– Quiere carbón, ¿es eso?
– ¿Puede conseguir algo?
– ¿Cuánto quiere?
– Cincuenta kilos estaría bien.
– De acuerdo.
– Vuelva dentro de veinticuatro horas -le dije-. Para entonces debería de tener alguna información.
Treinta minutos más tarde, después de dejar una nota para mi esposa, salía del apartamento y me dirigía a la estación de ferrocarril.
A finales de 1947, Berlín seguía pareciéndose a una colosal Acrópolis de muros derrumbados y edificios en ruinas, un vasto y rotundo megalito en honor a los desechos de la guerra y al poder de 75.000 toneladas de explosivos. La destrucción que había inundado la capital de las ambiciones de Hitler no tenía paralelo; una devastación de una escala wagneriana en la que el Anillo [1] hubiera completado su círculo; la iluminación definitiva de aquel crepúsculo de los dioses.
En muchas partes de la ciudad un plano habría sido casi de tanta utilidad como la bayeta de un limpiaventanas. Las calles principales serpenteaban como ríos alrededor de montones de escombros. Los caminos se abrían vertiginosamente en inestables montañas de traicioneros escombros que, a veces, cuando hacía más calor, daban al olfato una pista inequívoca de que allí había enterrado algo más que los muebles de una casa.
No era fácil hacerse con una brújula y se necesitaba mucho valor para encontrar el camino a lo largo de aquellas calles de imitación en las cuales sólo las fachadas de las tiendas y los hoteles se mantenían en pie, inestables, como si fueran los decorados abandonados de una película; y se necesitaba muy buena memoria para recordar dónde todavía vivía alguien, en húmedos sótanos o, con mayor precariedad, en los pisos inferiores de los edificios de los que había desaparecido limpiamente un muro entero, dejando al descubierto todas las habitaciones y la vida interior, como si de una casa de muñecas gigante se tratara. Pocos eran los que se arriesgaban a ocupar los pisos superiores, sobre todo porque había pocos tejados intactos y muchas escaleras peligrosas.
La vida en medio de los restos del hundimiento de Alemania seguía siendo, con frecuencia, tan poco segura como lo había sido en los últimos días de la guerra: una pared que se hundía aquí, una bomba sin explotar allí. Todavía se parecía bastante a una lotería.
En la estación de ferrocarril compré lo que esperaba que fuera un billete ganador.
2
Por la noche, en el último tren de vuelta a Berlín desde Potsdam, tenía un vagón para mí solo. Debería haber tenido más cuidado, pero me sentía satisfecho de mí mismo por haber resuelto con éxito el caso del doctor y, además, estaba cansado porque aquel asunto me había ocupado casi todo el día y una parte importante de la noche.
Buena parte de ese tiempo se lo había llevado el viaje. Por lo general, ahora los viajes duraban dos o tres veces más que antes de la guerra, y lo que antes era un trayecto de media hora hasta Potsdam ahora llevaba casi dos. Estaba cerrando los ojos para echar un sueñecito cuando el tren empezó a frenar y luego se detuvo bruscamente.
Pasaron varios minutos antes de que se abriera la puerta del vagón y subiera a bordo un soldado ruso que apestaba. Murmuró un saludo dirigido a mí al que correspondí con un cortés cabeceo. Pero casi inmediatamente me preparé para lo peor cuando, oscilando suavemente sobre sus enormes pies, se quitó del hombro la carabina Mosin Nagant y le quitó el seguro. En lugar de apuntarme, se dio media vuelta y disparó el arma a través de la ventana. Después de una breve pausa mis pulmones volvieron a funcionar cuando comprendí que aquello había sido una señal para el conductor.
El ruso eructó, se dejó caer pesadamente en el asiento cuando el tren empezó a moverse otra vez, se quitó el gorro de piel de cordero con el dorso de la mugrienta mano y, echándose hacia atrás, cerró los ojos.
