Выбрать главу

Cinco de julio, y seguía haciendo el mismo calor.

El inspector Konrad Sejer se dejó llevar por un impulso. Cambió de rumbo y entró lentamente en el bar del Hotel Park. Nunca iba de bares. Pensándolo bien, se dio cuenta de que no había estado allí desde antes de que muriera Elise. La decisión de entrar le pareció inteligente. El interior del local estaba confortablemente sombrío y más fresco que la calle. Las espesas alfombras atenuaban el sonido de sus pasos, y la estancia en penumbra le permitía abrir del todo los ojos.

El local estaba casi vacío, pero había una mujer sentada junto a la barra. Se la distinguía muy bien porque estaba sola y llevaba un espectacular vestido rojo. La vio de perfil. Estaba buscando algo dentro del bolso. El vestido era bonito: suave, ajustado, rojo como una amapola. Tenía el pelo rubio y ondulado por detrás de las orejas. De repente levantó la vista y sonrió. Sorprendido, le devolvió el saludo. Había algo en ella que le resultaba familiar. Se parecía a la joven subinspectora de la Comisaría de cuyo nombre nunca se acordaba. No había ninguna copa delante de ella en la barra; al parecer, acababa de llegar.

– Buenas tardes -dijo, arrimándose lentamente-. Hace mucho calor estos días. ¿Quieres beber algo?

Le salió sin pensarlo. Se inclinó hacia la barra, un poco sorprendido de su descaro. Tal vez se debiera al calor o a la edad, que en algunos momentos empezaba a pesarle. Había cumplido ya los cincuenta, y todo caía en picado hacia una oscuridad misteriosa.

Pero ella hacía gestos amables y sonreía. Él podía ver muy dentro de su escote. El pecho contra la tela roja lo dejó sin aliento. Y los hombros, rectos y delgados justo debajo de la piel. De súbito se sintió avergonzado. Pero si no era la joven subinspectora, sino Astrid Brenningen, la recepcionista de los Juzgados. ¡Qué tonto era! Además, ella le sacaba veinte años a la otra y no se parecían en nada. Sería por esa luz tan escasa.

– Un Campari, por favor -dijo la mujer con una sonrisa socarrona, mientras él se buscaba la cartera en el bolsillo trasero, intentando aparentar serenidad.

No esperaba encontrarla allí, sola, sin compañía. Pero, por Dios, ¿y por qué Astrid no podía darse una vuelta y tomar una copa, y por qué no iba él a invitarla? Eran, por así decirlo, compañeros de trabajo al fin y al cabo. La verdad era que casi nunca hablaban, pero porque él nunca tenía tiempo para detenerse. Casi siempre iba camino de algo, camino de algo más importante que un pequeño ligue en la recepción. Además, él nunca ligaba, de manera que no entendía nada de lo que le estaba pasando.

Ella se tomó a pequeños y elegantes sorbos el Campari y de repente sonrió de un modo familiar. Él notó una especie de picor en la nuca. Tuvo que inclinarse sobre la barra para no caerse. Las rodillas le flaqueaban y el corazón le dio un vuelco. ¡Pero si no era Astrid Brenningen, sino su propia Elise!

Empezó a sudar, incapaz de entender cómo de repente ella estaba allí, sentada delante de él, después de todos esos años, sonriendo como si nada.

– ¿Dónde has estado? -tartamudeó, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.

En ese momento vio su propio brazo desnudo. De nuevo estaba a punto de desmayarse. ¡Ni siquiera llevaba camisa! ¡Se encontraba en el bar del Hotel Park con el torso desnudo! Desesperado, rodó hacia un lado de la cama, tapándose con el edredón. Y entonces abrió los ojos. Parpadeó un par de veces perplejo hacia la luz. El perro estaba sentado junto a la cama, mirándolo. Eran las seis de la mañana.

El perro tenía los ojos grandes y brillantes, como castañas pulidas. Ladeó la cabeza de un modo muy seductor y el pesado rabo se agitó optimista dos veces. Sejer intentó recuperarse tras el sueño.

