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Le fue indicando hasta que llegaron a un pequeño camino sin salida que se llamaba Fresas Salvajes. Sejer tuvo que parar, aunque hubiera deseado ir hasta el fin del mundo y luego volver con ella a su lado.

– Sé que suena estúpido -dijo ella de repente-. Pero me cuesta mucho creerlo.

– ¿Que Errki haya muerto?

– Que realmente la matara.

Sejer no sabía qué hacer con sus manos. Las retorcía una y otra vez y dijo torpemente:

– Antes dijo que a veces ocurren cosas que no sabemos explicar.

Ella se encogió de hombros.

– No me daré por vencida.

– ¿Qué quiere decir?

– Investigaré hasta que averigüe cómo ocurrió.

– ¿Y dónde va a investigar?

– En mis papeles, en mi memoria, intentando recordar cosas que él dijo y todo lo que no dijo. Necesito saberlo.

– ¿Y lo sabré yo también?

Por fin levantó la vista y sonrió.

– Acompáñeme dentro -dijo de repente.

Él no entendió por qué se lo pedía, pero la acompañó obediente hasta la puerta, observándola mientras metía la llave en la cerradura, después de haber llamado al timbre a modo de aviso. Tal vez quería hacer saber a su marido que ya estaba en casa. No le apetecía nada conocerlo. Viéndolo, las fantasías de cómo vivían se harían más claras. La casa era un chalet adosado de una planta, especial para discapacitados físicos, con las puertas muy anchas. Estaban ante la puerta que daba al salón. A Sejer esa situación le recordaba a una novela que había leído de joven. El enamoradísimo protagonista acompañó a una joven a casa. Se había enamorado de ella y creía que vivía sola. Por el camino, le contó que Johnny la estaba esperando. En ese momento, el corazón del enamorado estuvo a punto de explotar, hasta que llegaron a su casa y resultó que Johnny era un conejillo de indias. Gerhard Struel estaba sentado junto a un escritorio leyendo, con una chaqueta de lana a pesar del calor. Se volvió y saludó con la cabeza. Se quitó las gafas. El hombre era mayor que él, calvo. En el suelo, a su lado, había un pastor alemán tumbado que levantó la cabeza y lo miró.

– Papá -dijo Sara-. Este es el inspector Sejer.

Gerhard Struel no era un conejillo de Indias. ¡Era su padre!

Sejer intentaba recuperarse de la emoción mientras estrechaba la mano del hombre. ¿Por qué había querido mostrarle a su padre discapacitado? Tal vez intentaba decirle: Sácame de este lugar.

– Bueno, tendré que irme a casa con mi perro -dijo Sejer.

– Ay, perdone -dijo ella con la mano en la puerta-. No era mi intención retenerle.

Gerhard Struel miró a Sejer.

– ¿De modo que ya acabó todo?

Sí, pensó, ya acabó. Antes de empezar. No puedo tomar la iniciativa ahora. No es el momento oportuno. Se encontraba en una situación imposible, pues si quería seguir adelante, tendría que coger el teléfono y marcar su número. Ella ya había tomado la iniciativa, ahora le tocaba a él. Sara le tendió la mano.

– Hemos formado un equipo estupendo, ¿no le parece?

Le parecía que Sara había plantado una semilla. Quizá llegara a germinar.

Un equipo estupendo.

Encontró el nombre en el libro de los nombres. Sara. La princesa.

Más tarde, estaba en la cama, mirando al techo, mientras mantenía con ella una conversación imaginaria.

Sabía que llegarías. Te he estado esperando.

Cuéntame algo sobre ti, sonrió ella.

¿Qué quieres oír?

Un recuerdo de infancia. Uno bonito.

Este es bonito. El verano en que cumplí cinco años, mi padre me llevó a ver la catedral de Roskilde. Yo no sabía lo que ocultaba el edificio, dejé el caluroso sol de fuera y entré en la catedral sin haberme preparado. Estaba llena de ataúdes. Mi padre me explicó que había personas dentro de ellos, todos los sacerdotes que habían prestado sus servicios en esa iglesia. Los tenían expuestos en una fila infinita, a cada lado de los bancos de los fieles para que todo el mundo pudiera verlos. Los ataúdes estaban hechos de mármol y eran increíblemente hermosos. Hacía frío allí dentro y empecé a tiritar. Me puse a tirar una y otra vez de la mano de mi padre porque quería salir. Luego, él se puso triste. Ahí duermen su sueño eterno, sonrió. Pero nosotros tenemos que volver a casa a trabajar en el jardín, a pesar del calor. Yo cortaré el césped, y tú quitarás la mala hierba.

