Sonreí.
– Como digo siempre, Herr Doktor, podemos sobrevivir a la derrota, pero Dios nos libre de cualquier otra liberación.
13
«La ciudad de los otros vieneses» era como lo había descrito Traudl Braunsteiner. No era ninguna exageración. El Cementerio Central era mayor que muchas ciudades que yo conocía y bastante más rico, además. Había menos posibilidades de que el austríaco medio se quedara sin su lápida que de que no fuera a su cafetería favorita. Parecía que no había nadie tan pobre como para no tener un trozo decente de mármol y, por vez primera, empecé a valorar el atractivo del negocio de los enterramientos. El teclado de un piano, una musa inspirada, los compases iniciales de un vals famoso… no había nada demasiado recargado para los artesanos de Viena, ninguna fábula grandilocuente o alegoría exagerada que la mano muerta de su arte no alcanzara. La enorme necrópolis reflejaba incluso las divisiones políticas y religiosas de su homóloga viva, con sus secciones judía, protestante y católica, por no hablar de las de las cuatro potencias.
Había mucho movimiento en los servicios de la capilla del tamaño de la primera maravilla del mundo donde se celebraban las exequias de Linden, y me encontré con que el cortejo fúnebre del capitán acababa de marcharse hacía solo unos minutos.
No era difícil distinguir el pequeño cortejo mientras circulaba lentamente a través del parque, cubierto de nieve, hacia el sector francés donde iban a enterrar a Linden, ya que era católico. Pero para alguien que iba a pie, como yo, era algo más difícil alcanzarlo; cuando lo logré, ya estaban bajando el lujoso ataúd al foso de color marrón oscuro, como si fuera un bote que se hunde en un sucio puerto. La familia Linden, con los brazos entrelazados al estilo de una brigada de la policía antidisturbios, se enfrentaba a su dolor con un valor tan indómito como si hubiera una medalla en juego.
La guardia de honor levantó los rifles y apuntó a la nieve que caía. Tuve una sensación incómoda cuandodispararon y, durante un momento, me pareció estar de nuevo en Minsk un día que, al dirigirme hacia el Estado Mayor, me atrajo el sonido de unos disparos; desde lo alto de un terraplén vi a seis hombres y mujeres arrodillados al borde de una fosa común ya llena de innumerables cuerpos, algunos de ellos todavía vivos, y detrás de ellos, un pelotón de fusilamiento de las SS mandado por un joven oficial de policía. Su nombre era Emil Becker.
– ¿Era amigo suyo? -me preguntó un hombre, un estadounidense, que apareció detrás de mí.
– No -dije-. He venido hasta aquí porque no es un sitio donde uno espere oír disparos. -No sabía si el estadounidense estaba en el funeral antes o si me había seguido desde la capilla. No parecía el hombre que había visto frente a la oficina de Liebl. Señalé la tumba.
– Dígame, ¿quién es?
– Un tipo llamado Linden.
Es difícil para alguien cuya lengua materna no es el alemán, así que quizá me equivocara, pero no parecía haber signo alguno de emoción en la voz del estadounidense.
Cuando hube visto bastante y asegurándome de que no había nadie que se pareciera, aun vagamente, a König entre los asistentes -y no es que esperara encontrarlo allí- me alejé tranquilamente. Me sorprendió que el estadounidense me acompañara.
– La cremación es mucho más amable para los pensamientos de los que quedan -dijo-. Consume todo tipo de ideas espantosas. Para mí, la putrefacción de un ser amado es algo inimaginable. Permanece en la cabeza con la persistencia de una tenia. La muerte ya es bastante mala sin que los gusanos se den un banquete. Yo tendría que saberlo. He enterrado a mis padres y a una hermana. Pero estas personas son católicas. No quieren poner en peligro sus posibilidades de una resurrección de los cuerpos. Como si Dios fuera a ocuparse de… -hizo un ademán abarcandotodo el cementerio- todo esto. ¿Es usted católico, Herr…?
– A veces -dije-. Cuando corro para coger un tren o cuando trato de recuperarme de una borrachera.
