– Adentro -dijo Errki escuetamente.
El hecho de que no levantara la voz resultó amenazador para el niño. Así hablaban los sádicos, a los que les gustaba atormentar y torturar. Su voz era clara y calmada, no encajaba con el resto del cuerpo y, visto de cerca, Errki era verdaderamente siniestro. Sobre todo los ojos, a los que Kannick no se atrevió a mirar, aplazándolo todo lo que pudo porque pensaba que, si los miraba, sería su perdición.
Así que se había escondido en esa vieja casa y allí había permanecido todo el tiempo. No iba camino de Suecia, como habían dicho en la radio. Entrar en esa vieja casa en compañía de Errki era como entrar en el Reino de los Muertos. Así lo sentía. Desde dentro se oirían aún menos sus gritos de socorro. Se puso a temblar. Pensó que, a pesar de todo, le estaba llegando el castigo por todo lo que había hecho.
Si no te comportas, Kannick, no sé lo que pasará contigo en el futuro.
Ese futuro que nunca le había preocupado, no solo estaba a punto de llegarle, sino que incluso estaba a punto de desaparecer. Tal vez moriría con dolor. Lo único que Kannick temía era el dolor físico. Su cuerpo temblaba de tal manera que la grasa se movía. Ojalá se desmayara y desapareciera, sumergiéndose lentamente en el suelo del bosque, cualquier cosa con tal de escapar a ese sueño negro en el que se encontraba. Pero no tenía por dónde desaparecer y no se desmayó. Errki esperaba paciente. Era porque estaba seguro de ganar, ya que el chico no tenía la más mínima posibilidad de escapar.
Entonces descubrió el revólver. En medio de la desesperación se le ocurrió una idea, una idea de un alma casi moribunda, la idea de que una bala en la cabeza lo salvaría de tormentos y torturas. Esa era la última esperanza de Kannick. Empezó a caminar despacio por la hierba. No entendía cómo le obedecían los pies, andaban contra su voluntad hacia la casa, adonde no quería ir, hacia el fin. Errki lo seguía. Se había metido el revólver en el cinturón de la gran águila, mientras se tapaba la herida con la mano. Sangraba mucho, pero con un vendaje podría cortarse la hemorragia.
– Tienes miedo -dijo Errki.
Kannick se paró, intentando comprender lo que quería decir el loco. Tal vez se trataba de un elemento de la tortura, el hacer que se sintiera seguro para, a continuación, asestarle el golpe de gracia y alegrarse de su pavor, cuando Kannick se diera cuenta de que iba a morir de todos modos. Estaba tan absorto en sus pensamientos que seguía parado en el sendero. Errki tuvo que darle un empujón. Se estremeció y gimió por lo bajo, pero el tiro no llegó. Echó a andar de nuevo, hasta que la casa se hizo visible entre los árboles. Tenía la sensación de haber corrido durante una eternidad, pero en realidad solo habían sido unos doscientos metros. Se pararon delante de la casa. Entonces Kannick recibió el segundo susto. Un hombre rubio estaba en la puerta.
Eran dos. ¡Uno que podía sujetarlo mientras el otro lo torturaba! De nuevo intentó desmayarse dejándose caer hacia delante, pero las rodillas aguantaron. Quiero morir aquí, pensó y cerró los ojos. Con la cabeza agachada, esperó el tiro. Errki le dio otro empujón y dijo:
– Es el que quiere que le llamen Morgan.
Morgan los miró con los ojos abiertos de par en par.
– Hola, Errki. ¿Has ido al carnicero a por manteca o qué?
Apoyado contra el marco de la puerta, miraba incrédulo la impresionante papada y los muslos del chico, que tenían el mismo diámetro que la cintura de Errki.
Kannick le miró de reojo la nariz.
– Me ha dado en el muslo.
– ¡Joder, Errki, estás sangrando como un cerdo!
– Te estoy diciendo que me ha dado.
Se agachó a recoger la flecha.
– Con esta.
Morgan la miró con curiosidad y acarició las plumas amarillas y rojas.
– Vaya. ¿Estás jugando a los indios? ¿También hay un vaquero ahí fuera?
Kannick sacudió enérgicamente la cabeza.
– Sssolo essstoy entrrrenando -tartamudeó.
– ¿Entrenando? ¿Para qué?
– Para el Campeonato de juniors de Noruega.
