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El castigo más terrible de la ley es siempre lo que pasa en la imaginación de alguien; la perspectiva de la propia muerte, ejecutada por sentencia judicial, alimenta ideas del tipo más ingeniosamente masoquista. Someter a un hombre a un juicio en que se juega la vida es llenarle la cabeza de pensamientos más crueles que cualquier castigo que pueda inventarse. Y, como es natural, la idea de cómo debe de ser caer varios metros a través de una trampilla, para verte detenido bruscamente por una cuerda atada alrededor del cuello, afecta a cualquiera. Es difícil dormir, se pierde el apetito y no es raro que el corazón empiece a sufrir bajo la tensión de lo que la propia mente le impone. Incluso para la inteligencia más mediocre y carente de imaginación, solo se necesita girar la cabeza de un lado a otro del cuello y oír el crujido de las vértebras para sentir en el fondo del estómago el espantoso horror del ahorcamiento.
Así que no me sorprendió ver que Becker se había convertido en una versión más delgada y descolorida de sí mismo. Nos reunimos en un locutorio pequeño y sin apenas muebles de la prisión de Rossauer Lände. Cuando entró en la sala, me estrechó la mano en silencio antes de dirigirse al guardián que se había apostado al lado de la puerta.
– Eh, Pepi -dijo Becker jovialmente-, ¿te importa? -Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un paquete de cigarrillos que lanzó a través de la sala. El vigilante llamado Pepi los cogió al vuelo y miró la marca-. Fumátelos fuera, ¿vale?
– De acuerdo -dijo Pepi, y se marchó.
Becker asintió, agradecido, cuando los tres nos sentamos en torno a la mesa atornillada a la pared de azulejos amarillos.
– No se preocupe -le dijo a Liebl-. Aquí todos los guardias están en el ajo. Mucho mejor que en el Stiftskaserne, puede estar seguro. No había forma de untar a ninguno de aquellos jodidos yanquis. No hay nada que esos cabronesquieran que no puedan conseguirlo ellos mismos.
– A mí me lo cuentas -dije, y saqué mis propios cigarrillos. Liebl los rechazó con un gesto cuando se los ofrecí-. Estos son de tu amigo Poroshin -expliqué mientras Becker sacaba uno del paquete.
– Todo un personaje, ¿verdad?
– Tu mujer cree que es tu jefe.
Becker encendió los dos cigarrillos y soltó una nube de humo por encima de mi hombro.
– ¿Has hablado con ella? -dijo, pero no parecía sorprendido.
– Aparte de los cinco mil, ella es la única razón de que esté aquí -dije-. Con ella en contra tuya, decidí que probablemente necesitabas toda la ayuda que pudieras conseguir. En lo que a ella respecta, ya estás colgando.
– Tanto me odia, ¿eh?
– Como a una llaga abierta.
– Bueno, supongo que tiene derecho. -Suspiró y sacudió la cabeza. Luego dio una larga y nerviosa calada al cigarrillo que apenas dejó papel encima del tabaco. Durante un segundo me miró fijamente con los ojos inyectados en sangre, parpadeando a través del humo. Al cabo de unos segundos, tosió y sonrió al mismo tiempo-. Adelante, pregunta.
– De acuerdo. ¿Mataste al capitán Linden?
– Pongo a Dios por testigo de que no. -Soltó una carcajada-. ¿Puedo irme ahora, señor?- Dio otra calada desesperada al cigarrillo-. Me crees, ¿verdad, Bernie?
– Creo que si estuvieras mintiendo, tendrías una historia mejor. Te reconozco la suficiente sensatez. Pero, como le decía a tu novia…
– ¿Has visto a Traudl? Bien. Es estupenda, ¿verdad?
– Sí, lo es. Solo Dios sabe qué habrá visto en ti.