– Linden solía rezar a san Antonio -dijo el estadounidense-. Me parece que es el santo patron de las causas perdidas.
Me pregunté si trataba de ser críptico.
– Yo nunca lo invoco -dije.
Me acompañó por el camino que llevaba de vuelta a la capilla. Era una larga avenida de árboles cuidadosamente podados en la cual los copos de nieve que descansaban en los extremos de las ramas, parecidas a candelabros, se asemejaban a los cabos de las velas fundidas procedentes de algún réquiem extraordinario.
Señalando uno de los coches aparcados, un Mercedes, dijo:
– ¿Puedo llevarle a la ciudad? Tengo el coche ahí.
Era cierto que yo no soy muy católico. Matar hombres, incluso si son rusos, no era el tipo de pecado que resulta fácil de explicar a tu Hacedor. De cualquier modo, no tuve que consultar a san Miguel, el santo patrón de los policías, para oler a un PM.
– Puede dejarme en la puerta principal, si quiere -me oí contestar.
– Desde luego, entre.
No prestó más atención ni al funeral ni al cortejo fúnebre. Después de todo, ahora me tenía a mí, una cara nueva, para interesarse. Quizá fuera alguien que pudiera derramar algo de luz en algún oscuro rincón de todo aquel asunto. Me pregunté qué habría dicho si hubiera sabido que mis intenciones eran las mismas que las suyas y que era por la vaga esperanza de un encuentro como aquel por lo que me había dejado convencer de ir al funeral de Linden.
El estadounidense conducía lentamente, como si formara parte del cortejo, sin duda confiando en ampliar sus posibilidades de descubrir quién era yo y qué hacía allí.
– Me llamo Shields -dijo-, Roy Shields.
– Bernhard Gunther -respondí, no viendo razón alguna para engañarlo.
– ¿Es usted de Viena?
– No originariamente.
– ¿De dónde, originariamente?
– De Alemania.
– Ya, no me pareció que fuera austríaco.
– Su amigo… Herr Linden -dije, cambiando de tema-, ¿lo conocía bien?
El norteamericano se echó a reír y sacó unos cigarrillos del bolsillo superior de su chaqueta.
– ¿Linden? No lo conocía en absoluto. -Cogió un cigarrillo directamente con los labios y luego me pasó el paquete-. Lo asesinaron hace unas semanas y mi jefe pensó que sería una buena idea que yo representara a nuestro departamento en el funeral.
– ¿Y qué departamento es ese? -pregunté, aunque estaba casi seguro de conocer la respuesta.
– La Patrulla Internacional. -Mientras encendía el cigarrillo, imitó el estilo de las emisiones de radio estadounidenses-. Para su protección, llame al A29500. -Luego me pasó un librillo de fósforos de un sitio llamado Club Zebra-. Una pérdida de tiempo, si quiere saber mi opinión, venir hasta aquí.
– No es tan lejos -dije, y añadí-: A lo mejor su jefe esperaba que el asesino apareciera por aquí.
– ¡Joder!, espero que no -dijo riendo-. Ya tenemos a ese tipo entre rejas. No, el jefe, el capitán Clark, es el tipo de persona que gusta de observar el protocolo apropiado. -Shields giró en dirección sur, hacia la capilla-. Dios – murmuró-, este sitio es como un maldito campo de fútbol. ¿Sabe, Gunther?, el camino que hemos dejado tiene casi un kilómetro de largo, y va tan recto como una flecha. Le vi a usted cuando aún estaba a una distancia de unos doscientos metros del funeral de Linden y me pareció que tenía prisa por unirse a nosotros. -Sonrió, parecía que para sí mismo-. ¿Estoy en lo cierto?
– Mi padre está enterrado muy cerca de la tumba de Linden. Cuando llegué allí y vi la guardia de honor, decidívolver más tarde, cuando todo estuviera más tranquilo.
– ¿Ha recorrido todo ese camino a pie y no ha llevado una corona?
– ¿La ha llevado usted?
– Claro, y me ha costado cincuenta schillings.