Выбрать главу

– Libre del contagio nazi -repitió enfadado.

– Debe ser lo único que no se te ha contagiado.

– ¿Y usted que está haciendo aquí? -replicó con cierta sorna.

– Me encanta venir al Gay Island.

– Nunca lo había visto antes, y hace tiempo que vengo por aquí a menudo.

– Sí que parece la clase de sitio en el que tienes que sentirte cómodo. Pero ¿cómo puedes permitírtelo, con el sueldo de un celador?

Neumann se encogió de hombros, evasivo.

– Debes de hacer muchos recados -sugerí.

– Bueno, hay que hacerlos, ¿no? -Sonrió entre dientes-. Apuesto a que está aquí por un caso, ¿verdad?

– Quizá.

– A lo mejor podría ayudarlo. Como he dicho, vengo mucho por aquí.

– De acuerdo. -Saqué la cartera y le enseñé un billete de cinco dólares-. ¿Has oído hablar alguna vez de alguien llamado Eddy Holl? Viene por aquí algunas veces. Está en el negocio de la publicidad. En una empresa llamada Reklaue and Werbe Zentrale.

Neumann tragó saliva y miró con desánimo el billete.

– No -dijo a regañadientes-, no lo conozco. Pero podría preguntar por ahí. El camarero es amigo mío. Podría preguntar…

– Ya lo he intentado. No es del tipo hablador. Pero, por lo que llegó a decir, no creo que conociera a Holl.

– Esa gente de la publicidad. ¿Cómo ha dicho que se llaman?

– Reklaue and Werbe Zentrale. Están en la Wilmersdorfer Strasse. Estuve allí esta tarde. Según ellos, Herr Eddy Holl está en las oficinas de su central en Pullach.

– Bueno, a lo mejor sí que está allí. En Pullach.

– Nunca he oído hablar de ellos. No puedo imaginarme que haya ninguna oficina central de nada en Pullach.

– Vaya, pues se equivoca.

– De acuerdo -dije-, sorpréndeme.

Neumann sonrió y señaló con la cabeza los cinco dólares que yo estaba volviendo a meter en la cartera.

– Por cinco dólares podría decirle todo lo que sé.

– Nada de rollos.

Asintió y le tiré el billete.

– Será mejor que valga la pena.

– Pullach es un pequeño suburbio de Munich. También es el cuartel general de la Dirección de Censura Postal del Ejército de Estados Unidos. Todo el correo para los Gl de Tegel tiene que pasar por allí.

– ¿Eso es todo?

– ¿Qué más quiere, la pluviosidad media anual?

– Está bien, no estoy seguro de para qué me sirve eso, pero gracias de todos modos.

– A lo mejor puedo tener los ojos abiertos por si veo a ese Eddy Holl.

– ¿Por qué no? Me voy a Viena mañana. Cuando llegue te telegrafiaré la dirección donde voy a estar por si te enteras de algo. El pago a la entrega.

– Joder, me gustaría poder ir. Me entusiasma Viena.

– Nunca me has dado la impresión de ser un tipo cosmopolita, Neumann.

– Supongo que no querrá entregar unas cuantas cartas cuando esté allí, ¿eh? Tengo unos cuantos austríacos en mi planta.

– ¿Qué dices? ¿Hacer de cartero para unos cuantos criminales de guerra nazis? No, gracias. -Me acabé la bebida y miré la hora-. ¿Crees que todavía vendrá, esa amiga tuya?

Me levanté para marcharme.

– ¿Qué hora es? -dijo frunciendo el ceño.

Le enseñé la esfera de mi Rolex de pulsera. Casi había decidido no venderlo. Neumann hizo una mueca cuando vio la hora.

– Supongo que algo la habrá retenido -dije.

Movió la cabeza tristemente.

– Ahora ya no vendrá. Mujeres.

Le di un cigarrillo.

– En estos tiempos, la única mujer en la que puedes confiar es en la esposa de otro.

– Es un mundo asqueroso, Herr Gunther.

– Sí, pero, oye, no se lo digas a nadie.

10

En el tren a Viena había un hombre que hablaba de lo que les habíamos hecho a los judíos.

