntó a una, más o menos en medio de la puerta, un poco a la izquierda de donde en algún momento hubo un pomo. Tensó el arco. Notó cómo el anclaje se le colocaba debajo de la barbilla y la cuerda reposaba justo por encima de la punta de su nariz.
The Apaches will always be!
Solo un pequeño ajuste y ya tuvo la mancha en medio del visor.
Desde la distancia, notó que algo estaba sucediendo. La puerta se abrió y apareció una figura oscura, pero el cerebro ya había dado la orden y soltado el dedo. Quiso bajar el arco, sin embargo, no pudo evitar que la flecha saliera disparada a una velocidad de más de cien metros por segundo.
No se oyó ningún sonido cuando alcanzó el blanco. Errki se quedó perplejo en la losa, delante de la puerta, y una minúscula sacudida recorrió su cuerpo. Kannick vio las plumas amarillas sobresalir de la tela negra del pantalón. Errki parecía sorprendido, pero no abrió la boca. Levantó vacilante la mano para sacar la flecha. En ese instante descubrió a Kannick, el chico gordo.
Reconoció los pantalones cortados y el cuerpo hinchado. Entonces comprendió lo que llevaba en la maleta, esa maleta que el chico no había soltado cuando salió corriendo por el camino con los ojos enloquecidos: un arco. Ahora lo había bajado, el brillo del sol lo hacía parecer rojo, y la flecha que acababa de tirar salía de su muslo derecho. No dolía. Errki se sujetó los pantalones y apretó los dientes. La flecha salió con facilidad y al momento notó algo que se aflojó, como una pinza tensa que de repente deja de apretar. El chico dio la vuelta y se alejó corriendo.
Errki hizo algo que no había hecho desde hacía muchos años: salió corriendo tras él. La sangre cálida empezó a correrle lentamente por el muslo. Kannick se estaba quedando sin aliento, pero no dejaba escapar ni un sonido de su boca mientras corría. Al cabo de un rato, soltó el arco, aunque siempre había pensado que jamás lo haría. Le estorbaba. ¡Y esa figura negra, que correspondía a Errki Johrma, lo perseguía! Al darse cuenta de la gravedad de la situación, las fuerzas lo abandonaron, y se quedó vacío en un instante. Perdió la concentración, empezó a tropezar con ramas y matorrales, y pensó que si se caía en ese momento, ya no le quedaría ninguna esperanza. Corría para salvar su vida, porque quería volver a casa, a la Colina de los Muchachos, a casa, a Margunn y todos los demás, a la vida cotidiana y segura en la fea casa, a Philip, que jadeaba en la cama vecina, a casa, a Christian, al sueño de ganar a todos en el Campeonato de Noruega, a casa, donde le esperaba la cena y el pan crujiente y casero, al televisor de pantalla borrosa y a la ropa de cama limpia cada quince días. De repente, la vida le pareció un tesoro, algo por lo que merecía la pena luchar, y una sensación vertiginosa y completamente nueva para él.
Entonces tropezó y cayó de bruces, con la frente en la hierba. No se resignó, siguió luchando, tenía que encontrar algo con que defenderse para poder matar a su perseguidor antes de que el perseguidor lo matara a él. Buscó un palo, pero no había más que ramas secas, ni siquiera una piedra que pudiera lanzarle. Agotado, veía desaparecer la vida, veía cómo se esfumaba ante sus ojos. Se resignó. Se enrolló como una pelota y se quedó tumbado. Kannick no había pensado jamás que fuera a morir tan joven. Empleó sus últimos restos de fuerzas en prepararse. Los pasos de Errki se acercaban. Por fin se detuvieron junto a él. Ese hombre estaba loco. No se comportaría como lo hubiera hecho otro. Eso era lo peor, el no saber lo que le esperaba. Todas las historias que había oído sobre Errki le pasaron por la mente.
– El que teme al lobo no debe andar por el bosque -susurró Errki.
Kannick oyó la voz baja del otro. Permaneció rígido en el suelo, ya estaba casi muerto. No se podía decir más. Y sin embargo, volvió un poco la cabeza y vio la pernera del pantalón negro de Errki, de una anchura impresionante en la parte baja. Al parecer, la herida no le preocupaba. Otra señal más de que el tío estaba loco. Seguramente no sentía dolor, ni su propio dolor, ni mucho menos el ajeno. Era insensible. Estar loco, pensó Kannick, tiene que ser lo mismo que ser insensible a todo lo que te rodea.
– Levántate.
La voz no era amenazadora. Tenía un matiz de asombro. Kannick se levantó a duras penas, con la cabeza agachada. Pronto le daría una bofetada e intentaría frenarla con la frente y la sien. Para Kannick lo peor era una bofetada en esa mejilla tan carnosa. El estallido resultaba muy humillante. Pero no ocurrió nada.