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Gimió y se tiró del pelo, intentando recordar cómo había empezado el día. Le pareció que había durado una eternidad, toda una vida. Le sobrevino una tremenda parálisis. El cerebro no le funcionaba. Ese jodido alcohol tenía la culpa. Kannick estaba sollozando en el suelo.

– Detrás de la casa hay una cuesta muy empinada -dijo sollozando-. Podemos tirarlo y dejar que baje rodando.

– ¡Jesús! ¡No aguanto más!

Kannick se levantó, atravesó la habitación y empezó a sacudirle enérgicamente.

– ¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo!

– ¡No tengo que hacerlo!

– Lo hacemos juntos y luego nos escapamos juntos. ¡Tenemos que hacerlo! -Y añadió, porque se le ocurrió de repente-: Nadie va a echarlo de menos.

– No es verdad -dijo Morgan en voz baja-. Yo sí que voy a echarlo de menos.

Se puso a mirar por la ventana mientras lloraba sin consuelo. El paisaje le pareció difuso. Tenía que escapar de ese lugar, volverse loco como Errki. Notó que podía empezar a balbucear si quería, sumergirse y desaparecer del mundo, mirar extrañado a los que hablaban porque ya no entendía lo que decían. No preocuparse por nada, dejarlos con sus cosas. No me importa. Esta sociedad es demasiado jodida. Hay que tener en cuenta demasiadas cosas, como aquel chantajista que estaba esperando en la cárcel o ese niño obeso e infeliz que tenía delante.

– ¡Tenemos que hacerlo! -gritó Kannick.

Morgan dejó caer la cabeza sobre el pecho. Oyó la respiración entrecortada de Kannick y, a lo lejos, otro ruido que se acercaba lentamente, unos perros que ladraban en la distancia.

– Es demasiado tarde -gimió-. Alguien viene.

Sejer estudió el mapa.

– Nos estamos acercando a una vieja granja de verano -dijo examinando el paisaje con los ojos entornados-. Apuesto a que están escondidos en una de estas viejas casas de por aquí.

– ¿Qué haremos cuando los encontremos? -preguntó Skarre.

Sejer los miró uno por uno.

– No me gustan mucho los dramas. Opto por detenernos a una distancia prudencial y gritar, explicarles cuántos somos y que estamos armados.

– ¿Y si sale con el rehén delante, apuntándolo en la sien con el revólver?

– Entonces dejaremos que se marche. De todos modos, no llegará muy lejos. Somos cinco contra dos.

Skarre se secó el sudor.

– Mantened las armas quietas -prosiguió Sejer-. No quiero que tengamos que llevar a ninguno en brazos a casa con este maldito calor. Cuando todo esto haya acabado, tendremos que rendir cuentas de cada minuto por escrito y bajo nuestra palabra de honor. No quiero que miréis siquiera el arma sin mi permiso. Y si cambio de idea, os lo haré saber.

Siguió adelante y los otros fueron detrás. Les gustaba mucho su jefe, pero les parecía que a veces era demasiado prudente. Misiones como esa no eran muy frecuentes. No todos habían querido ir allí, a ese bosque ardiente, pero el sabor a adrenalina era dulce.

– Creo que lo que se ve allí abajo es la Laguna del Cielo -dijo Sejer señalando-. Según el mapa, hay cerca una granja, aunque desde aquí no se ve nada. Me apuesto una ronda a que los perros se dirigen hacia allí.

– No veo ninguna casa.

Ellmann miraba haciéndose sombra con la mano y solo podía ver bosque.

– Tal vez esté detrás de esos árboles. En ese caso no podrán vernos.

Continuaron adentrándose en el bosque. Los perros iban delante. Skarre miraba al cielo de vez en cuando. Tenía que asegurarse de que el Creador los estaba siguiendo con la vista. En ese bosque silencioso había algo amenazador que le hacía dudar. El silencio era nefasto, como si se estuviera preparando un tremendo trueno. Pero no había ni una nube, solo un ligero velo que cubría los árboles. Lenta e inexorablemente, el suelo se estaba vaciando de humedad, y esta subía y se posaba como una bruma lechosa sobre el paisaje. Tal vez esos dos hombres estuvieran buscándolos con la vista desde una ventana abierta, con el arma cargada. O puede que se hubieran fugado hacía tiempo por la colina. El grupo de árboles se iba acercando. No se avistaba ninguna construcción.

