– No, no, en absoluto. Yo lo persuadí.
– ¿Entonces sí que lo sugirió?
– Eh, no, no realmente. No sabía lo que decía. Estaba muerto de miedo. No es raro, ¿no? Menos mal que solo tiene doce años y está por debajo de la mayoría de edad penal.
Se hundió en el asiento tras el volante y cerró la puerta del coche con un estallido. Aunque había dormido mal, se sentía de repente muy despejado. Tenía la extraña sensación de que se encontraba en un momento crucial. De repente lo entendió. El tiempo se había detenido. Miró por la ventanilla para ver si fuera había algo que pudiera explicar esa sensación, pero no encontró nada. Se sintió paralizado, incapaz de moverse. No resultaba incómodo, solo extraño. Miró sus manos sobre el volante, vio cada pelo, las finas líneas que recorrían los huesos, las uñas blancas, lisas y limpias, el reloj de pulsera, la pequeña corona de oro de la esfera. Se encontró con sus ojos en el espejo y vio una cara de más edad de lo que recordaba, pero infinitamente despierta. Le despertó el claxon de un coche en una calle vecina. Pisó el embrague y cruzó la plaza, pasando por filas de coches aparcados.
El chico tenía la espalda muy recta. Su pie izquierdo señalaba hacia fuera en diagonal, el derecho hacia delante en línea recta. Tenía la cabeza y la barbilla levantadas. Los brazos le colgaban relajados a lo largo del cuerpo. Inhaló profundamente aire una vez antes de volver a soltarlo. Luego giró la cabeza hacia la izquierda, despacio, como si fuera a atacar por sorpresa no brusca, sino suavemente. Apretó los ojos y vio la raya amarilla a treinta metros, que se iba haciendo cada vez más nítida. Volvió a inspirar y contuvo el aliento. Su enorme tórax se hinchó y el chico levantó el arco hasta la altura de los ojos. Tensó, ancló y apuntó. Vio el punto rojo tocar la parte inferior de la diana. Esta vez quería un diez.
Era lo suficientemente bueno para conseguirlo en esos momentos dorados en que todo le salía bien. La flecha salió del arco y este cayó con elegancia de la mano y se quedó suspendido de la correa de la muñeca. La flecha alcanzó la diana con un sonido agudo. Soltó el resto del aire de los pulmones y palpó el carcaj en busca de otra flecha, sin dejar de mirar la diana, sin mover los pies. La colocó con habilidad en la cuerda. Quería tres dieces. Si tuviera suerte, la flecha número dos rozaría la primera con un sonido tintineante. De nuevo dejó el arco suspendido, inspiró, cerró los ojos, volvió a abrirlos, miró fijamente la diana y las plumas rojas de la primera flecha en el centro del círculo amarillo.
Entonces oyó un sonido, pero no quiso dejarse distraer. Un buen tirador no se deja distraer, sino que continúa el proceso sin perder la concentración. Pero el ruido iba en aumento, se oía cada vez más. A Kannick no le gustó, quería acabar la serie de tres flechas. Era un coche. La flecha número dos salió de la cuerda. Un ocho. Kannick gruñó irritado y volvió la cabeza. Un coche de policía entraba lentamente en el patio.
Kannick bajó el arco y se quedó inmóvil. Sejer salió del coche, vestido de uniforme. Querría saludarlo, preguntar qué tal le iba, si había dormido bien. Era un hombre amable. No tenía nada que temer de él. Kannick sonrió inseguro.
– Buenos días, Kannick.
Sejer no sonreía. Estaba serio. No parecía amable como la otra vez, sino preocupado. Se volvió y miró la diana.
– Has hecho un diez -constató.
– Sí -contestó Kannick orgulloso.
– ¿Es difícil? -preguntó Sejer con curiosidad, mirando el arco brillante.
– Sí, bastante. Llevo ya dos años con esto. Habría conseguido otro diez si no hubieras venido a estorbarme.
– Lo lamento mucho.
Sejer lo miró a los ojos con semblante serio.
– Te quitamos el arco y sigues tirando. ¿Cómo puedes explicarme esto?
Kannick miró al suelo.
– Es el de Christian. Me lo ha prestado.
– Pero no tienes permiso para usarlo sin vigilancia.
