La mujer le fascinó. Emergía de la tierra de la misma manera que los pesados abetos y acompañada de un sonido de trombón solitario y majestuoso. Permaneció un buen rato devorando con los ojos esos hombros redondos y el vestido aleteante. La había visto antes, sabía que vivía sola. Rara vez hablaba y no escuchaba otra cosa que el viento o el grito de las urracas. Dio unos pasos y algunas ramas se rompieron. El sonido de la azada se hizo más fuerte. Clavó la mirada en las manos de la mujer, manos ásperas con dedos gruesos. La fuerza de la hoja a través de la hierba era tremenda y no tenía nada de femenino. Conforme andaba, ahora del todo en silencio, vio que la mujer se había percatado de algo vivo en las cercanías. Cuando las personas viven solas, desarrollan una sensibilidad hacia todo lo que les rodea. Alteró el ritmo, primero más lento, luego más rápido, como para rechazar la idea de que algo estaba a punto de suceder. Luego la mujer se detuvo y se incorporó. Y de repente lo vio. Su cuerpo se puso rígido, tenso como un arco, con el pecho ondulante. Una cuerda de miedo vibraba entre los dos. Las manos agarraron con más fuerza la azada. Por un instante, abrió enormemente los ojos, luego se volvieron estrechos y duros. No había muchas cosas en este mundo a las que esa mujer tuviera miedo, pero en ese momento se sintió insegura.
Errki se detuvo en seco. Quería que ella siguiera trabajando. Lo único que quería era contemplar a esa mujer mientras ejecutaba su sencilla tarea, seguir su ritmo y el trasero meciéndose. Pero Halldis tuvo miedo. Errki reconoció las claras señales que emitía la mujer y se quedó parado, rígido, con los puños apretados, incapaz de moverse. La mirada de ella lo alcanzó como una lluvia de flechas.
El sol continuaba subiendo, quemando sin piedad a personas, animales y bosques resecos. El agente de policía rural, Gurvin, estaba sentado solo, absorto en sus pensamientos. Se desabrochó un botón de la camisa y se sopló el pecho. El sudor le chorreaba. Luego intentó levantarse el flequillo de la frente, pero no lo logró. Desistió e intentó bajar el ritmo cardíaco pensando intensamente en algo. Había oído decir que los viejos indios lo hacían, pero a él la profunda meditación solo le hizo sudar más. En ese instante oyó a alguien fuera, arrastrando los pies. La puerta se abrió y un chico gordo de unos doce años entró jadeando vacilante. En la mano llevaba una caja plana y gris, parecida a una maleta, pero con una forma inusual. Tal vez contuviera un instrumento musical. Un arpa, por ejemplo. Aunque el chico no tiene pinta de arpista, pensó Gurvin. Lo estudió con la mirada. El chico era muy gordo, con las piernas y los brazos tiesos, saliéndole del cuerpo como si alguien lo hubiera hinchado con gas y estuviera a punto de elevarse. Pelo castaño, ralo y grasiento, pegado a la cabeza en rayas finas. Iba descalzo, llevaba unos vaqueros descoloridos, con las perneras cortadas, y una camiseta llena de manchas. Tenía la boca medio abierta por la alteración.
– ¿Y bien?
El agente Gurvin empujó los papeles hacia un lado. No tenía mucho trabajo esos días, y una visita era de agradecer. Le fascinaba esa increíble visión que tenía delante.
– ¿Puedo ayudarte en algo, chico?
El chico se acercó a la mesa. Seguía jadeando y tenía en el pecho algo que necesitaba sacar a toda prisa. Gurvin pensó en el hurto de una bicicleta. Los ojos del chico brillaban y temblaban tanto que el hombre, sin querer, se puso a pensar en un suflé en el horno, justo antes de desmoronarse.
– ¡Halldis Horn está muerta!
La voz era una mezcla entre la clara del niño y la grave del futuro hombre. Sonaba como un fuerte catarro que debiera ser tratado. Empezó en tono grave, pero al llegar a la palabra «muerta», se hizo más aguda.
El agente había dejado de sonreír. Miró extrañado a la criatura que tenía delante; dudaba haber oído lo que creía haber oído. Pestañeó mientras se alisaba el pelo de la nuca.
– ¿Qué has dicho?
– Halldis está muerta. ¡Está justo delante de su puerta!
Recordaba a un valiente soldado que regresa al campamento para dar la terrible noticia de que toda la tropa ha caído en la batalla. Sacudido en el alma, aunque conservando una especie de dignidad forzada, acababa de completar su misión ante el alto mando.
– ¡Siéntate, chico! -dijo el agente con autoridad, señalando un sillón, pero el chico permaneció de pie.
– ¿Te refieres a la mujer de la pequeña granja de Finnemarka?
– Sí.
– ¿Vienes de allí ahora?
– Pasé por allí. Está tumbada en la entrada.
– ¿Estás seguro de que está muerta?
– Sí.
– ¿La examinaste?
El chico lo miró, incrédulo, como si la sola idea le hiciera casi desmayarse. Negó con la cabeza, y el movimiento hizo que su enorme cuerpo se bamboleara.
– ¿No la tocaste?
– No.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que está muerta?
– Estoy seguro -jadeó el chico.
El agente se sacó el bolígrafo del bolsillo de la camisa e hizo una anotación.
– ¿Me dices tu nombre?
– Snellingen. Kannick Snellingen.
El agente pestañeó. El nombre era tan raro como el propio chico, le pegaba ese nombre. Lo anotó en la libreta, y no mostró con ningún gesto lo que opinaba acerca de la elección de nombres por parte de algunos padres.
– ¿Entonces Kannick es tu nombre de pila? ¿No es un apodo? ¿Una abreviatura de Karl Henrik, o algo así?
– No, me llamo Kannick. Con ck.
El agente escribió con bonitos trazos y un gesto elegante.
– Perdóname que dude -dijo con cortesía-. Es un nombre poco usual. ¿Edad?
– Doce.
– ¿Y dices que Halldis Horn está muerta?
El chico asintió con la cabeza. Aún respiraba con dificultad y movía intranquilo sus pies desnudos. Tenía la maleta a su lado, en el suelo. Estaba llena de pegatinas. Gurvin se fijó en un corazón, una manzana y un par de nombres para él desconocidos.
– ¿No estarás de guasa, verdad?
– ¡No estoy de guasa!
– De todas formas, voy a llamarla antes, para ver si contesta -dijo Gurvin.
– Llama si quieres. ¡No contestará!
– Siéntate mientras tanto -repitió el hombre, señalándole por segunda vez el sillón, pero el chico permaneció de pie. Gurvin pensó que tal vez el pobre no lograra volver a levantarse si metía el trasero en el sillón. Encontró el número en la guía, a nombre de Thorvald Horn. El teléfono sonó repetidas veces. Halldis era una mujer mayor, pero bastante ágil todavía. Para asegurarse, lo dejó sonar mucho rato. Hacía un tiempo espléndido, quizá estuviera fuera de la casa y tardara en entrar a coger el teléfono. El chico lo seguía con la mirada, pasándose la lengua por los labios una y otra vez. Gurvin vio, a través del flequillo ralo, que tenía la frente, donde no le había dado el sol, más blanca que las mejillas. Su camiseta era demasiado corta y un trozo de la enorme tripa le sobresalía por encima del pantalón corto.
– Ya te lo he dicho -dijo, jadeante-. ¿Puedo marcharme ya?
– No, lo lamento -respondió el agente, colgando el auricular-. No contesta. Tengo que saber más o menos a qué hora pasaste por su granja. He de incluir esas cosas en el informe. Podrían ser importantes.