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»Le comento estas cosas porque como pifke… -sonrió disculpándose- como prusiano, puede tropezar con una cierta hostilidad en Viena. Ahora los austríacos tienden a rechazar todo lo alemán. Se están esforzando mucho por ser austríacos. Un acento como el suyo puede recordar a algunos vieneses que durante siete años fueron nacionalsocialistas. Un hecho difícil de digerir que, ahora, la mayoría prefiere creer que fue poco más que una pesadilla.

– Lo tendré presente.

Después de la reunión con Liebl regresé a la pensión de la Skodagasse, donde encontré un mensaje de la novia de Becker diciendo que pasaría a verme hacia las seis para asegurarse de que estaba cómodo. La Pensión Caspian era un lugar pequeño, pero de primera clase. Tenía un dormitorio con salita y cuarto de baño. Incluso había una diminuta galería cubierta donde habría podido sentarme si fuera verano. Tenía una temperatura agradable y parecía haber un suministro de agua inacabable; un lujo desusado. Hacía poco que acababa de tomar un baño, un baño tan largo que incluso Marat le habría puesto objeciones, cuando alguien llamó a la puerta de la sala y, al mirar la hora, vi que eran casi las seis. Me puse el abrigo y abrí la puerta.

Era pequeña y con ojos brillantes, con las mejillas sonrosadas de un niño y un pelo negro que parecía no necesitar un peine. La sonrisa, que mostraba unos dientes perfectos, se desdibujó un poco cuando vio que estaba descalzo.

– ¿Herr Gunther? -dijo, vacilante.

– Fräulein Traudl Braunsteiner.

Asintió.

– Pase. Me temo que me he quedado más de lo debido en el baño, pero la última vez que disfruté de agua calientede verdad fue cuando volví del campo de concentración soviético. Siéntese mientras me pongo algo de ropa.

Cuando volví a la sala, vi que había traído una botella de vodka y que estaba llenando dos vasos en una mesa al lado del ventanal. Me tendió mi bebida y nos sentamos.

– Bienvenido a Viena -dijo-. Emil me pidió que le trajera una botella. -Dio un golpecito con el pie al bolso que tenía en el suelo, a su lado-. En realidad, he traído dos. Las he tenido colgando fuera de la ventana del hospital todo el día, así que el vodka está bien frío. No me gusta el vodka si no está frío.

Entrechocamos los vasos y bebimos; el fondo de su vaso se posó en la mesa antes que el mío.

– ¿No estará enferma, verdad? Ha hablado del hospital.

– Soy enfermera, en el General. Puede verlo si va hasta el final de la calle. En parte, esa es la razón de que le buscara esta pensión, porque está muy cerca. Pero también porque conozco a la propietaria, Frau Blum-Weiss. Era amiga de mi madre. Y también pensé que preferiría estar cerca del Ring y del sitio donde mataron al capitán norteamericano. Está en la Dettergasse, al otro lado del cinturón exterior de Viena, el Gürtel.

– Es un sitio perfecto. A decir verdad, es mucho más cómodo que lo que tengo en casa, en Berlín. Las cosas son bastante difíciles allí. -Llené de nuevo los vasos-. ¿Cuánto sabe exactamente de lo que ha pasado?

– Sé todo lo que Liebl le ha dicho y todo lo que Emil le dirá mañana por la mañana.

– ¿Y de los negocios de Emil?

Traudl Braunsteiner sonrió, coqueta, y soltó una risita burlona.

– Tampoco hay mucho que no sepa de los negocios de Emil. -Al notar que uno de los botones de su arrugada gabardina colgaba de un hilo, lo acabó de arrancar y se lo metió en el bolsillo. Era como un bello pañuelo de encaje que necesitara un buen lavado-. Supongo que, como soy enfermera, no me importa tanto eso del mercado negro. Yo misma he robado algunos medicamentos, no me importa admitirlo. En realidad, todas lo hacemos en un momento otro. Para algunas la opción es sencilla: o vendes penicilina o te vendes tú. Imagino que tenemos suerte de tener algo que vender. -Se encogió de hombros y se tragó su segundo vodka-. Ver cómo sufre y muere la gente no te lleva a tener un gran respeto por la ley y el orden. -Se rió, como disculpándose-. El dinero no vale para nada si no estás en condiciones de gastarlo. ¡Dios!, ¿cuánto tendrá la familia Krupp? Probablemente miles de millones, pero uno de ellos está encerrado aquí, en Viena, en el manicomio.