El recuerdo de los ataúdes no me abandonó hasta que mi madre salió al jardín y nos sirvió compota de mermelada. Estaba fresca porque la guardaba en el sótano, pero la nata estaba tibia. Me comí la compota pensando que había algo que no encajaba. Dentro de los ataúdes no había nada, solo telarañas y polvo. Y la compota sabía tan bien que me parecía imposible que la vida no durara para siempre. Miré el cielo azul y descubrí de repente una legión de ángeles con alas blancas volando. ¡Tal vez vinieran a recogernos, y nosotros aún no habíamos acabado la compota! Mi padre también los vio. Levantó la vista y sonrió con entusiasmo. ¡Mira, Konrad, lo bonitos que son!

El Ministerio de Defensa había soltado quince paracaidistas que aterrizaron en el campo de fútbol, muy cerca de casa. Nunca pude olvidar lo hermosos que eran, y lo silenciosos que bajaban.

Luego permaneció despierto un buen rato. Tenía mucho sueño, pero sus ojos estaban como iluminados desde dentro y miraban, abiertos como platos, la oscuridad. Daba vueltas en la cama y cada vez que se movía, Kollberg aguzaba el oído. Hacía demasiado calor para dormir. El cuerpo le empezó a picar. Se levantó resignado de la cama, se vistió y se fue al cuarto de estar. Kollberg lo siguió. ¿Deseaba realmente tener a una persona tan cerca, a su lado en la cama cada mañana, año tras año? ¿Qué diría Kollberg? Y dos perros machos no congeniarían.

– ¿Salimos? -susurró. El perro contestó con un pequeño ladrido y fue delante hasta la puerta. Eran las dos. El bloque de viviendas parecía una columna solitaria en la noche sin estrellas.

Primero pensó en ir al centro y pasar por el cementerio, pero luego cambió de idea. Tenía mala conciencia, era increíble. Había leído sobre esas cosas y no sabía cómo actuar. Luego pensó: Tal vez debería cambiar de casa o de coche, hacer borrón y cuenta nueva, antes y después de Elise. Pero no puedo avanzar. Hay algo que me lo impide.

Llevaba una camisa de manga corta. El soplo del aire nocturno en los brazos desnudos le alivió en parte el picor. Andaba sin cesar, como había andado Errki.

Si uno quiere vivir en el mundo, hay que hacer lo que hacen los vivos, pensó de repente. Se volvió y miró el bloque. Había algo en el edificio, en esa enorme columna de hormigón gris con las luces apagadas, que recordaba a la angustia de los seres humanos. Quiero mudarme de casa, pensó, quiero volver a ras de suelo. Quiero estar en la hierba, levantar la vista y ver las copas de los árboles.

– ¿Nos cambiamos de casa, Kollberg? ¿Nos vamos al campo?

Los ojos del perro se clavaron en los de su amo.

– ¿No entiendes lo que te quiero decir, verdad? Vives en otro mundo. Y, sin embargo, nos lo pasamos bien juntos. Aunque eres un poco tonto.

Kollberg husmeó su mano, feliz. Konrad se la metió en el bolsillo del pantalón y sacó una galleta para perros. Kollberg no entendía por qué le daba un premio, pero la engulló moviendo el rabo con gran energía.

– Lo peor es que nunca sabré por qué -murmuró-. ¿Qué sucedió realmente entre ellos? ¿Qué fue lo que Halldis dijo o hizo que pudo asustarle tanto? Los dos están muertos, jamás lo averiguaremos. Pero así es, de la mayoría de las cosas jamás te enterarás. Es curioso que lo aceptemos, como si durante toda la vida estuviéramos esperando algo que vendrá después, algo diferente y esclarecedor. Pero tú, tontito -dijo mirando al perro-, tú solo esperas la próxima comida.