– ¿Importantes? ¡Pero si está muerta!
– Necesitamos una hora aproximada -dijo Gurvin con calma.
– No tengo reloj. Y no sé el tiempo que se tarda en venir desde su granja hasta aquí.
– ¿Qué te parece treinta minutos?
– He venido corriendo casi todo el camino.
– Entonces pondremos veinticinco.
El agente miró el reloj e hizo otra anotación. No se imaginaba que ese muchacho tan gordo fuera capaz de andar velozmente, sobre todo con una maleta a rastras. Descolgó de nuevo el auricular y volvió a marcar el número de Halldis. Lo dejó sonar ocho veces antes de volver a colgar.
En el fondo estaba satisfecho. Eso suponía una interrupción de la monotonía, y la necesitaba.
– ¿Puedo irme a casa ya?
– Déjame anotar tu número de teléfono.
De repente, el chico se puso a chillar con una voz muy aguda. La papada se movía en la cara redonda y el labio inferior le temblaba. Por fin, el agente sintió compasión. El chico transmitía la idea de que realmente había sucedido algo.
– ¿Quieres que llame a tu madre? -preguntó en voz baja-. ¿Podrá venir a recogerte?
Kannick lloriqueó.
– Vivo en la Colina de los Muchachos.
Ese dato hizo que el agente lo mirase con nuevos ojos. Fue como si un velo se posara sobre ellos, y Kannick vio con toda claridad cómo el hombre lo colocaba en su archivo interior bajo la etiqueta «de no fiar».
– ¿Conque sí, eh?
Gurvin se estiró los dedos, haciendo sonar los nudillos uno por uno, concluyendo con un profundo movimiento de cabeza.
– ¿Quieres que llame al personal para que venga alguien a buscarte?
– No hay gente suficiente. Solo está Margunn de guardia.
Volvió a mover los pies y seguía lloriqueando. El agente se suavizó de nuevo.
– Halldis Horn era muy mayor -explicó-. La gente mayor muere. Es ley de vida. Tú nunca habrás visto a una persona muerta, ¿verdad?
– ¡Pero si acabo de ver una!
Gurvin sonrió.
– Por regla general, simplemente se quedan dormidos. Por ejemplo, sentados en su mecedora. No hay que tener miedo de eso. No hay razón alguna para no dormir esta noche. ¿Me lo prometes?
– Había alguien allí -dijo de repente el chico.
– ¿En la granja?
– Errki Johrma.
Susurró el nombre como si se tratara de una palabrota.
Gurvin lo miró asombrado.
– Estaba detrás de un árbol, muy cerca del establo. Pero lo vi con toda claridad. Y luego se largó por entre los árboles.
– ¿Errki Johrma? No puede ser. Está ingresado en el manicomio. Lleva allí varios meses.
– Entonces se ha escapado.
– Eso puedo averiguarlo con una simple llamada -dijo el agente ofendido-. ¿Hablaste con él?
– ¡Estás loco!
– Lo investigaré. Pero primero tengo que averiguar lo de Halldis.
Intentó asimilar la noticia sobre Errki. No era supersticioso, pero empezaba a entender por qué algunos lo eran. Errki Johrma deslizándose entre los árboles, y Halldis muerta. O al menos desmayada. Le pareció haber oído eso antes, era una historia que se repetía.
De repente se le ocurrió algo.
– ¿Por qué llevas esa maleta? No tendréis ensayos de orquesta en medio del bosque, ¿no?
– No -contestó el chico, colocando una pierna a cada lado de la maleta, como si tuviera miedo de que se la requisaran-. Son cosas que llevo siempre. Me gusta andar por el bosque.
El agente lo miró meditabundo. El chico se había convertido de repente en un nudo de obstinación, pero debajo había, a pesar de todo, un gran temor, como si algo le hubiera asustado hasta la médula. Llamó a la Colina de los Muchachos, un orfanato para chicos con problemas de conducta y le pusieron con la directora, a quien explicó brevemente la situación.
– ¿Halldis Horn? ¿Muerta en la puerta de su casa? -La directora tenía una voz de preocupación y duda-. Me es imposible decirte si el chico miente o no. Todos mienten cuando les conviene y, de vez en cuando, les sale alguna que otra verdad. Hoy ya me ha engañado una vez pues, al parecer, se ha llevado el arco, y solo se le permite usarlo en compañía de un adulto.