– Está bien -dije-, no le pedía que se justificara ante mí.

Pero estaba claro que trataba de justificarse ante sí misma.

Traudl dobló las piernas, metiéndolas debajo del trasero. Sentada despreocupadamente en el sillón, parecía importarle tan poco como a mí que yo le viera la parte superior de las medias, el liguero y el inicio de sus suaves y blancos muslos.

– ¿Qué le vamos a hacer? -dijo, mordisqueándose una uña-. De vez en cuando todo el mundo en Viena tiene que comprar algo y acude al Parque Ressel.

Me explicó que ese era el principal centro del mercado negro de la ciudad.

– En Berlín es la Puerta de Brandeburgo -dije-. Y delante del Reichstag.

– ¡Qué curioso! -dijo soltando una risita maliciosa-. En Viena estallaría un escándalo si eso pasara a las puertas del Parlamento.

– Pero eso es porque tienen un Parlamento. Aquí los Aliados se limitan a supervisar. En Alemania gobiernan de verdad.

Mi visión de su ropa interior desapareció cuando ella se estiró el borde de la falda.

– No lo sabía. Pero no importa. Aquí seguiría habiendo un escándalo, con Parlamento o sin él. Los austríacos son muy hipócritas. Uno pensaría que tendrían que sentirse cómodos con esas cosas; aquí el mercado negro ha existido desde los tiempos de los Habsburgo. Entonces no se trataba de cigarrillos, claro, sino de favores, de influencias. Los contactos personales siguen pesando mucho.

– Hablando de eso, ¿cómo conoció a Becker?

– Arregló unos papeles para una amiga mía, una enfermera del hospital. Y nosotras robamos algo de penicilina para él. Eso fue cuando aún era posible encontrarla. Fue poco después de morir mi madre. -Abrió más los brillantes ojos, como tratando de comprender algo-. Se tiró al paso del tranvía. -Forzando una sonrisa y soltando una especie de risa desconcertada, se las arregló para controlar sus sentimientos-. Mi madre era una austríaca muy vienesa, Bernie. Siempre nos estamos suicidando. Es nuestra manera de vivir. De cualquier modo, Emil fue muy amable y divertido. En realidad, me ayudó en mi dolor. ¿Sabe?, ella era mi única familia. Mi padre murió en un bombardeo y mi hermano en Yugoslavia, luchando contra los partisanos. Sin Emil, de verdad que no sé qué habría sido de mí. Si a él le pasara algo… -Los labios de Traudl se tensaron al imaginar el destino que, muy probablemente, aguardaba a su amante-. Harás todo lo que puedas por él, ¿verdad? Emil dijo que eras la única persona en la que podía confiar para descubrir algo que le diera alguna posibilidad.

– Haré todo lo que pueda por él, Traudl, te lo prometo. -Encendí dos cigarrillos y le di uno-. Quizá te interese saber que, normalmente, declararía culpable a mi propia madre si la encontrara de pie al lado de un cadáver con una pistola en la mano. Pero, si te sirve de algo, creo la historia de Becker, aunque solo sea porque, de tan mala que es, resulta verosímil. Por lo menos, hasta que él me la cuente. Puede que eso no te sorprenda mucho, pero tan seguro como que hay infierno que a mí sí que me impresiona. Eso sí, mírame las manos. No están bañadas en un aura de santidad. Y el sombrero que hay en el aparador… tampoco es para cazar ciervos. Así que si tengo que sacarlo de esa maldita celda, tu amigo tendrá que darme un ovillo de hilo. Mañana por la mañana, será mejor que tenga algo que decir en su favor o para este espectáculo no valdrá la pena gastar ni el precio del maquillaje.