– Me importa un carajo. Quiero taparla con algo. Noto cómo el aire toca la herida cuando muevo la cabeza y no lo aguanto. Veo que también tienes celo. Me puede servir. ¡Ayúdame! -dijo, agitando el trapo.
A Kannick le costó un poco, pero hizo lo que pudo con sus dedos gruesos. Le colocó el trapo y cortó el celo con los dientes. Quedó sólido como el banco.
– Elegante -comentó.
– Vamos a divertirnos un poco más -dijo Morgan con voz ronca, cogiendo de nuevo la botella-. ¡Con una botella y una chica, el tiempo pasa volando! -añadió, guiñando un ojo a Kannick.
Errki estaba dormido. Morgan tenía una pinta muy rara con la gamuza amarilla tapándole la nariz. Su madre también solía ponerse algo parecido, los primeros días de sol de la primavera, para no quemarse la nariz, pensó Kannick. Se tumbaba boca arriba en la parte de atrás de la casa, con los muslos separados, para que el sol le diera en todas partes. Kannick la miraba de vez en cuando de reojo. Podía ver un poco del vello rizado y negro en la parte de más adentro. Allí había estado el polaco, y allí lo habían engendrado a él, a Kannick. No es que la madre lo hubiese admitido directamente, pero él lo sabía de todos modos. Intentó recordar el momento preciso en que lo supo, pero no lo logró. Luego pensó en Karsten y Philip. Puede que estuvieran buscándolo. ¿Y si de repente aparecieran por allí? ¡Tal vez entraran, sin más! De vez en cuando miraba de reojo a los dos hombres. Se preguntó de qué habrían estado hablando. No entendía muy bien cómo Errki podía ser el rehén si era el que llevaba el arma. A Morgan no parecía preocuparle. Aceptó la botella y bebió un trago antes de devolvérsela al otro. Ya no le quemaba la garganta. Estaba casi anestesiado, con el cuerpo entumecido y curiosamente inerte. Tendría que escaparse de allí antes de que se durmiera.
– ¿Puedo marcharme? -preguntó en voz baja mientras miraba de reojo a Errki en el rincón.
– Errki decide -dijo Morgan escuetamente-. Él es quien manda en esta casa, y en este momento está dormido. Haz el favor de hacerme compañía. Puedo vivir mucho tiempo de una albóndiga como tú -concluyó.
Los dos empezaban a estar muy borrachos. Morgan era ya incapaz de recordar lo que estaba haciendo o qué planes tenía. Le gustaba esa habitación silenciosa y sombría en comparación con la cegadora luz de fuera, y le gustaba oír la respiración de Errki desde el rincón. Uno no debía tener planes. Nada de preocuparse por la hora. Solo estar sentado tranquilamente, dejando volar los pensamientos. El chico obeso se había encogido en el suelo. Fuera, no se oía ningún ruido. Nada de pájaros ni viento silbando en los árboles. El whisky estaba menguando peligrosamente. Eso le preocupaba un poco. Pensó que, en unas horas, volvería a estar sobrio y antes o después tendría que levantar ese cuerpo gordo del suelo y hacer algo, pero no sabía qué. Tenía dinero, pero nada de fuerzas para marcharse de la casa y volver a la carretera. Tampoco tenía amigos, excepto uno que estaba en chirona por un atraco a una oficina de correos y al que pronto soltarían. Él, Morgan, conducía el coche. Escaparon en el último momento y se separaron en cuanto estuvieron a salvo. Dos días más tarde detuvieron a su amigo, alguien lo había delatado después de ver las fotos que emitió la televisión. El muy tonto estaba endeudado y alguien había encontrado por fin la ocasión de vengarse. Había escondido el arma en el bosque, según dijo, pero encontraron el dinero, casi sin tocar, en su apartamento. Nunca delató a Morgan y eso le pareció impresionante e increíble. Había resistido la presión de la policía y asumido el castigo solo. ¡Nunca nadie había hecho algo así por él! Más tarde, le invadió la sensación de tener una deuda que jamás podría devolver. Y luego, esa insinuación en la sala de visitas:
Cuando salga no tendré nada. ¿Podrías remediarlo de alguna manera?
El atraco al Banco Fokus fue solo el principio. Cien mil coronas, la mitad para cada uno, no durarían mucho tiempo. Conocía al otro, conocía su afición por la bebida. En cuanto se hubiese acabado el dinero, volvería de nuevo. Morgan pensó desalentado que habría sido mejor que también lo hubieran cogido a él. Le zumbaba el cerebro. Tal vez estuviera a punto de volverse loco como Errki. Esta era la primera voz, un insecto que volaba en círculos queriendo salir.
