– Creí que hablaba usted bastante claro.
– Un mero intento, se lo aseguro -dijo con altivez.
Dejamos mi equipaje en una pensión de aspecto confortable en el Bezirk 8, en el sector norteamericano, y seguimos hasta las oficinas de Liebl en el centro. Al igual que Berlín, Viena estaba dividida entre las cuatro potencias y cada una controlaba un sector. La única diferencia era que el centro de Viena, rodeado por el amplio bulevar lleno de grandiosos hoteles y palacios llamado el Ring, estaba bajo el control de las cuatro potencias conjuntamente, en forma de la Patrulla Internacional. Otra diferencia, visible de forma inmediata, era el estado de la capital de Austria.Era cierto que la ciudad había sido bombardeada, pero, comparada con Berlín,Viena tenía un aspecto más limpio que el escaparate de un enterrador.
Cuando por fin estuvimos sentados en el despacho de Liebl, buscó las carpetas de Becker y repasó los datos del caso conmigo.
– Naturalmente, la prueba más sólida contra Becker es su posesión del arma del crimen -dijo Liebl, pasándome un par de fotografías de la pistola que había matado al capitán Linden.
– Walther P38 -dije-. Culata de las SS. Yo mismo usé una así durante el último año de la guerra. Vibran un poco, pero una vez que dominas la fuerza del gatillo, por lo general, puedes disparar con bastante precisión. De todos modos, a mí nunca me gustó mucho el percutor exterior. No, yo prefiero la PPK. -Le devolví las fotos-. ¿Tiene alguna de las fotos hechas por el patólogo al capitán?
Liebl me entregó un sobre con un desagrado evidente.
– Es extraño el aspecto que tienen una vez limpios de nuevo -dije mientras miraba las fotos-. Le disparas a un tipo en la cara con una 38 y no tiene peor aspecto que si le hubieran quitado un lunar. Un cabrón atractivo, hay que reconocerlo. ¿Encontraron la bala?
– En la siguiente foto.
Asentí al verla. «No se necesita mucho para matar a un hombre», pensé.
– La policía encontró también varios cartones de cigarrillos en casa de Herr Becker -dijo Liebl-. Cigarrillos de la misma clase que los que había en el viejo estudio donde mataron a Linden.
Me encogí de hombros.
– Le gusta fumar. No entiendo de qué pueden acusarlo unas cuantas cajetillas de tabaco.
– ¿No? Deje que se lo explique. Se trataba de cigarrillos robados de la fábrica de tabaco de la Thaliastrasse, que está bastante cerca del estudio. Quienquiera que los robara usaba el estudio como almacén. Cuando Becker encontró el cuerpo del capitán Linden por primera vez, se apropió de unos cuantos cartones antes de irse a casa.
– Sí, eso suena típico de Becker -dije suspirando-. Siempre ha tenido las manos muy largas.
– Bueno, ahora lo que importa es la longitud de su cuello. No necesito recordarle que se trata de un crimen castigado con la pena de muerte, Herr Gunther.
– Puede recordármelo siempre que lo crea conveniente, Herr Doktor. Dígame, ¿a quién pertenece el estudio?
– Drittemann Film-und Senderaum GMBH. Por lo menos ese es el nombre de la compañía en el contrato de arrendamiento. Pero nadie parece recordar que se haya hecho ninguna película allí. Cuando la policía registró el lugar no encontraron ni siquiera un foco viejo.
– ¿Podría echar un vistazo por dentro?
– Veré si puedo arreglarlo. Bueno, si tiene otras preguntas, Herr Gunther, le sugiero que las reserve para mañana por la mañana, cuando veamos a Herr Becker. Entretanto, hay dos o tres cosas que tenemos que arreglar; por ejemplo, el pago del resto de sus honorarios y sus gastos. Por favor, perdóneme un momento mientras saco su dinero de la caja fuerte.
Se levantó y salió de la sala.
El despacho de Liebl, en la Judengasse, estaba en el primer piso por encima de una zapatería. Cuando volvió a su despacho, con dos paquetes de billetes de banco, me encontró mirando por la ventana.
– Dos mil quinientos dólares estadounidenses, en efectivo, según lo acordado -dijo fríamente- y mil schillings austríacos para cubrir sus gastos. Cualquier suma adicional tendrá que ser autorizada por Fraülein Braunsteiner, la novia de Herr Becker. Del coste de su alojamiento se encargará esta oficina. -Me alargó una pluma-. ¿Me firmará este recibo, por favor?
Eché una ojeada al escrito y luego lo firmé.
– Me gustaría conocerla -dije-. Me gustaría conocer a todos los amigos de Becker.
– Según las órdenes que me han dado, ella se reunirá con usted en la pensión.
