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– ¿Pichler está muerto?

– ¿Qué tal si prueba a decirlo con un tono más sorprendido? «¡No me diga que Pichler está muerto!», o «¡Cielos, no puedo creerlo!». ¿Por casualidad no sabrá lo que le ha pasado, eh, Gunther?

Me encogí de hombros.

– Puede que el trabajo se le estuviera echando encima.

Shields me rió el chiste. Se rió como si hubiera hecho un curso de risa, enseñando todos los dientes, estropeados en su mayoría, dentro de una mandíbula como un guante de boxeo azul, más ancha que la parte superior de su cabeza, de ralo cabello oscuro. Parecía vulgar, como la mayoría de estadounidenses, y de qué manera. Era un hombre grande, musculoso, con una espalda como la de un rinoceronte, y vestía un traje de franela de color marrón claro con unas solapas tan anchas y afiladas como dos alabardas suizas. Su corbata era digna de servir de toldo a la terraza de un café y llevaba unos pesados zapatos Oxford marrones. Los norteamericanos parecen sentir una atracción irresistible por los zapatos resistentes, del mismo modo que los ivanes por los relojes de pulsera; la única diferencia era que, por lo general, los compraban en las tiendas.

– Francamente, me importan un bledo los problemas de ese teniente. Es su patio el que está lleno de mierda, no el mío. Que la barran ellos. No, solo le explico que le conviene colaborar conmigo. Puede que no tenga nada que ver con la muerte de Pichler, pero estoy seguro de que no querrá malgastar todo un día explicándoselo al teniente Canfield. Así que si me ayuda, yo le ayudaré. Me olvidaré de haberlo visto en el taller de Pichler. ¿Comprende lo quele digo?

– Su alemán no deja nada que desear -dije. De cualquier modo, me chocó la rabia con que atacaba el acento, lanzándose contra las consonantes con un nivel de precisión teatral, casi como si considerara que era un idioma que necesitara hablarse con crueldad-. Supongo que no importaría que le dijera que no sé nada en absoluto sobre lo que le ha pasado a Herr Pilcher.

Shields se encogió de hombros, como excusándose.

– Como ya le he dicho, es un problema británico, no mío. Puede que usted sea inocente, pero, como le digo, seguro que sería un coñazo explicárselo a esos británicos. Le juro que creen que todos ustedes, los boches, son unos nazis hijos de puta.

Levanté las manos rindiéndome.

– Bien, entonces, ¿en qué puedo ayudarlo?

– Bueno, cuando supe que antes de ir al entierro del capitán Linden había visitado a su asesino en la cárcel, no pude controlar mi natural inquisitivo. -Su tono se hizo más penetrante-. Venga ya, Gunther. Quiero saber qué diablos está pasando entre usted y Becker.

– Doy por supuesto que conoce la versión de Becker.

– Como si la tuviera grabada en mi pitillera.

– Bueno, Becker se la cree. Y me paga para que la investigue y, eso espera, demuestre que es cierta.

– Dice que está investigando. Entonces, ¿eso en qué lo convierte?

– En un investigador privado.

– ¿Un sabueso? Vaya, vaya. -Se inclinó hacia adelante y, cogiendo el borde de mi chaqueta, palpó la tela entre los dedos. Fue una suerte que no hubiera hojas de afeitar cosidas en aquella chaqueta en particular-. No, no me lo trago. No es lo bastante cobista.

– Cobista o no, es la verdad. -Saqué la cartera y le mostré mi carné de identidad. Y luego mi vieja placa de la policía-. Antes de la guerra estaba en la policía de Berlín. Seguro que no tengo que decirle que Becker también estaba allí. De eso lo conozco. -Saqué los cigarrillos-. ¿Le importa si fumo?

– Fume, pero sin dejar de mover los labios.

