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Oyeron a Errki gruñir por lo bajo junto al armario.

– ¿Sabes por qué me mordió la nariz?

– Ni idea -contestó Kannick.

– Quise que se metiera en esa laguna de allí abajo y no quiso. No sabe nadar. No le gusta que le demos la lata. No le des la lata. De repente se tiraría a tu oreja o a cosas peores.

– ¿Puedo marcharme ya?

La voz de Kannick era como un hilo. Hablaba lo más bajo que podía para que Errki no lo oyera.

Morgan elevó los ojos al cielo.

– ¿Que si puedes irte? ¿Por qué coño vas a irte? ¿Vas a tenerlo más fácil que nosotros? ¿Te lo has merecido? Este es nuestro destino -dijo muy serio-, estamos atrapados aquí, esperando a que la policía nos meta en chirona. Pero nos negamos a entregarnos voluntariamente porque somos orgullosos y valientes, y no nos entregaremos sin luchar.

La voz de Morgan estaba llena de carga emocional, provocada por la borrachera. Habla como Jerónimo, pensó Kannick con tristeza. No solo Errki estaba loco. Los dos estaban locos. Puede que él mismo también estuviera loco. También estaba en una institución. No exactamente en un manicomio, ¿o era un manicomio? De pronto se sintió muy desanimado e intentó tragar saliva para hacer desaparecer una especie de nudo que le estaba creciendo en la garganta. En cierto modo ese era su sitio, con esos dos hombres. Lo sabía.

– ¿Tu madre vive? -preguntó de repente Morgan. Había sacado la flecha de Kannick de la pared y la estaba estudiando.

– Creo que sí -dijo el chico desafiante.

– Pero mira cómo habla.

Morgan era sarcástico.

– ¿Tan amargado estás, chico? No creas que vas a hacerme creer que no sabes si tu madre está viva o muerta. La mía está jubilada por enfermedad. Y tengo una hermana que tiene un salón de belleza.

– Entonces ella puede arreglarte la nariz.

– Deja la ironía para otra ocasión. Mi hermana está bastante bien situada. ¿Tu madre vive, Kannick?

– Sí.

– ¿A costa del Estado?

– ¿Eh?

– Digo si tiene trabajo o recibe una pensión.

– No lo sé.

– ¿Te envía dinero?

– Solo algún paquete de vez en cuando.

– Voy a darte un consejo para tu próximo cumpleaños. Pídele un paquete de Nutrilett. [1]

Kannick no sabía lo que era Nutrilett. Se quedó pensando en su madre, a quien veía muy de tarde en tarde. Iba cuando Margunn la llamaba para darle la lata. Solía llevarle chocolate. A Kannick le resultaba difícil recordar su cara, nunca hablaban mucho.

En realidad, la madre no lo veía, no lo miraba, solo alguna que otra vez y un momento, entonces se estremecía y daba un paso atrás del susto. De repente se acordó de un episodio que había ocurrido hacía mucho tiempo. Él iba a cuarto de básica y llegaba del colegio. Se paró en la puerta de la cocina y la miró. Parecía distinta. El pelo le había crecido de repente treinta centímetros durante el tiempo que él había estado en clase.

– ¿Te has comprado una peluca? -tartamudeó.

Ella tiró la revista que estaba leyendo y lo miró de mala gana.

– Claro que no. Es pelo de verdad, me lo han pegado.

– ¿Cómo dices?

Kannick se sorprendió tanto que se dejó caer sobre la silla. Y no era solo el pelo. Las uñas también se le habían alargado de repente, las tenía rojas y resplandecientes, como la pintura de un coche recién abrillantado.

– ¿Cómo pegado? -preguntó con curiosidad-. ¿Está fijo?

– Sí. Durará semanas.

Y se echó el pelo hacia atrás, como para demostrarlo. La nueva melena le había dado una nueva dignidad. La expresión de su cara era distinta, el porte más elegante, se movía como una reina.

La tentación pudo con él. Se lanzó sobre la mesa, y, con la mano sucia, le agarró la punta de uno de los mechones rubios y tiró con fuerza de él. No se soltó, era increíble.

– ¡Idiota! -gritó ella, levantándose de la mesa-. ¿Sabes lo que me ha costado?

– Has dicho que estaba fijo.