Me embolsé el dinero y volví a la ventana.
– Confío en que si la policía lo pilla con todos esos dólares puedo confiar en su discreción. Hay normas sobredivisas que…
– Dejaré su nombre fuera de todo, no se preocupe. Por curiosidad, ¿qué me impide coger el dinero y volver a casa?
– Está repitiendo mi propia advertencia a Herr Becker. En primer lugar, dijo que usted era un hombre de honor y que si le pagaban para hacer un trabajo, lo hacía. Que no era la clase de gente que lo dejaría colgado. Fue muy tajante al respecto.
– Me conmueve -dije-. ¿Y en segundo lugar?
– ¿Puedo ser franco?
– ¿Por qué detenerse ahora?
– Muy bien. Herr Becker es uno de los peores mañosos de Viena. Pese a sus apuros actuales, no carece por completo de influencias en ciertos, digamos, sectores nefandos de la ciudad. -Su cara mostró una expresión afligida-. Me resisto a decir nada más para no parecer un vulgar matón.
– Ha sido lo bastante sincero, Herr Doktor. Gracias.
Se acercó a la ventana.
– ¿Qué está mirando?
– Me parece que me siguen. ¿Ve aquel hombre?
– ¿El que está leyendo el periódico?
– Estoy seguro de haberlo visto en la estación.
Liebl sacó unas gafas del bolsillo superior de la chaqueta y las sujetó a sus viejas orejas peludas.
– No parece austríaco -dictaminó finalmente-. ¿Qué periódico está leyendo?
Entrecerré los ojos un momento.
– El Wiener Kurier.
– Hum… En cualquier caso, no es comunista. Probablemente, estadounidense, un agente de campo de la sección de Investigaciones Especiales de su policía militar.
– ¿Vestido de paisano?
– Me parece que ya no les obligan a llevar uniforme. Por lo menos, en Viena. -Se quitó las gafas y se dio media vuelta-. Me atrevería a decir que es algo rutinario. Querrán saberlo todo sobre cualquier amigo de Herr Becker. Tiene que estar preparado para que lo detengan en algún momento para interrogarlo.
– Gracias por la advertencia. -Empecé a apartarme de la ventana, pero mi mano quedó detenida en la enorme contraventana, con su travesaño de aspecto sólido-. No hay duda de que sabían cómo construir estos viejos edificios,¿verdad? Esto parece pensado para impedir el paso a un ejército.
– No a un ejército, Herr Gunther. A una turba. Esto era el corazón del gueto. En el siglo xv, cuando se construyó la casa, tenían que estar preparados para un pogromo de vez en cuando. Nada cambia demasiado, ¿verdad?
Me senté frente a él y fumé un Memphis del paquete que había comprado con el dinero de Poroshin. Le ofrecí el paquete a Liebl, que cogió un cigarrillo y lo guardó con cuidado en una pitillera. Él y yo no habíamos tenido el mejor de los comienzos. Era hora de reparar unos cuantos puentes-. Quédese el paquete -dije.
– Es usted muy amable -respondió, pasándome un cenicero a cambio.
Al observarlo mientras encendía un cigarrillo, me pregunté qué genealogía de perversiones le había marcado la cara, en un tiempo atractiva. Las grises mejillas estaban profundamente señaladas por unas estrías casi glaciares, y la nariz, fruncida como si alguien acabara de contar un chiste de muy mal gusto. Tenía los labios muy rojos y delgados y sonreía como una vieja y artera culebra, una sonrisa que solo servía para acentuar el aire de disipación que los años y, más probablemente, la guerra le habían grabado en la cara. Él mismo lo explicó.
– Pasé una temporada en un campo de concentración. Antes de la guerra era miembro del Partido Social Cristiano. Ya sabe, la gente prefiere olvidar, pero en Austria había mucha simpatía por Hitler. -Tosió un poco cuando el humo le alcanzó los pulmones-. Nos fue muy bien que los Aliados decidieran que Austria había sido una víctima de la agresión nazi en lugar de colaborar con ella. Pero también es absurdo. Somos los burócratas perfectos, Herr Gunther. Es extraordinario el número de austríacos que llegaron a ocupar puestos cruciales en la organización de los crímenes de Hitler. Y muchos de esos mismos hombres, y bastantes alemanes, viven ahora aquí, en Viena. En este mismo momento la Junta de Seguridad para la Alta Austria está investigando el robo de una gran cantidad de carnés deidentidad de la Oficina Estatal de Imprenta de Viena. Así que, como ve, los que se quieren quedar aquí siempre pueden encontrar medios para hacerlo. La verdad es que a esos hombres, a esos nazis, les gusta vivir en mi país. Pueden contar con quinientos años de odio a los judíos para sentirse como en casa.