Errki no contestó. Miró de reojo a Kannick. El miedo hacía brillar sus ojos en la cara carnosa. El chico se mordía el labio inferior sin cesar, y el color había abandonado hacía mucho sus mejillas.
– Oye -dijo Morgan-. ¿No te habrás traído bocadillo y termo? Estamos a punto de morir de hambre.
– Tengo chocolate en la maleta, pero seguro que se ha derretido.
Errki reaccionó al instante. Se levantó y agitó los dedos.
– ¡Ve a por esa maleta!
– Quieto -dijo Morgan en voz baja-. Ve tú, si no, se nos escapa. ¡Y tienes que compartirlo conmigo!
Errki salió cojeando. Se puso a buscar la maleta. Daba vueltas sin ton ni son entre los matorrales, mientras se sujetaba la herida. Al final la encontró, y más arriba estaba el arco. Lo arrastró todo hasta la casa y abrió la maleta. Dentro había más flechas, y muchas cosas para él desconocidas. Y chocolate de las marcas Mars y Snickers. Le temblaron los dedos al cogerlo. Luego entró despacio en la casa con una barrita en cada mano. Snickers y Mars, Snickers y Mars, chocolate semiderretido. Una con cacahuetes y caramelo, la otra con toffe. El papel crujía. Entró en la habitación, sopesándolas en la mano. Las dos eran buenas, la Snickers le gustaba mucho, pero Mars siempre había sido su favorita, resultaba imposible elegir, y solo tenía derecho a una. Morgan se le acercó de un salto y agarró la Snickers.
– Esta es para mí. Tú puedes quedarte con la Mars. El gordo puede tomarse un whisky a cambio.
Kannick miró de reojo la botella en el alféizar de la ventana. Nunca había rechazado un poco de cerveza. Emborracharse no estaba mal si no ocurría demasiado deprisa. Pero no toleraba el whisky. Negó con la cabeza. Los dos estaban muy ocupados en comerse el chocolate, se relamían y masticaban ruidosamente como dos niños. En medio de la desesperación, le entraron ganas de reír, pero no le salió más que un pobre sollozo.
– No te haremos nada -dijo Errki, con una extraña sonrisa.
– No hemos discutido aún sobre ese tema -señaló Morgan, tragando el chocolate.
– No tiene nada de lo que nosotros queremos, excepto chocolate.
– Tal vez el Mantecas pueda ayudarnos -dijo Morgan.
– Todo se irá al infierno de todos modos. Con o sin Jannick.
– Kannick -corrigió el chico.
Morgan se limpió la boca con el dorso de la mano.
– Supongo que querrás volver con tu mamá.
– Pues no.
– ¿Ah, no? ¿Y adónde quieres ir?
– A la Colina de los Muchachos.
La voz había adquirido un tono rebelde, como si hubiese recobrado la esperanza de que no lo matarían.
El que comieran chocolate con tanto ardor los hacía mucho más humanos.
– ¿Y eso qué es?
– Un reformatorio -murmuró.
Morgan se rió entre dientes.
– Pero joder, aquí somos todos de la misma panda. ¿Y tú qué has hecho en tu corta vida para acabar en un sitio así? Aparte de comer demasiado.
– Eso es por un trastorno de mi metabolismo -dijo Kannick.
– Eso decía también mi madre cuando estaba hecha una foca. Tómate un whisky y verás cómo se te acelera el metabolismo.
– No, gracias -susurró Kannick.
Pensaba en Margunn. Intentó imaginarse lo que estaría haciendo en ese momento, las veces que habría mirado el reloj. Pasaría un rato hasta que empezara a preocuparse. Kannick solía quedarse fuera hasta tarde. Probablemente, Margunn no empezara a preocuparse de verdad hasta que se hiciera de noche, ella sabía que él nunca se olvidaría de la cena a las ocho, de modo que a esa hora empezaría a mirar por la ventana y dejaría pasar una hora más antes de enviar a Karsten y Philip a buscarlo. ¡Y todo lo que podía ocurrir! ¡Quedaba aún mucho para la llegada de la noche, una eternidad, él solo con dos chiflados borrachos, y uno de ellos con un revólver! La desesperación le hizo mirar de reojo la botella de whisky. Morgan se dio cuenta.
– Sírvete. Aquí no se lleva la modestia.
