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– Dijo que su trabajo lo requería urgentemente en Munich -explicó la mujer con un tono que me hizo pensar que seguía un poco desconcertada por tan súbita marcha-. O por lo menos, en algún lugar cerca de Munich. Mencionó el nombre, pero me temo que lo he olvidado.

– No sería Pullach, ¿verdad?

Trató de parecer pensativa, pero solo consiguió parecer malhumorada.

– No sé si lo era o no -dijo por fin. Se le aclaró el ceño cuando recuperó su aire bovino habitual-. En cualquier caso, me dijo que me haría saber dónde estaba cuando se hubiera instalado.

– ¿Se llevó todas sus cosas?

– No había mucho que llevarse. Solo un par de maletas. El piso está amueblado, ¿sabe? -Frunció el ceño de nuevo-. ¿Es usted un policía o algo así?

– No, pensaba en el piso.

– Pero ¿por qué no lo ha dicho? Entre, Herr…

– Professor, para ser precisos -dije con lo que traté de que sonara como el tono típicamente puntilloso de los vieneses-. Professor Kurtz. -También existía la posibilidad de que con ese título académico pudiera resultar atractivo para el esnobismo de la mujer-. El doctor Abs y yo tenemos un conocido mutuo, Herr König, que me comentó que le parecía que Herr Doktor estaba a punto de dejar libre un piso excelente en esta dirección.

Pasé al interior siguiendo a la mujer y entré en el enorme vestíbulo que llevaba a una alta puerta cristalera. Al otro lado había un patio donde crecía un solitario plátano. Subimos por la escalera de hierro forjado.

– Espero que perdone mi indiscreción -dije-. La verdad es que no estaba seguro de la fiabilidad de la información de mi amigo. Insistió tanto en que era un piso excelente y, como usted bien sabrá, en estos días, en Viena, es extremadamente difícil encontrar un piso de calidad, digno de un caballero. ¿Conoce usted a Herr König?

– No -respondió con firmeza-. No creo haber visto a ninguno de los amigos del Doktor Abs. Era un hombre muy reservado. Pero su amigo está bien informado. No encontrará un piso mejor por cuatrocientos schillings al mes. Este es un barrio muy bueno. -Al llegar a la puerta del piso bajó la voz-. Y libre por completo de judíos. -Sacó una llave del bolsillo de la chaqueta y la introdujo en la cerradura de la gran puerta de caoba-. Por supuesto, antes del Anschluss teníamos unos cuantos. Incluso aquí en esta casa. Pero para cuando empezó la guerra, la mayoría ya se habían marchado.

Abrió la puerta y me invitó a entrar.

– Aquí tiene -dijo con orgullo-. Son seis habitaciones en total. No es tan grande como algunos de los pisos que hay en esta calle, pero tampoco es tan caro. Y completamente amueblado, como creo que ya le he dicho.

– Estupendo -dije mirando a mí alrededor.

– Me temo que todavía no he tenido tiempo de limpiarlo -dijo excusándose-. El Doktor Abs dejó mucha basura para tirar. No es que me importe. Me pagó cuatro semanas para compensarme por no haber avisado con antelación. – Señaló una puerta cerrada-. Ahí dentro todavía se pueden ver los daños causados por las bombas. Cayó una incendiaria en el patio cuando vinieron los ivanes, pero van a repararlo todo muy pronto.

– Estoy seguro de que está bien -dije generosamente.

– De acuerdo entonces. Le dejaré que eche una mirada tranquilamente, Professor Kurtz. Para que se familiarice con el sitio. Cuando lo haya visto todo, solo tiene que cerrar con llave y llamar a mi puerta.

Cuando la mujer se marchó deambulé por las habitaciones y vi que, para ser un hombre solo, Abs parecía recibir muchos paquetes CARE, el auxilio norteamericano en todo el mundo, esos paquetes con comida procedentes de Estados Unidos. Conté las cajas de cartón vacías con las iniciales distintivas y la dirección de Broad Street en Nueva York y descubrí que había más de cincuenta.

Parecía más un buen negocio que un auxilio.

Cuando acabé de mirarlo todo le dije a la mujer que estaba buscando algo más grande y le agradecí que me hubiera dejado ver el piso. Luego volví paseando a mi pensión en la Skodagasse.

No hacía mucho que había vuelto cuando llamaron a la puerta.

