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– ¿A quién?

– A Max Abs.

Shields asintió, reconociendo el nombre.

– Diría que fue él quien mató a Pichler. Es probable que fuera a verlo poco después que yo y averiguara que alguien que decía ser amigo suyo había estado haciendo preguntas. Puede que Pichler le contara que me había dicho que volviera al día siguiente. Así que, antes de que lo hiciera, Abs lo mató y se llevó todos los papeles donde aparecíasu nombre y dirección. O eso pensaba. Se olvidó algo que me llevó hasta esa dirección. Solo que, cuando llegué, ya se había largado. Según la propietaria, ahora estará a medio camino de Munich. ¿Sabe, Shields?, no sería mala idea que hiciera que alguien lo estuviera esperando cuando bajara de ese tren.

Shields se acarició la mal afeitada cara.

– Bien mirado, puede que no sea mala idea.

Se levantó y fue hasta detrás de su escritorio, donde cogió el teléfono y procedió a hacer una serie de llamadas, pero utilizando un vocabulario y un acento que no pude comprender. Cuando por fin colgó el aparato en la horquilla, miró la hora en su reloj y dijo:

– El tren de Munich tarda once horas y media, así que hay tiempo de sobra para asegurarnos de que reciba una cálida bienvenida cuando llegue.

Sonó el teléfono. Shields contestó, mirándome fijamente, con la boca abierta y sin parpadear, como si no hubiera creído mucho de mi historia. Pero cuando colgó el teléfono por segunda vez, sonreía.

– Una de mis llamadas ha sido al Centro de Documentación de Berlín -dijo-. Estoy seguro de que sabe qué es y que Linden trabajaba allí.

Asentí.

– Les he preguntado si tenían algo de ese Max Abs. Han sido ellos los que acaban de llamar. Parece que también fue de las SS. No es que lo busquen por crímenes de guerra, pero de todos modos es una gran coincidencia, ¿no le parece? Usted, Becker, Abs, todos viejos alumnos del pequeño y selecto círculo universitario de Himmler.

– Una coincidencia, eso es lo único que es -dije cansado.

Shields volvió a sentarse en la silla.

– ¿Sabe?, estoy totalmente dispuesto a creer que Becker sólo apretó el gatillo contra Linden y que su organización, la de usted, lo quería muerto porque había descubierto algo sobre ustedes.

– Ah, ¿y qué organización es esa? -dije sin mucho entusiasmo por la teoría de Shields.

– El movimiento clandestino Werewolf.

Me di cuenta de que me estaba riendo a carcajadas.

– ¿Esa vieja historia de la quinta columna nazi? ¿Los fanáticos que siguen escondidos para continuar una guerra deguerrillas contra nuestros conquistadores? Debe de estar de broma, Shields.

– ¿Qué es lo que no le gusta?

– Bueno, para empezar llegan un poco tarde. La guerra terminó hace tres años. Sin duda, ustedes los norteamericanos se han tirado ya a bastantes de nuestras mujeres como para saber que nunca hemos tenido intención de cortarles el cuello en la cama. El movimiento clandestino Werewolf… -Sacudí la cabeza con desdén-. Pensaba que era algo que su gente de la inteligencia se había inventado. Pero tengo que decir que nunca pensé que alguien se creyera de verdad esa mierda. Mire, puede que Linden descubriera algo sobre un par de criminales de guerra y puede que ellos quisieran quitarlo de enmedio. Pero no los hombres lobo. A ver si encontramos algo un poco más original, ¿eh?

Encendí otro cigarrillo y observé que Shields asentía y reflexionaba sobre lo que yo le había dicho.

– ¿Qué dice el Centro de Documentación de Berlín sobre el trabajo de Linden? -pregunté.