– ¿El arco?
Gurvin no entendía nada.
– ¿No lleva una maleta?
El agente miró de reojo al chico y lo que sujetaba entre las piernas.
– Sí, la lleva.
Kannick adivinó de qué hablaban y apretó aún más sus gordas piernas.
– Es un arco de fibra de vidrio con nueve flechas. Va por el bosque matando cornejas con él.
La mujer no hablaba con severidad, solo con preocupación. Gurvin hizo luego otra llamada, esta vez al psiquiátrico de Varden, donde estaba ingresado Errki Johrma, o donde debía estar ingresado, pero el hombre, efectivamente, se había fugado.
Intentó quitar importancia al asunto. Los rumores sobre Errki eran ya, de antemano, lo bastante terribles. No mencionó a Halldis. Kannick se estaba poniendo cada vez más nervioso y no paraba de mirar hacia la puerta. ¿Qué ha pasado?, se preguntó Gurvin. Espero, por Dios, que el chico no la haya alcanzado con una de sus flechas.
– Al menos, Halldis murió en un día hermoso -dijo, como para animar-. Era muy mayor. Todos los que no somos ya niños soñamos con una muerte así.
Kannick Snellingen no contestó. Se limitó a hacer un gesto mudo con la cabeza y permaneció rígido y estirado, con la maleta entre las piernas. Los adultos pensaban que lo sabían todo. Pero ese agente pronto se daría cuenta de que no era así.
Gurvin condujo el coche lentamente hacia la granja. Hacía mucho tiempo que no iba por allí, tal vez un año. Dentro del pecho llevaba una piedra afilada que daba vueltas encolerizadas. Ahora que estaba solo en el coche, le surgió una pregunta: ¿Qué había visto el chico?
Kannick insistió en recorrer a pie los dos kilómetros que había hasta la Colina de los Muchachos. Margunn había prometido salir a su encuentro. Conociendo a la directora, Gurvin estaba seguro de que esperaría al chico con un refresco, un bollo y una amonestación, seguida de una suave caricia en el pelo. Lo demás tendría que esperar. Margunn sabía más que de sobra lo que necesitaba el chico en ese momento. Este ya se había tranquilizado un poco, y cuando se marchó lentamente su rostro mostraba que se estaba armando de valor.
El coche subió la ladera con la energía y el fervor de un terrier. Allí todo el mundo tenía coches con tracción a las cuatro ruedas. En el invierno, hacían falta por la nieve, y en la primavera por el barro. Las laderas eran empinadas, y resultaba difícil subirlas incluso con la carretera seca y firme como estaba ahora. Mientras conducía, pensaba en Errki Johrma. En el hospital habían confirmado la fuga del hombre a través de algo tan prosaico como una ventana abierta. Y luego, al parecer, se habría dirigido hacia esos parajes donde todo el mundo lo conocía. ¿Y por qué no? Allí se sentía en casa. No tenía la impresión de que el chico le hubiera mentido. Como casi todos los demás, Gurvin tenía una relación algo forzada con Errki pues los rumores que corrían sobre él era tan feos como el propio Errki. Tras él llegaba siempre una desgracia. Era como un mal augurio que dejaba tras de sí espanto y horror. Por fin, una vez lo detuvieron contra su voluntad, la gente empezó a sentir compasión por éclass="underline" El pobre está enfermo, más vale que reciba ayuda profesional. Se decía por ahí que estaba a punto de morirse de hambre, que lo encontraron en la cama del piso que le habían facilitado los servicios sociales, desnutrido como un prisionero de guerra. Estaba tumbado boca arriba con la mirada clavada en el techo, mientras recitaba con voz monótona, una y otra vez: Guisantes, carne y tocino; guisantes, carne y tocino.
Gurvin se puso a pensar en cosas del pasado mientras miraba de vez en cuando por la ventanilla. En cierto modo, tenía la íntima esperanza de que Errki no apareciera. Era tan terriblemente diferente… Sucio, horrible y desaliñado. Los ojos eran dos rendijas estrechas que nunca se abrían del todo; a veces, uno se preguntaba si realmente había un par de ojos allí dentro, como en los demás, o si solo se abría un crudo abismo por el que podía verse hasta su cerebro retorcido.