– Disfruta de mi conversación de sobremesa, claro. Por eso no le gusta que esté encerrado aquí. Echa en falta nuestras agradables charlas sobre Wittgenstein, al lado del fuego. -La sonrisa se le borró del rostro cuando tendió la mano y me cogió del brazo-. Mira, tienes que sacarme de aquí, Bernie. Los cinco mil eran solo para que entraras en eljuego. Demuestra que soy inocente y triplicaré esa suma.
– Los dos sabemos que no va a ser fácil.
Becker me entendió mal.
– El dinero no es problema; tengo mucho. Hay un coche aparcado en un garaje de Hernals con treinta mil dólares en el maletero. Es tuyo si me sacas de aquí.
Liebl hizo un gesto de desagrado mientras su cliente continuaba demostrando su evidente falta de visión para los negocios.
– Realmente, Herr Becker, en tanto que abogado suyo tengo que protestar. Esta no es la manera de…
– Cierre la boca -dijo Becker rabioso-. Cuando quiera su opinión, se la pediré.
Liebl se encogió de hombros diplomáticamente y se recostó en la silla.
– Mira, hablaremos de una prima extra cuando estés fuera. El dinero es estupendo. Ya me has pagado bien. No hablaba de dinero. No, lo que querría ahora son unas cuantas ideas. Así que, ¿por qué no empiezas por hablarme de Herr König? Dónde lo conociste, qué aspecto tiene, y si crees que le gusta el café con leche, ¿vale?
Becker asintió y apagó el cigarrillo, pisándolo contra el suelo. Cerró y abrió las manos y empezó a chascar los nudillos, incómodo. Probablemente había repasado la historia demasiadas veces para sentirse cómodo repitiéndola.
– De acuerdo. Bien, veamos. Conocí a Helmut König en el Koralle. Es un club nocturno en el Bezirk 9. En la Porzellangasse. Se me acercó y se presentó. Dijo que había oído hablar de mí y que quería invitarme a tomar algo. Yo acepté. Hablamos de las cosas corrientes: de la guerra, de que él había estado en Rusia, de que yo estaba en la Kripo antes de las SS; igual que tú, en realidad. Solo que tú te fuiste, ¿no, Bernie?
– No te vayas por las ramas.
– Dijo que unos amigos le habían hablado de mí. No dijo qué amigos. Había un negocio que quería ofrecerme: una entrega regular al otro lado de la Frontera Verde. Dinero en metálico, sin hacer preguntas. Era fácil. Lo único quetenía que hacer era recoger un paquete pequeño en una oficina aquí, en Viena, y llevarlo a otra oficina en Berlín. Pero solo cuando yo tuviera que ir, con un camión cargado de cigarrillos o algo por el estilo. Si me hubieran cogido, probablemente ni se hubieran fijado en el paquete de König. Al principio pensé que eran medicamentos, pero luego abrí uno y vi que eran documentos; archivos del partido, del ejército, de las SS, todo eso. No entendía por qué valía tanto dinero.
– ¿Siempre eran solo documentos?
Asintió.
– El capitán Linden trabajaba para el Centro de Documentación de Estados Unidos en Berlín -expliqué-. Era un cazanazis, Esos documentos, ¿recuerdas algún nombre?
– Bernie, eran sabandijas, morralla. Cabos y encargados de pagar los sueldos en el ejército. Cualquier cazanazis los habría tirado a la basura. Esos tipos van detrás de los peces gordos, gente como Bormann y Eichmann, no de jodidos funcionarillos.
– Sin embargo, esos documentos eran importantes para Linden. Quienquiera que le matara, también hizo que mataran a un par de detectives aficionados que él conocía. Dos judíos que habían sobrevivido a los campos y que querían saldar algunas cuentas. Los encontré muertos hace unos días. Llevaban algún tiempo así. Puede que los documentos fueran para ellos. O sea, que me ayudaría si procuraras recordar algunos de los nombres.
– Claro, lo que tú digas, Bernie. Trataré de encontrar un hueco en mi ocupadísima agenda.