Saqué del bolsillo de la chaqueta un ejemplar del Telegraph, editado por los británicos y, con un ojo en el iván, fingí leer. La mayoría de las noticias eran sobre delitos: en la Zona Este, las violaciones y los robos a mano armada eran algo tan habitual como el vodka barato, que la mitad de las veces era precisamente la causa de que se cometieran. A veces parecía como si Alemania siguiera en las sangrientas garras de la guerra de los Treinta Años.
Entre las mujeres que yo conocía, eran solo un puñado las que no podían describir un incidente en el cual hubieransido acosadas o violadas por un ruso. Incluso excluyendo las fantasías de unas cuantas neuróticas, seguía habiendo un número pasmoso de delitos relacionados con el sexo. Mi mujer conocía a varias chicas que habían sido atacadas hacía muy poco, en vísperas del trigésimo aniversario de la Revolución Rusa. Una de estas chicas, violada por no menos de cinco soldados del Ejército Rojo en una comisaría de policía en Rangsdorff y contagiada de sífilis a raíz de la agresión, trató de presentar una denuncia, pero se vio sometida a un examen médico forzoso y fue acusada de prostitución. Claro que también había quien decía que los ivanes se limitaban a tomar por la fuerza lo que las mujeres alemanas estaban más que dispuestas a vender a los británicos y a los norteamericanos.
Presentar una queja en la Kommendatura soviética porque los soldados del Ejército Rojo te habían robado era, igualmente, vano. Lo más probable era que te informaran de que «todo lo que el pueblo alemán tiene es un regalo del pueblo de la Unión Soviética». Esto era una autorización suficiente para los robos indiscriminados en toda la Zona, y a veces tenías suerte si sobrevivías para presentar la denuncia. El expolio practicado por el Ejército Rojo y sus muchos desertores apenas era ligeramente menos peligroso que un vuelo en el Hinderburg. Se sabía de pasajeros del tren entre Berlín y Magdeburgo que habían sido despojados de toda la ropa y tirados del tren en marcha. La carretera de Berlín a Leipzig era tan peligrosa que, con frecuencia, los vehículos solo la recorrían formando convoyes; el Telegraph había publicado la noticia de un asalto en el cual a cuatro boxeadores, que iban de camino a un combate en Leipzig, los habían asaltado y les habían robado todo salvo la vida. Los más famosos eran los setenta y cinco atracos cometidos por la banda de la limusina azul, que actuaba en la carretera Berlin-Michendorf y que contaba entre sus cabecillas al subcomisario jefe de la policía de Potsdam, controlada por los soviéticos.
A las personas que pensaban en visitar la Zona Este, yo les aconsejaba que no lo hicieran y, si alguien persistía ensu idea, le decía:
– No lleve reloj de pulsera, a los ivanes les encanta robarlos; no lleve nada excepto su chaqueta y sus zapatos más viejos, a los ivanes les gusta la calidad; no discuta ni replique, los ivanes no tienen ningún reparo en matar; si tiene que hablar con ellos, despotrique de los fascistas norteamericanos y no lea ningún periódico que no sea el de ellos, el Taegliche Rundschau.
Eran, todos, buenos consejos y habría hecho bien en seguirlos yo mismo, porque, de repente, el iván de mi compartimiento se había puesto de pie y se balanceaba inseguro por encima de mí.
– Vi vihodeetye?, ¿va a bajar? -le pregunté.
Parpadeó con expresión de crápula y luego fijó los ojos con malevolencia en mí y en mi periódico antes de arrancármelo de las manos.
Era un tipo de las tribus de las montañas, un enorme y estúpido checheno con ojos negros almendrados, una mandíbula angulosa tan ancha como la estepa y un pecho como una campana de iglesia puesta al revés; el tipo de iván sobre el que se hacen chistes; por ejemplo, que no sabían lo que eran los retretes y metían la comida en la taza pensando que era una nevera (algunas de las historias incluso eran verdad).
– Lzhy, mentiras -rugió, blandiendo el periódico delante de su cara, exhibiendo en la boca abierta y babeante unos dientes amarillentos grandes como adoquines. Poniendo la bota a mi lado en el asiento, se inclinó acercándose más-. Lganyo -repitió en un tono inferior al olor a salchicha y cerveza que su aliento lanzaba ante mi impotente nariz.