– Pero tú has tenido que intentar destrozarlo, ¿verdad?

– ¿Quién te lo ha hecho? -quiso saber Kannick.

– El peluquero.

– ¿Cuánto te ha costado? -preguntó malhumorado.

– Te gustaría saberlo, ¿verdad? Pues no tienes por qué saberlo. Tú no ganas nada.

– No, ni siquiera me das una paga.

– ¿Para qué quieres tú una paga? ¡Nunca me ayudas en nada!

– Tampoco me lo pides nunca.

La madre se inclinó de repente sobre la mesa de la cocina, mirándolo desafiante.

– ¿Sabes hacer algo, Kannick?

Kannick hurgó un instante con la uña en una mancha de mermelada del mantel. No se le ocurrió nada, ni una sola cosa. Leía bastante mal y se le daba fatal jugar a la pelota. Pero a tirar flechas no le ganaba nadie. Eso no lo mencionó.

Más tarde, su madre estaba en la ducha, con el nuevo pelo cubierto con un gorro de plástico. Él hurgó en su bolso, aunque sabía que no tenía el dinero ahí, era más lista que Margunn y se lo llevaba a la ducha. Pero Kannick encontró el recibo de la peluquería. Le resultó difícil leer la letra de adulto, pero por una vez se esforzó. Extensiones de cabello. Uñas postizas. Pagado coronas dos mil trescientas. Kannick estuvo a punto de perder el aliento. Entró torpemente en el baño y tiró con fuerza de la cortina de la ducha.

– ¡Habría sido suficiente para una bici! -gritó-. ¡Todos los chicos tienen bici!

Ella tiró de la cortina hacia dentro y siguió duchándose.

– El pelo crece solo -gritó Kannick-, ¡y es gratis!

– No te metas en mis cosas -contestó la madre-. Necesitas un padre que te tenga a raya. No puedo encontrar a un hombre decente si parezco una bruja. Tengo que arreglarme un poco. Lo hago por ti.

Kannick pudo ver el contorno de su cuerpo a través de la cortina blanca. No le costaría gran esfuerzo sacarla de allí si quisiera. Podría acercarse al lavabo y abrir el grifo del agua fría, entonces el agua de la ducha saldría muy caliente, y ella se quemaría. Pero no tenía fuerzas. Era un viejo truco… De repente se sintió muy cansado. Apoyó la frente en las rodillas y suspiró. También tenía hambre. Esos dos se habían comido su chocolate. Y sin embargo, sus pensamientos regresaban constantemente al pasado. Un día llegó a casa antes que ella y buscó la caja con el desatascador del desagüe en el armario de la cocina. De repente, se le ocurrió una idea divertida. Sabía muy bien cómo funcionaba. Unos granos azulados que había que echar en la pila cuando estaba atascada, lo que ocurría con demasiada frecuencia. En contacto con el agua, se convertían en un gas corrosivo y maloliente. Cogió un cartón de leche vacío, lo enjuagó bien, echó unos granos en el fondo, fue al cuarto de baño, levantó la rejilla que cubría el desagüe de la ducha, colocó el cartón dentro y volvió a ponerla en su sitio. Jamás olvidaría los gritos de su madre cuando fue a ducharse. Abrió el grifo del agua caliente y el gas venenoso llenó todo el cuarto de baño. Salió disparada, tosiendo y carraspeando, mientras gritaba las palabras más feas que sabía, y eran muchas. Kannick había construido su propia cámara de gas.

Morgan interrumpió sus pensamientos.

– ¿Qué más tienes en esa maleta? ¿Tienes por ejemplo algo que pueda servir de vendaje?

Kannick se quedó pensando. Tenía nueve flechas de distintas clases, una cuerda de repuesto, fijadores de culatines con un tubo de pegamento, cera para cuerdas, tenazas y una gamuza para limpiar el visor.

– Una gamuza -dijo.

– ¿Es suficientemente grande para mi nariz?

El chico echó un vistazo al trapo.

– Sí.

Morgan se levantó y fue hasta la maleta. La gamuza era amarilla y suave, parecida a las que se usan para sacar brillo a los coches. Kannick miró a Morgan.

– Lo único que vas a conseguir con eso es que la herida se te llene de pelusa.

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[1] Nutrilett es un medicamento noruego para adelgazar. (N. de la T.)