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El punto de partida era malo: un bosque seco del que se había evaporado toda la humedad, y que, por consiguiente, no conservaba las huellas mucho tiempo.

Sharif se lanzó dentro del coche abandonado. Olfateó el asiento delantero y el suelo de fieltro bajo las alfombrillas de goma. Luego se pasó al otro asiento. No paraba de mover el rabo. Después salió del coche y se puso a olfatear la tierra seca, sin dejar de mover el rabo. Fue hacia el sendero. Los otros perros lo siguieron. El procedimiento se repitió. Los hombres miraron hacia el tupido bosque y luego se hicieron un gesto con la cabeza. Los perros los seguían atentos con la mirada, esperando la palabra mágica, la palabra clave.

Los hombres iban armados. Esa dura pesadez del cinturón proporcionaba seguridad y miedo a la vez. La misión tenía mucha emoción. Con cosas como esa habían soñado cuando eran jóvenes policías y solicitaron entrar en guías caninos. Los tres eran hombres adultos, si tener entre treinta y cuarenta es ser adulto, como solía comentar Sejer secamente, aunque con humor. Habían buscado muchas cosas a lo largo de sus años de servicio y también habían encontrado mucho. Les encantaba ese silencio del bosque, la incógnita, la colaboración con los perros, el sonido del jadeo de los animales, de ramas que se partían, de hojas que crujían, y el zumbido de miles de insectos. Todos los sentidos en alerta, la mirada siempre clavada en el suelo para captar cada detalle, alguna colilla, una rama rota, restos de una hoguera… Había que estudiar a los perros, fijarse en si movían el rabo enérgicamente o si, de repente, lo bajaban y todo se detenía. A la vez, esperaban noticias de la Comisaría que dijeran que habían encontrado a esos dos tipos en otro sitio, que el atracador había vuelto a atracar, que habían encontrado sano y salvo al rehén o que estaba tirado en una cuneta, con el cráneo destrozado. Todo era posible. Lo de no saber era lo que les estimulaba, el que ningún día se pareciera a otro. Encontrar a alguien colgado de un árbol o sentado, apoyado en un tronco, agotado, feliz de que por fin lo hubieran encontrado, o muerto por una sobredosis. Y luego el desahogo. La tensión que desaparecía. Pero esto de hoy era distinto. Dos individuos huyendo, seguramente desesperados.

¡Busca!

¡La palabra mágica! Los perros reaccionaron al instante. Unos segundos más tarde, estaban dando vueltas justo en el punto donde nacía el sendero. Se pusieron en camino a toda prisa, absortos en su única misión: seguir el olor encontrado en el coche. Ellmann susurró: «No cabe duda. Los perros están sobre una pista».

Los demás asintieron conformes. Con sus impresionantes músculos, los perros los condujeron hacia arriba. Todos iban sueltos. Sharif encabezaba el grupo. Los hombres los seguían jadeando, los monos les daban mucho calor. Los perros iban siempre juntos. Habían bebido hasta saciarse antes de iniciar la marcha y tenían una resistencia que los hombres solo podían envidiar. Los policías estaban muy entrenados debido al trabajo con los perros. Año tras año, un entrenamiento durísimo. Pero ese maldito calor los dejaba sin fuerzas. ¿Hasta dónde podrían haber llegado los dos hombres?

El bosque estaba como muerto, pedía agua a gritos. Llevaban mapas y podían ver la dirección en la que iban los senderos, dónde estaban los viejos asentamientos. Uno de los hombres se puso a buscar un chicle en el bolsillo, a la vez que seguía a Nero con la mirada. El hocico del perro rastreaba sin cesar, siempre en la misma dirección. Alguna que otra vez daba una pequeña vuelta, como si quisiera regresar al punto de partida. Pero luego continuaba. Sharif seguía delante. La cabeza y parte del lomo eran negros, el pelo brillaba bajo el sol crepuscular. El rabo tenía una franja dorada y las patas eran anchas y fuertes. Para esos hombres no había nada más hermoso que un pastor alemán bien cuidado. Era el perro, ese era el aspecto que debía tener un perro. Al cabo de quince minutos cambiaron y dejaron que Zeb fuera delante. Inmediatamente, a los perros se les despertó el instinto competidor y se concentraron otra vez, aunque empezaron a dudar y dejaron de mover los rabos, ya no olfateaban con tanta diligencia. Nero y Sharif no sabían si avanzar o retroceder. Los hombres fueron pacientes. Aprovecharon la ocasión para descansar un poco tras la laboriosa subida. Se encontraban en lo alto de una colina, desde donde podían ver la carretera principal y la barrera.