Llevaba un buen rato sin respirar. Las palabras le salieron como sollozos. Errki oyó un sonido a gaita, no del todo puro en el tono.
– Mételo.
Morgan retrocedió para hacerles sitio. Errki empujó a Kannick mientras pensaba en qué podía atarse alrededor del muslo para detener la hemorragia.
– Tengo que irme a casa -gimió Kannick, deteniéndose en seco.
– Siéntate en el diván -dijo Morgan con rudeza-. Primero tendremos que aclarar la situación. Tal vez puedas sernos útil.
Kannick no podía dejar de mirar boquiabierto la nariz de Morgan. Estaba peor que antes, la parte suelta colgaba peligrosamente, y el color recordaba a una patata podrida. También vio la botella de whisky en el suelo, la radio en el marco de la ventana y su flecha, que vibraba en la pared. El hombre del pelo rizado estaba borracho, lo que no le tranquilizó lo más mínimo. Se dejó caer en el diván y permaneció sentado con las manos entre las rodillas sin saber qué decir. Entonces le llegó la pregunta que había temido.
– ¿Alguien sabe dónde estás?
No, nadie lo sabía. No sabrían dónde buscar. Pero si Margunn tuviera la brillante idea de mirar en el armario, vería que el arco no estaba, y pensaría que Kannick estaba en el bosque. Pero el bosque era grande. Podría pasar una eternidad hasta que lo encontraran, y además, esperarían mucho tiempo antes de salir a buscarlo. Y en todo caso, Margunn al principio solo enviaría a Karsten y Philip. Y esos dos eran muy vagos, y encima, no conocían bien el bosque.
– ¡Contesta! -dijo Morgan con un hipo.
– No -susurró-. Nadie lo sabe.
– Incómodo, ¿verdad?
Kannick bajó la cabeza. Era peor que incómodo, era el final de todo.
– ¿No tendrás una cerveza fría?
Morgan se relamió los labios. En el momento de hacer la pregunta, le sobrevino una sed indescriptible.
Kannick se esperaba algo muy diferente.
– Tengo regaliz -murmuró.
– Vale. Dame regaliz. No me queda saliva en la boca.
Kannick se metió con mucho esfuerzo la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cajita de pastillas de regaliz. Morgan le arrebató la caja, estuvo un rato intentando despegar las pastillas, y por fin se metió tres en la boca.
– Permíteme presentarnos -dijo haciendo mucho ruido al masticar.
– Este es Errki. Está poseído por malos espíritus y siempre anda charlando con ellos. Yo me llamo Morgan, y me están buscando por un pequeño espectáculo que di esta mañana. Estamos aquí juntos, pasando la tarde. Este loco me ha destrozado la nariz -añadió-. Te lo digo para que sepas que es un tipo con quien no debes bromear.
Kannick asintió solemnemente con la cabeza.
– Y ahora tú. ¿Quién eres?
Yo soy el que quisiera llamarse Jerónimo. El que encuentra los senderos.
– Perdona, no te he oído.
– Kannick.
– ¿Se puede llamar alguien así?
– Se hace lo que se puede -contestó el chico, falto de aliento.
– Ja, ja. ¡El chico tiene sentido del humor!
Errki se había dejado caer al suelo, se había envuelto en la chaqueta de cuero y tenía el muslo apretado con las manos.
– Lo había visto antes -dijo en voz baja.
Morgan lo miró sorprendido.
– ¿Dónde?
– Abajo, en la granja de la vieja.
– ¿Cómo?
Morgan se volvió bruscamente.
– ¿Te vio? ¿Eres el chico que estaba jugando cerca? ¿Ese chico del que hablaron en la radio?
Kannick bajó la vista.
– Ay, ay, ay, esto es grave. ¡Joder, Errki! ¡Te vio! ¡Tendremos que quitárnoslo de encima!
De Kannick salió de repente un pitido, como cuando se pisa un juguete de goma. Sus largas pestañas temblaron de miedo.
– Habrás hablado con los maderos, ¿no?
Kannick no contestó.
– Bueno, a Errki no le importa. En ese sentido es bastante raro. En realidad, tenemos buenas intenciones. Lo que pasa es que nos estamos aburriendo. Estamos aquí esperando a que llegue la noche. Hablando de la noche -añadió Morgan-, es por la noche cuando Errki se vuelve loco de verdad. Le crecen los colmillos y las orejas se le ponen picudas. ¿A qué sí, Errki?