Выбрать главу

El aire frío me enjugó las lágrimas de los ojos cuando me asomé para aspirar aire fresco. Unos niños que volvían a casa desde la escuela me saludaron con la mano y yo les devolví el saludo.

Cuando estuve seguro de que la corriente de aire entre la puerta y la ventana había ventilado la habitación, volví al interior para encontrar lo que fuera que iba a encontrar. No creía que se tratara de la clase de olor pensado para liquidar nada de menos tamaño que un elefante solitario.

Fui hasta la puerta de entrada y la abrí y la cerré varias veces para hacer entrar un poco más de aire limpio mientras observaba el escritorio, las sillas, las librerías y las pilas de libros y papeles que llenaban la pequeña habitación. Más allá había una puerta abierta y el extremo de un cabezal de cama de bronce.

Mientras me dirigía hacia el dormitorio, di con el pie contra algo que había en el suelo. Era una de esas bandejas baratas de hojalata, del tipo que se encuentra en un bar o en un café.

Salvo por la congestión de las dos caras que yacían juntas, una al lado de otra, se podría haber pensado queseguían durmiendo. Si tu nombre está escrito en la lista fúnebre de alguien, hay peores formas de morir que por asfixia.

Aparté el edredón y desabroché la chaqueta del pijama de Herr Drexler, dejando al descubierto una barriga hinchada y recorrida por venas y pústulas como si fuera un trozo de queso azul. La apreté con el dedo; se notaba dura. Como era de esperar, al presionar con más fuerza, hice que el cadáver se tirara una ventosidad, lo cual señalaba un trastorno gaseoso de los órganos internos. Parecía que los dos llevaran muertos al menos una semana.

Volví a taparlos con el edredón y regresé a la primera habitación. Durante un rato miré impotente los libros y papeles que había en el escritorio, incluso hice un desganado intento para descubrir alguna pista, pero dado que solo contaba con una muy vaga idea del puzzle, pronto abandoné mi intento, ya que era una pérdida de tiempo.

En el exterior, bajo un cielo color de madreperla, empezaba a encaminarme calle arriba, hacia el S-Bahn, cuando algo atrajo mi mirada. Había tanto equipamiento militar abandonado por todo Berlín que, salvo por la manera en que habían muerto los Drexler, no habría prestado ninguna atención a aquello. Sobre un montón de escombros que se habían ido acumulando en la cuneta había una máscara antigás. Una lata vacía rodó hasta mis pies cuando tiré de la cinta de goma. Completando rápidamente la escena del crimen, abandoné la máscara y me puse en cuclillas para leer la etiqueta que había en la lata oxidada.

«Zyklon-B. ¡Gas venenoso! ¡Peligro! ¡Manténgase en lugar fresco y seco! Protéjase del sol y de las llamas. Abrir y usar con extrema precaución. Kaliwerke A. G. Kolin.»

En mi mente, imaginé a un hombre de pie ante la puerta de los Drexler. Era bien entrada la noche. Nervioso, fumó a medias un par de cigarrillos antes de ponerse la máscara antigás y ajustar las correas para que le quedara bien apretada. Luego, abrió la lata de ácido prúsico cristalizado, volcó las bolitas, que ya se estaban licuando al contacto con el aire, en la bandeja que había traído con él, la deslizó rápidamente por debajo de la puerta, metiéndola en el piso de los Drexler. La pareja dormía, respirando profundamente, y perdió el conocimiento cuando el gas Zyklon-B, utilizado por primera vez con seres humanos en los campos de concentración, empezó a bloquear la producción de oxígeno en su sangre. No había muchas probabilidades de que los Drexler hubieran dejado una ventana abierta con aquel tiempo. Pero quizá el asesino colocara algo -una chaqueta o una manta- en la ranura inferior de la puerta para impedir que entrara aire fresco en el apartamento o para evitar que muriera alguien más en el edifìcio. Solo una parte de cada dos mil del gas era letal. Finalmente, al cabo de quince o veinte minutos, cuando las bolitas se hubieran disuelto completamente y el asesino estuviera seguro de que el gas había hecho su mortal y silencioso trabajo – consistente en que dos judíos más, por las razones que fuera, se reunieran con los otros seis millones- recogería la chaqueta, la máscara y la lata vacía (puede que no tuviera intención de dejar la bandeja; aunque no importaba, con seguridad llevaría guantes para manipular el Zyklon-B) y desaparecería en la noche.