– Estoy seguro de que hicieron una pausa aquí -dijo Sejer en voz baja.

Los demás estuvieron de acuerdo. Desde aquí echarían un vistazo a la barrera y a la patrulla, y luego seguirían, ¿pero en qué dirección?

– Aquí hay una colilla.

Skarre la recogió.

– Un cigarrillo liado. Papel Big Ben. -La metió en una bolsa de plástico y se la guardó en el bolsillo. Siguió buscando, pero no encontró nada más.

– Dejemos a Zeb que continúe, y a los otros los ponemos a dar vueltas -sugirió Ellmann.

Nero y Sharif empezaron a rastrear a ambos lados del sendero en un diámetro de unos cincuenta metros y Zeb seguía avanzando en línea recta, pero las señales eran difusas. El perro ya no se mostraba tan interesado, a veces se detenía y parecía poco concentrado. Miraron hacia atrás. Seguro que no habían ido a la granja de la víctima, pero puede que se hubieran dirigido a los viejos asentamientos. Era bastante probable que con ese calor hubieran entrado a descansar en una de las viejas granjas de verano. En ese caso, los perros encontrarían más huellas allí que en ese terreno seco.

El bosque estaba muy tranquilo, no como en el otoño, con la caza y la recogida de bayas. Además, hacía demasiado calor para ir de excursión si uno no estaba obligado, le pagaban por ello o padecía un incurable afán de aventuras, de ese que se mete en la sangre como hormigas minúsculas, sin dejar descansar al que lo sufre.

Sejer se pasó la mano por la frente y comprobó que llevaba el arma. En los entrenamientos le salía muy bien, pero sospechaba que eso no le ayudaría si se produjera un tiroteo. Le preocupaba. Una sola decisión equivocada podría acarrear consecuencias fatales. Suspensión de empleo, invalidez, muerte, cosas terribles. Por alguna razón se sentía vulnerable, como si la vida le importara de una forma diferente. Se esforzó por pensar en otra cosa y aceleró el paso. Miró a Skarre, que se había tapado la frente con la visera para protegerse del calor.

– Dios sabe lo que puede haberle pasado a ese pobre del manicomio -murmuró Sejer.

– Creo que hay las mismas razones para temer por el otro -dijo Skarre, mirándolo de reojo.

– No sabemos si realmente lo hizo él. Solo que estuvo allí.

Skarre llevaba gafas con montura metálica y cristales de sol sueltos y colocados encima de los fijos.

– Mira a tu alrededor -dijo-. No es un lugar muy concurrido, ¿verdad?

– Lo digo solo para ser ecuánime. Digamos que los dos están en igualdad de condiciones.

– Excepto que uno de los dos va armado -objetó Skarre.

Siguieron andando. Los perros se adentraron en la amplia zona forestal. A veces atravesaban tupidos matorrales, en otras partes, el sendero estaba abierto y despejado. La sangre ardía en los cuerpos de los perros. La luz era hermosa, dorada y rebosante, y los matices verdes de los árboles infinitos: oscuros en la profundidad de las sombras, dorados en las partes más despobladas; ramas de abetos; hojas caducas, unas suaves, otras ásperas; agujas que pinchaban, hierbas que les acariciaban los pies; ramas que les golpeaban en la cara, insectos que se posaban en ellos. Pronto dejaron de ahuyentarlos, costaba demasiado esfuerzo. Solo en una ocasión, Skarre intentó defenderse de una colérica avispa que quería adentrarse en su pelo rizado. Más adelante se detuvieron a beber en un arroyo del que manaba poca agua. Dejaron beber a los perros, y los hombres se refrescaron con agua helada la cara y la nuca. Los animales seguían concentrados en su misión y en el olor de esos dos hombres a los que estaban buscando, aunque fuera débil. Eran resistentes y enérgicos, no resignados, como los seres humanos cuando tienen que andar mucho. Tal vez los fugitivos estuvieran descansando en alguna sombra, con los pies metidos en un charco. La idea de un chapuzón penetró en la mente de todos. Era ridículo, pero se les había metido en la cabeza y no podían rechazarla. Agua helada y burbujeante, sumergir el cuerpo ardiendo, quitarse el sudor del pelo.