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– Errki -susurró.

El cadáver estaba en medio de un charco de sangre. Buscó el pulso en el cuello delgado, pero no lo encontró. A simple vista no se veía ninguna herida, pero era obvio que había sido alcanzado en algún lugar del bajo vientre. Todavía quedaba algo de calor en el cuerpo. Estaba a punto de levantarse cuando oyó un ruido. Primero pensó que era Skarre que entraba, pero sintió, más que vio, que algo oscuro se metía en su campo de visión. Se oyó un desagradable chirrido. La puerta del armario se abrió lentamente, y se quedó colgando y crujiendo sobre las bisagras. El vello se le erizó, luego respiró aliviado. El crujido cesó, y no había nadie. Desde donde estaba, no veía el interior del armario, pero no podía haber nadie allí. El atracador no habría matado al rehén para luego esconderse en un viejo armario, sino que se habría fugado hacía tiempo. Seguramente la puerta se abriría al pisar él y mover las tarimas. Retrocedió unos pasos y examinó el interior del oscuro armario. Vio brillar algo de metal.

El arma temblaba. Sejer dio un respingo de sorpresa y quiso coger su propia arma, pero cambió de idea. No entendía nada. Miró a esa criatura que estaba metida en el armario observándole con pavor en el rostro, y un revólver apuntándole. Dentro del armario estaba Kannick. Se fijó en el revólver y en cómo lo tenía agarrado.

No te equivoques ahora. Quieto. El chico está a punto de reventar y es imprevisible. Mantente tranquilo, no levantes la voz. No le demuestres que tienes miedo.

– ¡No lo hice a propósito! -gritó Kannick.

Su voz reventó el silencio y Sejer se estremeció, aunque estaba preparado.

– ¡Se me puso en medio! ¡Puedes preguntárselo a Morgan!

Estaba apuntando al pecho de Sejer y si hubiera sabido tirar, sin duda habría dado en el blanco.

Sejer bajó las manos.

– El revólver no está cargado, Kannick. ¿Quién es Morgan? -preguntó.

Kannick miró estupefacto el revólver. Intentó cargarlo, pero tenía los dedos entumecidos de miedo y se negaban a obedecerle. Por fin logró su propósito, pero para entonces Sejer ya había sacado su propia arma, y detrás de Sejer había otro hombre de pelo rizado con el arma apuntándole también.

– Está en la alcoba -sollozó Kannick. Tras pronunciar esas palabras, soltó el revólver y se puso a vomitar. Seguía dentro del armario, vomitando sobre la madera carcomida. Guiso de carne y whisky, todo le salió. Se apoyó contra la pared del armario y sacó todo lo que tenía dentro. Sejer esperó hasta que hubo terminado. Cogió el revólver del suelo, dejó allí a Kannick y fue a buscar la alcoba.

Morgan se había quedado esperando detrás de la puerta. En ese momento, salió disparado de la casa y corrió en dirección al bosque, gastando las pocas fuerzas que le quedaban. Ellmann vio el pelo rubio y el pantalón corto de colores alegres a través del follaje. El pobre no tenía escapatoria. El agente se agachó, cogió al perro por la cabeza y le susurró al oído:

– ¡Zeb, ataca!

El animal dio un brinco y desapareció como un rayo peludo. Morgan corría. No oyó al perro que iba a toda velocidad tras él. Tampoco oyó gritar a nadie. En realidad, un terrible silencio inundaba el bosque. Corrió todo lo que pudo, pero las fuerzas se le acabaron enseguida. Zeb vio las manos blancas y clavó la mirada en la izquierda. No había nada agresivo en lo que estaba a punto de hacer, era el resultado de años de adiestramiento y una orden clara, nada más. Morgan se detuvo para tomar aliento. Las rodillas estaban a punto de fallarle. Tendría que comprobar si alguien lo perseguía. En ese momento, tropezó y cayó de bruces, pero enseguida dio un brinco y se quedó sentado en la hierba. Miró aterrado lo que se le estaba acercando, ese animal enorme con las fauces relucientes, la lengua roja y los dientes amarillos. El perro se encogió, listo para saltar. Esas manos blancas que había divisado ya no estaban en su campo de visión. Lo único que veía era un rostro rojo con un trapo amarillo en medio. Un blanco perfecto. Dio un enorme salto e intentó morder. Morgan sollozaba de un modo desgarrador. Cuando lo alcanzaron, estaba sentado y se tapaba la cara con las manos. Sejer permaneció un instante escuchando. El sollozo tenía un claro componente de alivio.

