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– ¿A usted o al departamento?

– Supongo que pasamos la gorra para pagarla.

– ¿Y tiene que preguntarme por qué yo no he traído una corona?

– Vamos, Gunther -dijo Shields riendo-, no hay ni uno de ustedes que no esté metido en algún tinglado. Todos están cambiando schillings por dólares en billetes pequeños o vendiendo cigarrillos en el mercado negro. ¿Sabe?, a veces pienso que los austríacos están sacando más infringiendo las leyes que nosotros.

– Eso es porque usted es policía.

Atravesamos la puerta principal, en la Simmeringer Hauptstrasse, y nos detuvimos al lado de la parada del tranvía, donde varios hombres iban colgados del exterior de un atestado coche como si fuesen una carnada de hambrientos cerditos aferrándose a la barriga de una cerda.

– ¿Está seguro de que no quiere que le lleve hasta la ciudad? -dijo Shields.

– No, gracias. Tengo algo que hacer en donde están los canteros.

– Bueno, es su funeral -dijo con una sonrisa, y se marchó.

Anduve a lo largo del muro del cementerio, donde parecían tener sus locales la mayoría de jardineros y canteros de Viena, y encontré a una patética vieja que me bloqueaba el paso. Levantó una velita de penique y me pidió fuego.

– Tenga -dije, y le di los fósforos de Shields.

Cuando hizo ademán de coger solo uno, le dije que se quedara el librillo.

– No puedo pagárselo -dijo, disculpándose en serio.

Tan seguro como que un hombre que espera un tren mirará la hora, sabía que volvería a ver a Shields. Pero me habría gustado que estuviera allí en aquel momento para poderle mostrar a un austríaco que no tenía dinero ni parauna cerilla, por no hablar de una corona de cincuenta schillings.

Herr Josef Pichler era un austríaco bastante típico: más bajo y delgado que el alemán medio, con la piel pálida y de aspecto suave y una especie de bigote ralo y juvenil. La expresión abatida de su cara hocicuda le daba el aspecto de alguien que hubiera consumido demasiada cantidad de ese vino absurdamente joven que los austríacos parecen considerar bebible. Lo encontré de pie en su patio, comparando el boceto de una inscripción para una lápida con el resultado final.

– Buenos días nos dé Dios -dijo huraño.

Le contesté adecuadamente.

– ¿Es usted Herr Pichler, el célebre escultor? -le pregunté. Traudl me había advertido de que los vieneses adoran los títulos pomposos y la adulación.

– Sí -dijo, con jactancia, orgulloso-. ¿Este elegante caballero está pensando en encargar un trabajo? -Hablaba como si fuera el conservador de una galería de arte en la Dorotheergasse-. ¿Una bella lápida, quizá? -Señaló una gran pieza de mármol negro pulido en la cual había inscritos y pintados en oro nombres y una fecha-. ¿Algo de mármol? ¿Una figura tallada? ¿Tal vez una estatua?

– Para ser sincero, no estoy totalmente seguro, Herr Pichler. Creo que hace poco creó una hermosa pieza para un amigo mío, el doctor Max Abs. Quedó tan satisfecho con ella que me preguntaba si podría hacerme algo parecido.

– Sí, me parece que recuerdo a Herr Doktor -Pichler se quitó el pequeño gorro, parecido a un pastel de chocolate, y se rascó la gris coronilla-, pero en este momento no consigo recordar el diseño preciso. ¿Recuerda qué tipo de pieza?

– Me temo que solo sé que estaba entusiasmado con ella.

– No importa. Tal vez al honorable caballero no le importaría volver mañana y para entonces yo ya habré podidoencontrar los detalles de Herr Doktor. Permítame que le explique.

Me mostró el boceto que tenía en la mano, hecho para alguien fallecido cuya inscripción lo describía como «Ingeniero de Conductos Urbanos y Conservación».

– Tomemos este cliente -dijo, animándose al hablar de su propio trabajo-. Aquí tengo un diseño con su nombre y número de orden. Cuando el trabajo esté completado, el dibujo quedará archivado según la naturaleza de la pieza. A partir de ese momento, tendré que consultar mi libro de ventas para encontrar el nombre del cliente. Pero justo ahora tengo un poco de prisa para acabar esta pieza y -se dio unos golpecitos en la barriga- estoy exhausto. -Se encogió de hombros, disculpándose-. Anoche, ya sabe. Además, estoy escaso de personal.

