El centinela estadounidense que hacía guardia delante del Stiftskaserne estaba pasando frío. Me observó atentamente mientras pasaba por el otro lado de la vacía calle y pensé que quizá incluso reconociera que el hombre que me seguía era un compatriota y miembro de la sección de Investigaciones Especiales de su propia policía militar. Es probable que estuvieran en el mismo equipo de béisbol o en cualquier juego que los soldados norteamericanos practicaran cuando no estaban comiendo o corriendo detrás de las mujeres.
Algo más arriba de la cuesta de la ancha calle eché una mirada a mi izquierda y, a través de un portalón, vi un estrecho pasaje cubierto que parecía llevar, bajando varios tramos de escalones, a una calle lateral. Instintivamente me escondí en el interior. Quizá Viena no gozara de una vida nocturna fabulosa, pero era perfecta para cualquiera que fuera a pie. Alguien que supiera moverse por las calles y las ruinas, que recordara los pasajes más convenientes, ofrecería, pensé, incluso al cordón de policía más esforzado, una caza mejor que Jean Valjean.
Delante de mí, fuera de mi vista, alguien más bajaba los escalones y, pensando que mi perseguidor quizáconfundiera sus pasos con los míos, me pegué a la pared y lo esperé en la oscuridad.
Al cabo de menos de un minuto, oí el ruido cada vez más cercano de alguien que corría ágilmente. Luego los pasos se detuvieron en lo alto del pasaje mientras trataba de decidir si era seguro o no entrar detrás de mí. Al oír los pasos del otro hombre, empezó a avanzar.
Salí de las sombras y le di un fuerte puñetazo en el estómago -tan fuerte que pensé que tendría que agacharme para recuperar los nudillos- y mientras jadeaba tratando de recuperar el aliento, le saqué la chaqueta de los hombros y la bajé para inmovilizarle los brazos. No llevaba armas, así que le cogí la cartera del bolsillo y extraje un carné de identidad.
– Capitán John Belinsky -leí-, del 430 del CIC de Estados Unidos. ¿Y eso qué es? ¿Eres un amigo de Shields?
El hombre se sentó lentamente.
– Que te jodan, boche -dijo con rabia.
– ¿Tienes órdenes de seguirme? -Le tiré el carné encima de las piernas y registré los otros compartimientos de la cartera-. Porque será mejor que pidas otro destino, Johnny. No vales mucho para este tipo de cosas; he visto bailarinas de striptease que llaman menos la atención que tú.
No había mucho interesante en el billetero: algunos billetes pequeños de dólar, unos cuantos schillings austríacos, una entrada para el cine Yanqui, algunos sellos, una tarjeta con un número de habitación del Hotel Sacher y la fotografia de una chica.
– ¿Has acabado? -preguntó en alemán.
Le tiré la cartera.
– Es guapa esa chica que llevas ahí, Johnny -dije-. ¿A ella también la perseguiste? A lo mejor tendría que darte una foto mía. Con la dirección al dorso, para que te resultara más fácil.
– Que te jodan, boche.
– Johnny -dije, empezando a subir los escalones hacia la Mariahilferstrasse-, apuesto a que eso se lo dirás a todas.
15
Pilcher yacía bajo una enorme losa, igual que un mecánico primitivo que estuviera reparando un eje de piedra neolítico, con las herramientas propias de su oficio, un martillo y un cincel, fuertemente apretadas en sus manos polvorientas y manchadas de sangre. Era casi como si mientras estaba tallando la inscripción en la negra roca, se hubiera detenido un momento para respirar y descifrar las palabras que parecían emerger verticalmente desde su pecho. Pero ningún cantero había trabajado nunca en aquella posición, en ángulo recto con su obra. Y respirar era algo que no volvería a hacer nunca más, porque aunque el pecho humano es una jaula lo bastante resistente para contener a esos animalillos tiernos y activos que son el corazón y los pulmones, resulta aplastada fácilmente por algo tan pesado como media tonelada de mármol pulido.