– Bueno, después de la guerra no quise volver a la policía. El cuerpo estaba lleno de comunistas. -Al decir esto, lanzaba un mensaje. No conocía a un solo estadounidense a quien le gustara el comunismo-. Así que monté mi propio negocio. En realidad, a mediados de los treinta estuve un tiempo fuera del cuerpo y entonces también trabajé por mi cuenta. Así que no soy exactamente nuevo en este juego. Con tantas personas desplazadas desde la guerra, la mayoría de la gente necesita un poli honrado. Créame, gracias a los ivanes, en Berlín somos muy pocos.

– Sí, bueno, aquí pasa lo mismo. Como los soviets llegaron aquí primero, colocaron a su gente en los puestos más importantes de la policía. Las cosas están tan mal que el gobierno austríaco tuvo que acudir al jefe de los bomberos de Viena cuando buscaba un hombre recto para subcomisario de policía. -Movió la cabeza, incrédulo-. Así que es usted uno de los antiguos compañeros de Becker. ¿Qué te parece? Por todos los demonios, ¿qué clase de policía era?

– De la clase corrupta.

– No me extraña que este país ande tan mal. Supongo que también estuvo usted en las SS.

– Durante poco tiempo. Cuando averigüé lo que estaba pasando, pedí que me trasladaran al frente. Algunos lo hicieron, ¿sabe?

– No los suficientes. Por ejemplo, su amigo no lo hizo.

– No es exactamente mi amigo.

– Entonces, ¿por qué aceptó el caso?

– Necesitaba el dinero. Y necesitaba alejarme de mi mujer durante un tiempo.

– ¿Le importa decirme por qué?

Hice una pausa al darme cuenta de que era la primera vez que hablaba de ello.

– Se ha estado viendo con otro. Uno de sus compañeros oficiales. Pensé que si yo me iba por un tiempo, ella quizá decidiera qué era más importante: su matrimonio o ese schätzi suyo.

Shields asintió y luego gruñó comprensivo.

– Naturalmente, todos sus papeles están en orden.

– Naturalmente -dije, se los di y observé cómo examinaba mi carné de identidad y mi pase rosa.

– Veo que ha entrado por la zona rusa. Para alguien a quien no le gustan los ivanes, debe tener algunos contactos muy buenos en Berlín.

– Solo unos cuantos poco honrados.

– Rusos poco honrados.

– ¿Qué otra clase hay? Claro que tuve que untar a algunas personas, pero los documentos son auténticos.

Shields me los devolvió.

– ¿Lleva su Fragebogen encima?

Busqué mi certificado de desnazificación en la cartera y se lo di. Le echó una ojeada, sin ningunas ganas de leer las 133 preguntas y respuestas que había.

– Exonerado, ¿eh? ¿Cómo es que no lo clasificaron como delincuente? Todos los SS eran arrestados automáticamente.

– Vi el final de la guerra en el ejército. En el frente ruso. Y, como ya le he dicho, hice que me trasladaran fuera de las SS.

Shields resopló y me devolvió la Fragebogen.

– No me gustan las SS -dijo con un gruñido.

– Ya somos dos.

Shields contempló el enorme anillo de una fraternidad que adornaba con poca elegancia uno de sus bien almohadillados dedos.

– Comprobamos la historia de Becker, ¿sabe? No había nada cierto en ella -dijo.

– No estoy de acuerdo.

– ¿Y qué le hace pensar eso?

– ¿Cree que estaría dispuesto a pagarme cinco mil dólares para husmear por ahí, si su historia fuera solo palabrería?

– ¿Cinco mil? -Shields soltó un silbido.

– Vale la pena, si estás con la soga al cuello.

– Claro. Bueno, quizá pueda probar que el tipo estaba en algún otro sitio cuando lo cogimos. Quizá pueda encontrar algo que convenza al juez de que sus amigos no dispararon contra nosotros o de que él no llevaba encima la pistola que mató a Linden. ¿Tiene alguna idea brillante, sabueso, por ejemplo, como la que le llevó a ver a Pichler?

– Era un nombre que Becker recordó haber oído a alguien en Reklaue and Werbe Zentrale.