Sara estaba sentada muy quieta en el borde de la silla, mientras Sejer le contaba toda la historia. Ella quiso saberlo todo, cómo estaba tumbado, si tuvo dolores. Él opinaba que no habría sido doloroso. Probablemente estaría agotado, y la pérdida de sangre lo dejaría sin fuerzas. Quizá hubiera sido como irse quedando dormido. Se esforzó por recordarlo todo. Solo quedaba un pequeño detalle.

– No puedo creer que Errki haya muerto -susurró Sara-, que haya desaparecido. Lo cierto es que lo veo en otro lugar.

– ¿En qué clase de lugar? -preguntó Sejer.

Ella sonrió, un poco avergonzada.

– Volando en una gran oscuridad y mirándonos desde arriba, despreocupado de todo. Tal vez esté pensando: Si vosotros, que andáis siempre tan ajetreados, supierais lo bonito que es esto…

A Sejer le hizo sonreír la imaginación de esa mujer, una sonrisa breve, nostálgica. Buscó alguna palabra que pudiera suavizar lo que en ese momento tenía que contarle.

– Por cierto, he desatado al sapo -dijo ella de repente.

– Gracias. Es un alivio para mí.

Sara llevaba una chaqueta fina e hizo un gesto como si quisiera abrigarse con ella. Sejer no había encendido los tubos fluorescentes del techo, solo la lámpara del escritorio, que tenía una pantalla verde y proporcionaba al despacho una luz acuosa.

– Hay algo que debe usted saber.

Ella levantó la vista para interpretar la expresión de sus ojos.

– En la chaqueta de Errki encontramos una cartera, una cartera roja que pertenecía a Halldis Horn y que contenía aproximadamente cuatrocientas coronas -dijo tras carraspear.

Calló y esperó. La luz verde le hacía parecer pálida.

– Uno cero a favor de Konrad -dijo ella con tristeza.

– No he ganado -fue lo único que se le ocurrió decir.

– ¿En qué está pensando? -preguntó por fin Sara.

– ¿Viene alguien a buscarla?

La pregunta se le escapó sin pensar. Tal vez podría llevarla a casa. Pero Gerhard seguro que tenía coche, y si ella lo llamaba, acudiría enseguida. Se imaginó a su marido sentado en el cuarto de estar de su casa, mirando el reloj, y de reojo el teléfono, listo para ir a por lo que era suyo y de nadie más.

– No -dijo encogiéndose de hombros-. Vine en taxi, «el jefe» está en silla de ruedas. Tiene esclerosis múltiple.

Sejer se sorprendió. No se había imaginado a Sara con un marido inválido. Se lo había imaginado muy diferente. Un pensamiento no del todo puro le pasó por la mente.

– Déjeme llevarla a casa.

– ¿Puede?

– A mí no me espera nadie. Estoy solo.

No pasaba nada por decirlo al fin. Estoy solo.

¿Se había expresado así alguna vez? ¿O se había limitado a constatar su estado de viudedad o soltería?

Iban callados en el coche. Por el rabillo del ojo veía las rodillas de la mujer, el resto no era más que una presencia, un presentimiento, una añoranza. Sus manos reposaban sobre el volante traicionándole. Sejer tuvo la sensación de que estaban gritando a todo el mundo que necesitaban algo a qué agarrarse. ¿En qué estará pensando ella?, se preguntó, pero no se atrevió a volverse a mirarla. Errki había muerto. Ella había trabajado con él durante meses y no había logrado salvarlo.