Parecía un accidente, pero solo había una manera de estar seguro. Dejando a Pichler en el patio donde lo había encontrado, entré en su oficina.
No había retenido mucho de la descripción que el muerto había hecho de su sistema de contabilidad. Para mí, las sutilezas de una contabilidad por partida doble son casi tan útiles como un par de chanclos de cuero. Pero, en tanto que alguien que lleva también un negocio, aunque sea pequeño, tenía unos conocimientos rudimentarios de ese engorroso y exigente sistema en el que se supone que los detalles de un libro deben corresponder con los de otro. Y no hacía falta ser un William Randolph Hearst para ver que los libros de Pilcher habían sido alterados, no por medio de una contabilidad sutil, sino por el sencillo expediente de arrancar un par de páginas. El único análisis financiero que valía algo era que la muerte de Pichler era cualquier cosa menos un accidente.
Preguntándome si el asesino habría pensado en robar el boceto de la lápida del doctor Max Abs, además de las páginas importantes de los libros, volví al patio para intentar encontrarlo. Miré alrededor y, al cabo de unos minutos, descubrí una serie de cartapacios polvorientos apoyados contra una pared del taller, al fondo del patio. Desaté laprimera carpeta y empecé a revisar los dibujos del artesano; trabajaba rápidamente, ya que no tenía ningunas ganas de que me encontraran registrando el local de un hombre que yacía muerto, aplastado, a menos de diez metros de distancia. Y cuando por fin encontré el dibujo que estaba buscando no le eché más que una ojeada rápida antes de doblarlo y metérmelo dentro del bolsillo de la chaqueta.
Cogí un número 71 de vuelta a la ciudad y fui al Café Schwarzenberg, cerca de la terminal de tranvías en el Kärtner Ring. Pedí un café con leche, mitad y mitad, y luego extendí el dibujo sobre la mesa, delante de mí. Era del tamaño aproximado de un desplegable de periódico a doble página, con el nombre del cliente -Max Abs- anotado claramente en una copia de pedido grapada a la derecha, en la parte superior del papel.
La nota para la inscripción decía: consagrado a la memoria de Martin Albers, nacido en 1899. Sufrió martirio el 9 de abril de 1945. Amado por su esposa Leni y sus hijos Manfred y Rolf, ¡mirad! Os revelo un misterio: no moriremos todos, mas todos seremos transformados. En un instante, en un pestañear de ojos, al toque de la trompeta final, pues sonará la trompeta, los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados (Corintios 15: 51-52).
En el pedido de Max Abs aparecía su dirección, pero aparte del hecho de que el doctor había pagado una lápida a nombre de alguien muerto -¿quizá un cuñado?-, lápida que ahora acababa de causar la muerte del hombre que la había tallado, no me parecía haber averiguado mucho.
El camarero, que llevaba el pelo gris y encrespado alrededor de la parte posterior de la calva cabeza, como si fuera un halo, volvió con la pequeña bandeja de estaño con mi café con leche y el vaso de agua que es costumbre servir con el café en las cafeterías vienesas. Echó una ojeada al dibujo antes de que yo lo doblara para dejar sitio a la bandeja y dijo, con una sonrisa comprensiva: «Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados».
Le agradecí sus amables palabras y, dándole una generosa propina, le pregunté, primero, desde dónde podía enviarun telegrama y, luego, dónde estaba la Berggasse.
– La oficina central de Telégrafos está en la Börseplatz -respondió-, en el Schottenring. Y encontrará la Berggasse a un par de manzanas de allí, hacia el norte.
Alrededor de una hora más tarde, después de enviar telegramas a Kirsten y a Neumann, subí hasta la Berggasse, que iba desde la prisión donde Becker estaba encerrado hasta el hospital donde trabajaba su novia. Esta coincidencia era más notable que la misma calle, la cual parecía ocupada en su mayor parte por médicos y dentistas. Tampoco me pareció especialmente sorprendente averiguar, a través de la anciana propietaria del edificio cuyo entresuelo Abs había ocupado, que hacía solo unas horas que éste le había comunicado que se marchaba de Viena para siempre.