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– Porque… bueno, porque he tirado los viejos.

– Entiendo.

Sejer no dejaba de observar al chico. Kannick se miró la mano, los tres dedos cubiertos con un cuero muy fino y las estrechas tiras fijadas a una correa de velcro atada alrededor de la muñeca.

– ¿Por qué los has tirado?

– ¿Por qué?

Kannick estaba muy inquieto.

– Porque estaban muy gastados.

– Entiendo.

– ¿Y dónde los has tirado?

Sejer respiró con pesadez por la nariz.

– ¿Dónde? Pues no me acuerdo.

Se retorcía y sudaba. Ese maldito calor no cesaba. Los chicos habían ido a nadar con Thorleif e Inga. Él no había querido ir. Se sentía miserable en bañador y necesitaba entrenarse. En algún lugar le estaba esperando un trofeo. Por primera vez en su vida ganaría a otros. ¿Por qué no volvía Margunn? ¿Qué era lo que estaba a punto de pasar?

– ¿Dónde, Kannick?

– En la incineradora -contestó, pateando el suelo.

– Me mentiste, Kannick. Dijiste que viste a Errki allí arriba.

– ¡Lo vi! ¡Lo vi!

– Errki te vio a ti. Es distinto.

Sejer tuvo que esforzarse por mantener la voz tranquila.

– Voy a decirte una cosa. Creo que dices la verdad cuando afirmas que la muerte de Errki fue un accidente. Morgan lo ha confirmado.

Por un instante, Kannick pareció aliviado.

– Pero dudo que te dé pena.

– ¿Qué? -contestó Kannick perplejo.

– Errki está muerto y no puede delatarte. Te anticipaste a él. Por eso fuiste a ver a Gurvin. Antes de que Errki tuviera tiempo de decir que habías sido tú, fuiste corriendo a decir que había sido él. Nadie iba a creer al loco de Errki.

En ese momento llegó Margunn y miró perplejo a los dos.

– ¿Pasa algo?

Sejer asintió con la cabeza, y Margunn se puso nerviosa.

– Kannick -dijo por fin, como si quisiera llenar ese terrible silencio con algo, aunque no fuera nada importante-, no quiero que te pongas esos mocasines, son para la confirmación de Karsten. ¿Qué has hecho con tus zapatillas de deportes?

El arco cayó al suelo. El corazón de Kannick se encogió de repente y bombeó un chorro de sangre caliente a su cara. El futuro había llegado.

Así podría haber sucedido: Kannick estaba en el bosque con el arco. Mató una corneja y se disponía a volver cuando se le ocurrió la idea de pasar por casa de Halldis. Quizá la encontrara trabajando en el césped, de espaldas a la puerta. Se coló dentro. Encontró la cartera en la panera. Tal vez fuera cuestión de suerte o bien supiera que la guardaba allí. Salió de puntillas. Para su gran susto, vio que Halldis estaba en la escalera con una azada en la mano. A Kannick le entró pánico. Solía actuar primero y pensar después. Le arrebató la azada, puede que forcejearan un rato antes de que ella la soltara y el arma estuviera en poder del chico. Ella lo miraría con miedo y reproche. Entonces él levantaría la azada y la golpearía. Llevaba guantes de tiro y solo dejó unas huellas muy difusas. Halldis se cayó. Kannick atravesó corriendo el césped. Se paró un momento junto al pozo para mirar hacia atrás. De repente divisó una figura negra entre los árboles. Entendió que había sido observado. Salió disparado carretera abajo, pero se le cayó la cartera. Errki se acercó a la granja y descubrió a Halldis. Probablemente entró en la casa e incrédulo dio una vuelta por dentro, apoyándose en puertas y marcos, dejando huellas de sus zapatillas de deportes por todas partes. Al salir, encontró la cartera que a Kannick se le había caído. Se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta y, abrumado por eso tan terrible que había sucedido, bajó hasta la ciudad y la gente. Kannick fue corriendo a la policía rural para denunciarlo. Pues el que denuncia no es, claro está, el culpable. Además, podía aprovechar que había visto allí arriba al loco de Errki. ¿Qué había dicho Morgan?

Se vigilaron el uno al otro como perros.

Sacó el teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta y marcó un número. Skarre contestó.

– ¿Qué pasa?

Miró a su alrededor.

– Muchas cosas.

Contempló por la ventanilla del coche el bosque brumoso. Ojalá pudiera meterse en el mar de cabeza, para librarse de ese polvoriento calor.

– ¿Ha llamado alguien? -preguntó con ligereza.

Skarre se calló. En el transcurso de las últimas veinticuatro horas había tenido una agradable sospecha. A pesar de estar bastante seguro, dijo en tono malicioso:

– Define «alguien».

– Yo qué sé, cualquiera.

– No ha llamado nadie -dijo Skarre por fin.

– Está bien.

Se hizo de nuevo el silencio.

– ¿Ha pasado algo? -preguntó Skarre.

– No fue Errki quien mató a Halldis.

– Justo lo que me hacía falta ahora, tener que empezar de nuevo, coger a otro, oye, no estoy para bromas.

– No estoy bromeando. No fue él.

– ¡Vale, jefe!

Hubo un silencio muy largo. Skarre se quedó un rato pensando.

– Ya -dijo por fin-. Empiezo a entender de lo que estás hablando. Ha llamado una chica, la cajera de la tienda de Briggen. Se había acordado de algo importante que yo debía saber.

– Cuéntamelo.

– Uno de los chicos de la Colina de los Muchachos subió varias veces con Briggen a casa de Halldis para ayudarle, para entrenarse para la vida laboral o algo así. ¿Adivinas quién?

– Kannick -contestó Sejer.

– Solía recibir el pago en forma de chocolate. Podía saber dónde guardaba Halldis la cartera.

Sejer hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Skarre continuó:

– Oye, alguien vino a verte.

– Define «alguien».

– La doctora Struel.

– Ah, sí. ¿Y qué quería?

– No lo sé. Le di papel y un sobre y escribió una nota. Está sobre tu mesa.

Sejer arrancó el coche. Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza.

– Jacob -dijo con una chispa de malicia-. Sabes lo que significa esto, ¿no?

– ¿A qué te refieres?

– Tendrás que saltar en paracaídas.

– Bueno, bueno, tendré que hacerlo.

Una larga pausa.

– Pero para que quede claro de una vez por todas: no me gustan mucho las apuestas. No me importa si se pagan o no. No te perderé el respeto aunque te eches atrás.

– Pero tampoco irá en aumento, ¿no?

– Está bien como está.

– Claro que voy a saltar.

– Tienes una fe muy sólida, ¿verdad?

– Supongo que esta será la única vez en que la pondré a prueba. Tal vez sea ya hora.

Sejer abrió la puerta de su despacho y entró. Había un sobre blanco sobre el protector del escritorio que era un mapamundi. Estaba en medio del Pacífico, como un barco con velas blancas. Cogió el sobre con cuidado. Las manos le temblaban al sacar la hoja.

Skarre entró como un trueno. Se paró en seco al ver a su jefe con la hoja en su mano temblorosa.

– Ay, perdona -tartamudeó, avergonzado.

– ¿Qué está pasando?

Karin Fossum

***