– Mire -decía-, no pueden culparnos por lo que pasó. Estaba predestinado. Solo nos limitamos a cumplir la profecía de su propio Antiguo Testamento, la que habla de José y sus hermanos. Ahí tenemos a José, el hijo más joven y el favorito de un padre represor, a quien tomamos como símbolo de toda la raza judía. Y luego están todos los demás hermanos, símbolo de los gentiles de todas partes, pero supongamos que son alemanes y que, naturalmente, están celosos del niño bonito. Es más guapo que los demás; tiene una chaqueta de muchos colores. Por Dios, no es de extrañar que lo odien. No es de extrañar que lo vendan como esclavo. Pero lo que es importante observar es que lo que los hermanos hacen es tanto una reacción contra un padre severo y autoritario, o una patria, si lo prefiere, como contra un hermano que parece gozar de demasiados privilegios. -El hombre se encogió de hombros y empezó a frotarse el lóbulo de una oreja con forma de interrogante pensativamente-. En realidad, si lo piensas bien, tendrían que agradecérnoslo.

– ¿Cómo llega a esa conclusión? -pregunté con una considerable falta de fe.

– De no ser por lo que hicieron los hermanos de José, los hijos de Israel nunca habrían sufrido esclavitud en Egipto, nunca habrían sido conducidos hasta la tierra prometida por Moisés. Del mismo modo, de no ser por lo que nosotros, los alemanes, hicimos, los judíos nunca habrían vuelto a Palestina. Fíjese, si incluso están a punto de establecer un nuevo Estado. -Los ojillos del hombre se entrecerraron como si fuera uno de los pocos elegidos para echar una ojeadaa la agenda de Dios-. Oh, sí -dijo- ha sido el cumplimiento de una profecía, justo eso.

– No sé nada de ninguna profecía -dije gruñendo, y señalé con el pulgar la escena que pasaba casi rozando la ventanilla del vagón: un convoy de tropas del Ejército Rojo, que parecía interminable, yendo hacia el sur por la autobahn, paralela a la línea del ferrocarril-, pero lo que si sé seguro es que, a lo que parece, hemos acabado en el mar Rojo.

Era famosa, esa columna infinita de hormigas rojas, omnívoras y salvajes, que asolaban el país y cogían todo lo que podían acarrear -más de lo que cada una pesaba- para llevarlo a sus colonias semipermanentes, dirigidas por obreros. Y al igual que un plantador brasileño que ha visto cómo su cosecha de café es devastada por esas criaturas sociales, mi odio hacia los rusos se atemperaba con un grado igual de respeto. Durante siete largos años había luchado contra ellos, los había matado, había sido su prisionero, había aprendido su lengua y, finalmente, había escapado de uno de sus campos de trabajos forzados. Siete delgadas espigas de trigo malogradas por el viento del este, que devoraba las siete espigas buenas.

Al estallar la guerra yo era Kriminalkommissar de la sección 5 de la Oficina de Seguridad del Reich y, automáticamente, quedé clasificado como teniente de las SS. Aparte de jurar lealtad a Adolf Hitler, ser un SS Obersturmführer no pareció representar un gran problema hasta junio de 1941, cuando a Arthur Nebe, antes jefe de la policía criminal del Reich y ascendido entonces a SS Gruppenführer, le dieron el mando de un grupo de combate como parte de la invasión de Rusia.

Yo fui solo uno de los diversos miembros del personal de la policía reclutados para el grupo de Nebe, cuyo objetivo era, o así lo creía yo, seguir a la Wehrmacht a la Rusia blanca ocupada y combatir las infracciones de la ley y el terrorismo de cualquier tipo. Entre mis propios deberes en el cuartel general del grupo en Minsk estaba requisar los archivos de la NKVD rusa y capturar a la escuadra de la muerte de la NKVD que había asesinado a cientos de rusos blancos, prisioneros políticos, para impedir que fueran liberados por el ejército alemán. Pero los asesinatos en masa son algo endémico en cualquier guerra de conquista y pronto fue evidente para mí que mi propio bando también estaba asesinando a prisioneros rusos. Luego llegó el descubrimiento de que el principal propósito de los grupos de combate no era la eliminación de terroristas, sino el asesinato sistemático de civiles judíos.