Decidieron colocar a Zeb en puesto de escucha. Ellmann llamó al perro, y ataron a los otros dos. Los hombres se quedaron un rato observando al gran animal marrón. Su cabeza oscilaba hacia los lados, las orejas buscaban como dos antenas parabólicas, temblando ligeramente. De pronto se le pusieron tiesas, señalando un punto que los hombres no podían ver. En su cabeza, Ellmann trazó una línea recta desde las orejas del animal hasta el espeso grupo de árboles.

– Allí hay alguien -susurró.

Sejer fue a averiguar. Zeb quiso seguirlo, pero lo retuvieron con un tirón de la correa, y el animal emitió un agudo gemido. El pelo de Sejer brillaba como la plata en medio de todo el verdor, mientras avanzaba con mucho cuidado. Los segundos pasaban, Skarre sudaba. Los hombres acariciaron a los perros. Sejer seguía andando. Justo antes del espeso grupo de árboles, giró a la izquierda y se metió entre los matorrales. Intentó relajarse. Le pareció divisar entre los árboles algo más oscuro y sólido. Con la mano, palpó el arma. El cuero ardía contra la piel. El bosque se hizo de nuevo más escaso. Un claro se abrió ante él, y en ese claro… una casa maciza y oscura, una casa de troncos de madera. Miró hacia las ventanas, todas tenían los cristales rotos. No se veía a nadie. Se puso en cuclillas en la hierba para que no pudieran verlo desde ninguna ventana, pues podían estar dentro, aunque reinaba un gran silencio. Quizá dormirían o puede que estuvieran esperando. En el tejado de la casa crecía la hierba, seca y quemada. Las ventanas eran pequeñas, con cuadrados que no dejarían entrar mucha luz. Seguramente se estaría muy fresco y bien allí dentro. Tuvo la sensación de que en la casa había alguien, pero aún no había salido de ella ni un sonido. Y sin embargo, le pareció impensable levantarse y avanzar hasta la puerta. Podrían aparecer de golpe y pegar un tiro de puro miedo, así que permaneció agachado. No había ni un guijarro a su alrededor, solo hierba seca. Si tirara una piña contra la pared de troncos, produciría un sonido sordo. Tal vez fuera suficiente para que uno de ellos se acercara a la ventana a averiguar qué pasaba. Se puso a buscar debajo de un pino seco y encontró una gran piña. Miró hacia la casa. ¿Adónde tirarla? Tal vez contra la puerta. Si hubiera alguien allí, lo oirían. Se veía una mancha oscura y rojiza en la losa de la escalera exterior. Parecía sangre. Frunció el ceño. ¿Habría algún herido? Levantó el brazo y tiró la piña. Se oyó un leve zas y al instante volvió a agacharse. No ocurrió nada. Se concedió a sí mismo un minuto. Los segundos transcurrían. Resultaba incómodo estar en cuclillas con el mono, que apenas le llegaba hasta el tobillo. Pasó el minuto y volvió donde estaban los demás.

– Nadie contesta. Voy a entrar en la casa.

Skarre lo miró preocupado.

– No creo que estén dentro. Todo está muy tranquilo.

– Zeb ha oído un ruido -señaló Ellmann.

Sejer y Skarre fueron hacia la casa, los otros se quedaron esperando con los perros. Sejer dio un empujón a la puerta.

– Policía. ¿Hay alguien ahí?

Nadie contestó. Todo estaba en silencio. No tuvo la sensación de que el atracador fuera a salir de repente a pegarle un tiro. No iba a morir así. Además, la casa parecía abandonada. Echó un vistazo al cuarto de estar. Descubrió un diván verde, un viejo armario y una maleta gris. Avanzó unos pasos más, y susurró a Skarre por encima del hombro:

– Han estado aquí.

Examinó un instante la habitación polvorienta. Sus ojos necesitaron tiempo para habituarse a la sombría luz. Entonces descubrió una figura en un rincón: un hombre delgado, con ropa y pelo negros. Estaba mitad sentado, mitad tumbado, con la cabeza apoyada contra el armario. La postura parecía muy incómoda. Ya no pensó en sí mismo o en que alguien pudiera aparecer de repente y atacarlo, sino que atravesó la habitación y se arrodilló junto al hombre sin vida. Lo primero que le llamó la atención fue lo pequeño que era. Frágil, delgado y totalmente desprovisto de fuerzas. Tenía los ojos cerrados y la cara mortalmente pálida. Su aspecto era el de un niño, un niño desnutrido, con una maraña de pelo negro que le llegaba hasta los hombros.