– Te están saliendo canas -dijo, mirando el hocico del perro y observando que el pelo del animal había adquirido la misma tonalidad que su propio pelo.

– Hoy estar en casa. Tú cuidar de todo.

Las palabras sonaron más severas de lo que había pretendido, como si quisiera ocultar su turbación tras ese sueño. Salió de la cama. El perro gimió, ofendido, y se encogió sobre el suelo. Sonaba como cuando alguien suelta patatas de un saco desde poca altura. Lanzó una mirada herida a su amo. Esa mirada tan desgarradora nunca dejaba de asombrar a Sejer, ni cómo un animal de setenta kilos, con un cerebro del tamaño de una albóndiga, podía provocar en él esos sentimientos.

Se duchó con la mirada baja, tardando más de lo habitual, de espaldas a la puerta, como para que quedara claro quién era el jefe.

No le gustaban los días tan calurosos. Si pudiera elegir, elegiría días ligeramente nublados, sin viento, con una temperatura de catorce o quince grados, agosto o septiembre, con noches oscuras y agradables.

Esa mañana se tomó mucho tiempo. Leyó el periódico desde la primera hasta la última página. El asesinato de Finnemarka estaba en portada y también le dedicaron el primer lugar en las noticias de la radio. Esa tragedia llenaría los días de Sejer durante las siguientes semanas. Escuchó la entrevista con el agente de policía rural, Gurvin, y desayunó. Después sacó al perro de paseo. Dejó la ventana de la cocina entreabierta, bajó los toldos y comprobó que la copia de la llave estaba en su sitio, en el jarrón de flores al lado de la puerta. Si tardaba mucho en volver a casa, un amable vecino le sacaría al perro.

Cuando por fin se puso a andar por las calles, camino de su trabajo, eran ya las ocho. En su interior llevaba todavía el sueño de esa noche. Algo había tocado un punto dolorido de su corazón y lo había removido. Aún se sentía herido. Elise no estaba. Más que eso, Elise no existía desde hacía nueve años, y él seguía arrastrándose por la vida. Sus piernas funcionaban a la perfección, se lavaba y se aseaba, comía y trabajaba, se sentía incluso a gusto la mayor parte del tiempo. ¿O era una exageración afirmar algo así? La impotencia solo se apoderaba de él en forma de breves punzadas, como después de ese sueño o cuando estaba solo por las noches, escuchando música, la música que a ella le gustaba, la que habían escuchado juntos: Eartha Kitt, Billy Holiday.

Por la calle peatonal circulaba una corriente constante de personas vestidas de verano. Era viernes. Por delante se presentaba un largo fin de semana, y la expectativa de lo que podía traer se reflejaba en todos los rostros. Él no tenía ningún plan. No cogería vacaciones hasta mediados de agosto, y además, ahora, en época de vacaciones, la comisaría estaba bastante tranquila. Es decir, si no llegaba a hacer tanto calor que la gente se volviera loca. Por el momento llevaba tres semanas haciendo calor, y ya, a las ocho y trece de la mañana, el termómetro del tejado de los Grandes Almacenes marcaba veintiséis grados.

Puesto que los juzgados se encontraban en las afueras de la ciudad, él tenía la sensación de ir contra corriente. En la calle a rebosar, tenía que ir esquivando todo el rato a la gente que iba en dirección contraria, camino de las oficinas y tiendas situadas alrededor de la gran plaza. Echó un vistazo al cielo despejado. Exhibía un color etéreo y claro dentro del que desaparecieron sus ojos. Detrás de ese fino velo de luz había una oscuridad grande y fría. ¿Por qué de repente pensaba eso?

Sejer miraba velozmente las caras de la multitud. Por una décima de segundo, su mirada se encontraba con las de ellos, una por una. Los otros hacían lo mismo. Miraban un breve instante antes de bajar la vista. Lo que veían era a un hombre alto y nervudo, canoso y de piernas largas. Si se les hubiera preguntado, habrían contestado que seguramente se trataba de un hombre con un puesto de directivo. Bien vestido, pero algo conservador. Pantalones color crudo, camisa entre azul y gris y una estrecha corbata azul en la que apenas podía verse una pequeña cereza bordada.