Se despertó y parpadeó aturdido. Kannick estaba dormido a su lado. La barbilla se le había caído sobre el pecho, presionando la papada con una increíble masa de piel y grasa. Estiró sus piernas entumecidas y se tocó la cabeza. La nariz no le dolía tanto como antes, se le había quedado casi insensible. Quizá estuviera ya muerta y pronto se desprendería cayendo como una fruta madura.
Kannick abrió los ojos. Fuera vio la luz azul.
– Es tarde ya -susurró Morgan.
– Tengo que irme a casa -dijo Kannick perplejo-. Me estarán buscando.
Morgan miró a Errki, intentando localizar el revólver. Lo tenía metido en la tirilla del pantalón. Se levantó despacio, tambaleándose un poco para recobrar el equilibrio y fue hacia el armario. Se detuvo un instante y se quedó pensando. Luego se agachó. El rincón estaba ya bastante oscuro. Puso una pierna a cada lado del cuerpo dormido y vaciló al meter la mano en la tirilla del otro. De repente, resbaló en algo pegajoso y resbaladizo y cayó sobre Errki, con la barbilla en sus rodillas. En dos segundos se había vuelto a levantar con una expresión aturdida.
– ¡Joder!
Kannick se sobresaltó y parpadeó.
– ¿Qué pasa?
– ¡Hay sangre por todas partes! ¡Ha sangrado como un cerdo!
Kannick sintió el miedo rozarle los hombros.
– ¡Errki!
Morgan gritó y retrocedió.
– ¡Se ha desangrado! ¡Está frío!
– ¡No! -gritó el chico con voz ronca. Kannick logró incorporarse, pero enseguida tuvo que apoyarse contra la pared.
– ¡Está muerto!
Como en una pesadilla, Kannick vio a Morgan, que se volvía lentamente para mirarlo.
– ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Has matado a Errki con tu arco. ¡Qué putada, Kannick!
Kannick sacudió la cabeza. De su boca salió un sonido, un grito que se disolvió antes de haberse formado del todo.
– Solo le di en la pierna -tartamudeó.
– Le diste en una vena de la ingle. Tal vez en la arteria.
Morgan retrocedió aún más mientras seguía con la mirada clavada en Kannick.
– Ya he tenido bastante. ¡Me voy de esta casa de locos!
Se tambaleó. Necesitaba el revólver, pero para cogerlo, tendría que tocar el cuerpo muerto y tal vez mancharse las manos de sangre.
– ¡No! ¡Tienes que ayudarme!
Kannick se aferró a la pared de troncos y se echó a llorar.
– ¡No fue a propósito! Él abrió la puerta, no pude evitarlo. Tienes que contarles cómo fue. ¡Nadie más lo vio!
Morgan se detuvo. Ese chico obeso y desesperado lo conmovió. Tragó saliva varias veces, echó otro vistazo al cuerpo muerto y se sentó en el suelo.
– Yo ya lo tengo bastante mal de antes. He atracado un banco y cogido un rehén. Me impondrán una larga condena.
– ¡Podemos tirarlo al agua y decir que se largó!
Kannick se retorció las manos, fuera de sí.
– No quería hacerlo. ¡Fue un accidente! ¡Vamos a tirarlo al agua!
– Habrá que contarles a los maderos cómo ocurrió exactamente. Pero ahora tengo que largarme.
Los ojos de Morgan se estrecharon. Su cerebro intentó concentrarse en buscar una manera de escapar.
Kannick se convirtió en un mar de lágrimas, una lluvia de desesperación.
– No sirve de nada tirarlo al agua -dijo Morgan desconcertado-. Este lugar está lleno de sangre. Hay un charco enorme.
– Podemos taparlo con el armario.
– No servirá.
– ¡Por favor!
– Nos están buscando. Puede que lleguen muy pronto. No tenemos tiempo. No podemos bajarlo hasta la laguna sin mancharnos de sangre, eso no sirve, Kannick. Además, eres demasiado joven para ir a la cárcel. Te salvarás igual que Errki por el asesinato de la vieja, porque está loco. Pero yo -gritó golpeando el suelo con los puños-, yo no me libraré de nada, joder. ¡No tengo ni una maldita excusa!