– Oficialmente, solo era un oficial de enlace del Crowcass -el registro central de crímenes de guerra y sospechosos de espionaje del ejército de Estados Unidos-. Insisten en que Linden era solo un administrador y no un agente de campo. Pero claro, si estuviera trabajando en espionaje, tampoco nos lo dirían. Tienen más secretos que la superficie de Marte. -Se levantó de detrás del escritorio y fue hasta la ventana-. ¿Sabe?, el otro día tuve entre las manos un informe que decía que dos de cada mil austríacos espiaban para los soviéticos. Mire, Gunther, en esta ciudad hay más de 1,8 millones de personas, lo cual significa que si el Tío Sam tuviera tantos espías como el Tío Pepe, habría más de siete mil justo delante de mi puerta. Por no hablar de lo que están haciendo los británicos y los franceses, o de lo que prepara la policía estatal de Viena; me refiero a la policía política dominada por los comunistas, no a la policía vienesa corriente, aunque también son un puñado de comunistas. Y hace solo unos meses se infiltró en Viena todo un grupo de policías húngaros para secuestrar o asesinar a unos cuantos de sus disidentes nacionales.

Se apartó de la ventana y volvió a sentarse frente a mí. Agarrando el respaldo de la silla como si estuviera pensando en levantarlo y estampármelo contra la cabeza, suspiró y dijo:

– Lo que trato de decir, Gunther, es que estamos en una ciudad podrida. Me parece que Hitler dijo que era una perla. Bueno, querría decir una cuenta amarilla y gastada como el último diente que le queda a un perro muerto. Francamente, miro por la ventana y veo tantas cosas que valgan la pena en esta ciudad como veo el azul del cielo cuando meo en el Danubio.

Shields se enderezó. Luego se inclinó hacia adelante y, agarrándome por las solapas de la chaqueta, me hizo poner en pie.

– Viena me decepciona, Gunther, y eso hace que me sienta mal. No haga lo mismo, compañero. Si da con algo que yo creo que tendría que saber y no viene a decírmelo, me sentiré muy ofendido. Puedo pensar en cien buenas razones para sacar su culo a patadas de esta ciudad incluso cuando estoy de buen humor, como ahora. ¿Hablo claro?

– Como el agua.

Le aparté las manos de mi chaqueta y me la alisé en los hombros. A medio camino de la puerta me detuve y dije:

– ¿Esta nueva cooperación con la policía militar estadounidense llega hasta retirarme al tipo que ha hecho que me siguiera?

– ¿Le sigue alguien?

– Lo hacía hasta que anoche le aticé.

– Estamos en una ciudad muy rara, Gunther. A lo mejor es que usted le gustaba.

– Seguro que fue por eso por lo que di por sentado que trabajaba para usted. El hombre es norteamericano y se llama John Belinsky.

Shield negó con la cabeza, con una mirada inocente en los ojos.

– Nunca había oído hablar de él. Se lo prometo, nunca he ordenado que le sigan. Si alguien le sigue, no tiene nada que ver con este despacho. ¿Sabe qué tendría que hacer?

– Sorpréndame.

– Volver a casa, a Berlín. Aquí no se le ha perdido nada.

– Quizá sí que tendría que hacerlo, lo que pasa es que no estoy seguro de que allí haya nada. Esa era una de las razones por las que he venido, ¿se acuerda?

16

Era tarde cuando llegué al Club Casanova. Estaba lleno de franceses, que estaban llenos de lo que fuera que bebieran los franceses cuando querían agarrar una buena. Veronika tenía razón, después de todo; prefería el Casanova cuando estaba tranquilo. Al no conseguir encontrarla entre la muchedumbre, le pregunté al mismo camarero al que había dado una propina tan generosa la noche anterior si la había visto por allí.

– Estaba aquí hace solo unos diez o quince minutos -respondió-. Me parece que se ha ido al Koralle. -Bajó la voz e inclinó la cabeza hacia mí-. No le gustan mucho los franceses. Y a decir verdad, a mí tampoco. Los británicos, los norteamericanos, incluso los rusos… como mínimo se puede respetar a los ejércitos que tuvieron algo que ver con nuestra derrota. Pero ¿los franceses? Son unos cabrones. Créame, lo sé. Vivo en el Bezirk 15, en el sector francés. – Alisó el mantel-. ¿Qué va a tomar, señor?

– Creo que yo también iré a echar un vistazo al Koralle. ¿Sabe dónde está?

– Está en el Bezirk 9. En la Porzellangasse, al lado de la Berggasse y muy cerca de la prisión policial. ¿Sabe dónde?

Me eché a reír.

– Empiezo a saberlo.