Y Kannick bebió. Era su única posibilidad de huir. El primer sorbo le produjo una explosión interna, que empezó arriba y luego se abrió camino hacia el estómago con un ardor intenso. Jadeó y se secó algunas lágrimas.
– Otros tres o cuatro tragos -dijo en tono amable Morgan, que estaba sentado en el suelo, chupándose los dedos-. La sensación de bienestar llega poco a poco. Cuéntanos por qué estás en un reformatorio.
– No lo sé -contestó Kannick un poco cortante, de lo cual se arrepintió enseguida. Tal vez lo había ofendido.
– ¿Así que no tienes ni idea de por qué los adultos te han metido allí? No está mal. ¿Tú crees que yo echo la culpa a mi madre por ser un atracador de bancos? ¿Y crees que Errki echa la culpa a la suya de estar mal de la cabeza?
Kannick lanzó una mirada a Morgan. ¿Atracador de bancos?
– Lee el texto de su camiseta. Supongo que echa la culpa a «los otros».
Morgan levantó las cejas.
– ¿Estás vacilando o qué? ¡Errki, defiéndete, joder!
– ¿Me han atacado? -preguntó Errki con sencillez. Estaba sacándose una piedra de la suela de la zapatilla de deportes. Luego quitó el cordón para atárselo alrededor del muslo. Seguía sangrando. Kannick se retorció sobre el diván, necesitaba toda la anchura para él. Estaba esparcido como un flan y, cada vez que se movía, los muelles crujían. Morgan se sintió de repente mareado y aturdido. ¿Qué estaban haciendo realmente? ¿Cuánto tiempo iban a quedarse allí sentados? Por alguna razón, no soportaba la idea de quedarse solo. No aguantaba la idea de que los encontraran y los enviaran a cada uno a un sitio, de que Errki desapareciera y nunca volviera a verlo. Morgan no tenía a nadie más. Esa habitación calurosa y sucia, la borrachera del whisky, la voz baja y agradable de Errki, y ese chico gordo mirando al suelo… no quería que se terminara. Solo pensarlo le hacía perder el aliento. Aturdido, cogió la botella.
– Raíz, tallo y hoja -murmuró.
Kannick comprendió que los dos estaban completamente chiflados. Quizá se hubieran fugado juntos del manicomio. Dos bombas de relojería. Más valía estarse quieto.
Respiró lo más ligero que pudo. Errki se había alejado y estaba sentado con la espalda apoyada contra el viejo armario destrozado. Todo estaba tranquilo. Los tambores y las gaitas por fin se habían callado. Descansaba con las manos sobre el revólver.
Un leñador giró su Massey Ferguson rojo y cruzó por delante del mirador. Se dirigía al pequeño camino forestal para aparcar y entonces descubrió asombrado la lona verde. A continuación apagó el motor y salió del coche.
Apartó la tela verde y lisa del techo del coche y miró adentro. Vacío. Excepto un frasco con tapón de rosca en el suelo del asiento delantero. Abrió la puerta, cogió el frasco y leyó lo que ponía en la etiqueta. Trilafón, 25 miligramos, mañana, mediodía y noche. Recetado a un tal Errki Johrma por la doctora S. Struel. Un coche blanco y pequeño abandonado. Abierto. Recordó haber oído algo de un atraco esa mañana, lo habían dicho en las noticias. El coche era un Renault Megane. Volvió al tractor, dio la vuelta y regresó a casa.
Menos de una hora más tarde, llegaron dos coches al lugar. Cinco hombres y tres perros bajaron de él. Los tres pastores alemanes gruñían y ladraban excitados. Primero salió Sharif, un macho de cinco años que tenía erizados el pelo, las orejas y todos los sentidos. Luego Nero, un poco más claro y ligero, e igual de intranquilo que Sharif. Tiraba de la correa y quería ponerse en marcha ya. El tercero tenía el pelo más largo y movimientos más lentos. Con ocho años, ya se encontraba peligrosamente cerca de la jubilación. Se llamaba Zeb, y su amo, Ellmann. Cada vez que salían a patrullar, Ellmann pensaba que tal vez sería la última. Bajó la vista y miró la oscura cabeza del perro. El tiempo se le estaba agotando. No sabía si quería volver a empezar con uno nuevo. Le parecía que después de Zeb, cualquier otro animal sería un retroceso.