Le di las gracias y lo dejé con su ingeniero de Conductos Urbanos y Conservación. Es de suponer que así sería como te llamabas si eras uno de los fontaneros de la ciudad. Me pregunté qué tipo de título se darían los investigadores privados. De vuelta a la ciudad y mientras mantenía el equilibrio en la parte exterior de un tranvía, evité pensar en mi precaria postura construyendo una serie de títulos elegantes para mí un tanto vulgar profesión: practicante de un estilo de vida masculino y solitario; agente de indagaciones no metafísicas; intermediario interrogador para los perplejos y ansiosos; abogado confidencial para los desplazados y desaparecidos; encargado de la búsqueda del Grial; persona en pos de la verdad. El que más me gustaba era este último. Pero, por lo menos en lo relativo a mi cliente en el caso concreto que tenía entre manos, nada reflejaba adecuadamente la sensación de trabajar por una causa perdida que habría desanimado incluso al más dogmático de los que defendían que la Tierra es plana.

14

Según todas las guías, a los vieneses les gusta bailar casi con tanta pasión como les gusta la música. Pero todos esos libros se escribieron antes de la guerra, y era evidente que sus autores no habían pasado toda una noche en el Club Casanova de la Dorotheergasse. La dirección de la banda era tal que te hacía pensar en la más ignominiosa retirada, y el torpe pisoteo inspirado en Terpsícore se parecía a la imitación de un oso polar encerrado en una jaula demasiado pequeña. Para encontrar pasión tenías que mirar el hielo que se rendía ruidosamente al alcohol de tu vaso.

Después de una hora en el Casanova me sentía tan irritado como un eunuco en un baño lleno de vírgenes. Recomendándome paciencia, me recosté en mi reservado de terciopelo y satén rojo y contemplé tristemente los cortinajes de tienda india que colgaban del techo. Lo último que podía hacer, a menos que quisiera acabar como los dos amigos de Becker (dijera él lo que dijera, a mí no me quedaban muchas dudas de que estaban muertos) era dar vueltas por aquel sitio preguntando a los habituales si conocían a Helmut König o quizá a su novia Lotte.

Con aquella decoración tan ridiculamente lujosa, el Casanova no parecía el tipo de sitio que un alma pusilánime habría preferido evitar. No había esmóquines extragrandes en la puerta ni nadie por allí con aspecto de llevar algo más letal que un palillo de plata, y los camareros eran todos loablemente atentos. Si König había dejado de frecuentar el local no era porque tuviera miedo a que le metieran los dedos en el bolsillo.

– ¿Ya ha empezado a girar?

Era una chica alta, despampanante, con ese tipo de cuerpo exuberante que habría podido adornar un fresco italiano del siglo XVI: toda pechos, vientre y trasero.

– El techo -explicó, moviendo la boquilla en vertical hacia arriba.

– Todavía no.

– Entonces podrías invitarme a tomar algo -dijo, y se sentó a mi lado.

– Empezaba a preocuparme que no aparecieras.

– Lo sé, soy el tipo de chica con la que llevas tiempo soñando. Bueno, pues aquí estoy.

Llamé al camarero y dejé que ella pidiera un whisky con soda.

– No soy de los que sueñan mucho -le dije.

– Vaya, eso sí que es una lástima, ¿no? -dijo encogiéndose de hombros.

– Y tú, ¿con qué sueñas?

– Mira -dijo, moviendo la cabeza y haciendo oscilar su cabello castaño, largo y brillante-, estamos en Viena. No puedes ir por ahí describiendo tus sueños a cualquiera. Nunca se sabe, podrían decirte exactamente lo que significan y entonces, ¿qué pasaría?

– Suena casi como si tuvieras algo que ocultar.

– No veo que tú vayas por ahí como un hombre-anuncio. La mayoría de la gente tiene algo que ocultar. Especialmente en estos tiempos. Sobre todo lo que tienen en la cabeza.