– ¿Herr Gunther? -dijo el que llevaba los galones de sargento.

Asentí.

– Me temo que tendrá que venir con nosotros, por favor.

– ¿Estoy arrestado?

– Perdone, ¿cómo dice?

Repetí la pregunta en mi vacilante inglés. El PM norteamericano cambió el chicle de un lado al otro de la boca con aire impaciente.

– Se lo explicarán en el cuartel general, señor.

Recogí la chaqueta y me la puse.

– No olvide coger sus papeles, señor, por favor -dijo con una sonrisa cortés-. Nos ahorrará tener que volver.

– Por supuesto -dije cogiendo el sombrero y el abrigo-. ¿Tienen vehículo o vamos a pie?

– La furgoneta está justo delante de la puerta.

La propietaria me miró cuando pasábamos por el vestíbulo. Me sorprendió ver que no parecía alterada en absoluto. Quizá ya estaba acostumbrada a que la Patrulla Internacional se llevara a sus huéspedes. O quizá se dijera que mi habitación la pagaba alguien tanto si dormía en ella como si lo hacía en una celda de la policía.

Subimos a la furgoneta y nos dirigimos hacia el norte. A los pocos metros giramos a la derecha y fuimos hacia el sur por la Lederergasse, alejándonos del centro de la ciudad y del cuartel general de la PMI.

– ¿No vamos a la Kärtnerstrasse? -pregunté.

– No es un asunto de la Patrulla Internacional, señor -explicó el sargento-. Estamos en jurisdicción estadounidense. Vamos al Stiftskaserne, en la Mariahilferstrasse.

– ¿Para ver a quién? ¿A Shields o a Belinsky?

– Ya se lo explicarán…

– … cuando lleguemos allí, ¿verdad?

La entrada al Stiftskasserne, el cuartel general del 796 de la policía militar, una imitación barroca, con sus columnas dóricas, sus grifos y sus guerreros griegos, estaba situada, algo que resultaba un tanto incongruente, entre las dos puertas gemelas de los almacenes Tiller y era parte de un edifìcio de cuatro pisos con fachada a la Mariahilferstrasse. Pasamos por el enorme arco de la entrada, dejamos atrás la parte trasera del edificio principal y cruzamos una plaza de armas hasta llegar a otro edificio, que albergaba un cuartel.

La furgoneta atravesó varios portales y se detuvo frente al cuartel. Me escoltaron al interior y, después de subir un par de tramos de escalera, hasta un despacho grande y luminoso que dominaba una vista impresionante de la torre antiaérea que se levantaba al otro lado del patio.

Shields se levantó de detrás de un escritorio y sonrió como si tratara de impresionar a un dentista.

– Entre, entre, siéntese -dijo como si fuéramos viejos amigos. Miró al sargento-. ¿Ha venido sin causar problemas, Gene? ¿O tuviste que zurrarle la badana a conciencia?

El sargento sonrió ligeramente y murmuró algo que no entendí. No era extraño que nadie entendiera nunca su inglés; los estadounidenses siempre estaban mascando algo.

– Mejor te quedas por aquí, Gene -añadió Shields-. Solo por si tenemos que ponernos duros con este tipo.

Soltó una risita y, subiéndose los pantalones, se sentó frente a mí, con las fuertes piernas bien separadas, como un samurái, salvo que probablemente era dos veces más grande que cualquier japonés.

– Antes de nada, Gunther, tengo que decirle que hay un cierto teniente Canfield, un gilipollas británico de la cabeza a los pies, en el cuartel general internacional al que le gustaría que alguien le ayudara a resolver un problemita que tiene. Parece que un cantero del sector británico ha resultado muerto cuando se le cayó una roca encima de las tetillasLa mayoría, incluyendo el jefe del teniente, piensa que probablemente fue un accidente. Lo que pasa es que el teniente es del tipo concienzudo. Ha leído a Sherlock Holmes y quiere ir a una escuela de detectives cuando deje el ejército. Tiene la teoría de que alguien ha hurgado en los libros del muerto. Bueno, yo no sé si eso es motivo suficiente para matar a nadie, pero sí que recuerdo que le vi entrar a usted en la oficina de Pichler ayer por la mañana, después del funeral del capitán Linden. -Soltó una risa cloqueante-. Joder, lo admito, Gunther. Lo estaba espiando. Vamos, ¿qué me dice?