– Margunn ha ido al cuarto de baño. Tengo que entrenarme para el Campeonato de Noruega -dijo malhumorado.
– Lo comprendo, pero tendré que hablar con Margunn.
Sejer hizo un gesto con la cabeza, primero en dirección a la casa y luego a la alfombrilla y la diana hecha de papel reforzado. Era la única pasión de ese chico, y él se la estaba arrebatando. Odiaba esa situación. Al mismo tiempo, había algo dentro de él que se movía como el mecanismo de una bomba de relojería justo antes de explotar. Notó que su corazón latía más deprisa. No tenía por qué significar nada, pero ese pequeño detalle que de repente había descubierto podía significar todo, algo decisivo. Se esforzó por controlarse.
– Puedo practicar aquí en el patio, ¿no? -dijo Kannick, en parte como suplicando y en parte enfurruñado-, pero no en el bosque. Si quiero conseguir una buena puntuación en el Campeonato, tendré que entrenarme todos los días.
– ¿Cuándo es?
Sejer no reconoció su propia voz. Era ronca y ruda.
– Dentro de cuatro semanas.
El chico seguía con los pies en posición de tirar. Llevaba mocasines. Tenía un pie bastante grande, tal vez un cuarenta y tres. Los mocasines tenían suela de cuero y por consiguiente, ningún dibujo en zigzag, como las zapatillas de deportes. Los chicos de doce años solían llevar zapatillas de deportes. A Sejer le sorprendió que el chico llevara mocasines. Parecían zapatos de vestir y no pegaban mucho con los pantalones vaqueros cortados. Luchaba todo el tiempo contra esa sensación tan extraña que le subía por dentro.
– ¿Has dormido bien esta noche? -preguntó amable.
Kannick escuchó aturdido. La voz del policía era dulce, pero sus ojos eran fríos como la pizarra.
– He dormido como un tronco -contestó con valentía. Su propia mentira le dejó aturdido. Habían sucedido muchas cosas. Se había despertado cuando Margunn entró en la habitación para cambiar la ropa de la cama de Philip. Kannick se hizo el dormido, no soportaba tener que escuchar la voz de Margunn, intentando consolarle. A la vez, tenía miedo de dormirse pues había un sueño desagradable al acecho.
– Yo he dormido muy mal -dijo Sejer sombrío.
– ¿Ah, sí? -dijo Kannick, cada vez más inseguro porque no estaba acostumbrado a que los adultos le hicieran ese tipo de confesiones, pero ese hombre era distinto.
– ¿Quieres tirar una flecha mientras te miro? -preguntó Sejer.
Kannick vaciló.
– Vale. Pero he perdido el ritmo y entonces los tiros no suelen ser buenos.
– Solo es curiosidad -dijo Sejer en voz baja-. Nunca he visto de cerca a nadie tirando con arco.
Siguió a Kannick con la mirada. Todo el proceso, la concentración, el levantar el arco, apuntar y soltar era muy estético, incluso cuando lo realizaba esa mole de chico. El arco proporcionaba una fascinante unidad al cuerpo deforme. Kannick hizo un nueve y bajó el arco.
Sejer miró de nuevo en dirección a la casa y luego al chico.
– ¿Te pones guantes para tirar? -dijo señalando la mano del chico.
– Guantes de tiro -contestó Kannick-. Si no los llevara, la cuerda me despellejaría las puntas de los dedos. Algunos usan una dactilera de cuero, pero yo prefiero guantes. En realidad, solo se usa uno, en la mano que tensa, pero llevo guantes en las dos para guardar la simetría, y funciona muy bien. ¿Sabes? -dijo excitado-, cada tirador tiene sus manías. Christian parpadea una vez justo antes de soltar la flecha.
– Son muy raros -dijo Sejer mirando los guantes-. ¿Solo tienen tres dedos?
– Solo se usan tres dedos cuando se tensa y se suelta. Sobran el pulgar y el dedo meñique.
– Humm.
– Estos son de reserva y los he usado poco, por eso están rígidos -explicó Kannick-. Pero se ablandan enseguida.
– ¿Son nuevos? -preguntó Sejer, entornando los ojos-. ¿Por qué te has puesto unos nuevos?
Kannick se volvió, inseguro.