Uno casi podía admirar tanta simplicidad.

9

En algún punto calle arriba, un jeep se alejó gruñendo en la negrura cargada de nieve. Limpié el vapor de la ventana con la manga y vi el reflejo de una cara que reconocí.

– Herr Gunther -dijo cuando yo me volví en el asiento-, me pareció que era usted.

Una fina capa de nieve le cubría la cabeza. Con su cráneo cortado a escuadra y sus orejas salientes y perfectamente redondeadas, me recordaba un cubo del hielo.

– Neumann -dije-, estaba seguro de que habías muerto.

Se secó la cabeza y se quitó la chaqueta.

– ¿Le importa si me siento? Mi novia aún no ha llegado.

– ¿Desde cuándo tienes novia, Neumann? Por lo menos, una que no hayas pagado.

Se removió nervioso.

– Mire, si va a…

– Relájate -dije-. Siéntate. -Llamé al camarero-. ¿Qué vas a tomar?

– Solo una cerveza, gracias. -Se sentó y me miró fijamente con los ojos entrecerrados-. No ha cambiado mucho, Herr Gunther. Algo más viejo, con el pelo algo más gris y bastante más delgado que antes, pero el mismo de siempre.

– No quiero ni pensar qué aspecto tendría si pensaras que he cambiado -dije irónicamente-. Pero lo que acabas de decir me parece una descripción bastante precisa de ocho años.

– ¿Tanto tiempo hace? ¿Desde la última vez que nos vimos?

– Guerra más o guerra menos. ¿Sigues escuchando por las cerraduras?

– Herr Gunther, no sabe ni la mitad de la historia -dijo con un resoplido-. Soy celador de la prisión de Tegel.

– No te creo. ¿Tú? Tienes más conchas que un galápago.

– De veras, Herr Gunther, es verdad. Los yanquis me han puesto a vigilar a los criminales de guerra nazis.

– Y tú eres sus trabajos forzados, ¿a que sí?

Neumann volvió a mostrarse agitado.

– Aquí llega tu cerveza.

El camarero dejó el vaso delante de él. Empecé a hablar, pero los estadounidenses de la mesa de al lado rompieron a reír a carcajadas. Luego uno de ellos, un sargento, dijo algo y esta vez incluso Neumann se rió.

– Ha dicho que no cree en la confraternización -explicó Neumann-. Dice que no quiere tratar a ninguna Fräulein igual que trata a su hermano.

Sonreí y miré a los estadounidenses.

– ¿Has aprendido a hablar inglés trabajando en Tegel?

– Claro. Allí aprendo muchas cosas.

– Siempre has sido un buen informador.

– Por ejemplo -dijo bajando la voz-, me he enterado de que los soviéticos han detenido un tren militar británico en la frontera para sacar dos coches con pasajeros alemanes. Se dice que es una represalia por el establecimiento de dos zonas. -Se refería a la fusión de las zonas británica y estadounidense de Alemania. Neumann bebió un poco de cerveza y se encogió de hombros-. Puede que haya otra guerra.

– No veo cómo -dije-. A nadie le queda estómago para otra dosis.

– No sé… quizá no.

Dejó el vaso y sacó una caja de rapé, que me ofreció. Rehusé con un ademán e hice una mueca al verlo coger un pellizco y metérselo dentro de la boca.

– ¿Vio algo de acción durante la guerra?

– Venga, Neumann, ya sabes que eso no se pregunta. Nadie pregunta una cosa así en estos días. ¿Me has oído preguntarte cómo conseguiste tu certificado de desnazificación?

– Puedo informarle de que lo conseguí legítimamente. -Sacó la cartera y desdobló un trozo de papel-. Nunca estuve implicado en nada. Libre del contagio nazi, dice aquí, y eso es lo que estoy, y me siento orgulloso de ello. Ni siquiera estuve en el ejército. -Solo porque no te aceptaron.