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Con la pipa apretada entre los dientes, cruzó los brazos y fijó la mirada en el vaso. Quizá fuera lo que bebía o quizá el pelo, que llevaba más largo que el corte militar preferido por la mayoría de sus compatriotas, pero curiosamente no parecía estadounidense.

– ¿De dónde eres? -pregunté al rato.

– De Williamsburg, Nueva York.

– Belinsky -dije, separando cada sílaba-. ¿Qué clase de nombre es ese para un norteamericano?

Él se encogió de hombros, impasible.

– Soy norteamericano de primera generación. Mi padre procede de Siberia. Su familia emigró para escapar a uno de los pogromos judíos del zar. Como ves, los ivanes tienen una tradición antisemita casi tan buena como la vuestra. Belinsky era el nombre de Irving Berlin antes de que se lo cambiara. Y en lo que respecta a nombres estadounidenses, no creo que un nombre judío como el mío suene peor que un nombre boche como Eisenhower, ¿no te parece?

– Supongo que no.

– Hablando de nombres, si vuelves a hablar con los PM, quizá sería mejor que no me mencionaras a mí ni al CIC. La razón es que hace poco jorobaron una operación que teníamos en marcha. El MVD se las arregló para robar unos cuantos uniformes de la policía militar de Estados Unidos del cuartel general del batallón en el Stiftskaserne. Se los pusieron y convencieron a los PM de la comisaría del Bezirk 19 para que los ayudaran a arrestar a uno de nuestros mejores informadores en Viena. Un par de días más tarde, otro informador nos comunicó que estaban interrogándolo en el cuartel general del MVD en la Mozartgasse. Poco después supimos que lo habían matado, pero no antes de que hablara y les diera otros nombres. Bueno, hubo un follón de todos los diablos y el comisario jefe estadounidense tuvo que darle una buena patada en el culo a más de uno por la mala seguridad de la 796. Le hicieron un consejo de guerra a un teniente y degradaron a un sargento a soldado raso. Como resultado de lo cual, el que yo sea un CIC me convierte en una especie de leproso a ojos del Stiftskaserne. Supongo que puede resultarte difícil de entender siendo alemán.

– Al contrario -dije-. Yo diría que ser tratados como leprosos es algo que los boches entendemos demasiado bien.

17

El agua que llegaba a mi grifo desde los Alpes sabía más limpia que el crujir de los dedos de un dentista. Me llevé un vaso lleno para contestar el teléfono que sonaba en la sala y tomé otro sorbo mientras esperaba que Frau Blum-Weiss me pasara la llamada.

– Hola, buenos días -dijo Shields con un afectado entusiasmo-. Espero no haberle sacado de la cama.

– Me estaba lavando los dientes.

– ¿Y qué tal está hoy? -dijo, negándose a ir al grano.

– Solo con un ligero dolor de cabeza -dije. Había bebido demasiado del licor favorito de Belinsky.

– Vaya, la culpa la tiene el föhn -sugirió Shields, refiriéndose a ese viento cálido y seco, tan impropio de la estación, que de vez en cuando baja sobre Viena desde las montañas-. Todo el mundo en esta ciudad le echa la culpa de todos los comportamientos extraños. Pero yo lo único que noto es que hace que la bosta de caballo huela todavía peor de lo habitual.

– Es un placer volver a hablar con usted, Shields. ¿Qué quiere?

– Su amigo Abs no llegó a Munich. Estamos bastante seguros de que subió al tren, pero no había rastro de él a la llegada.

– Puede que se bajara en algún otro sitio.

– La única parada que hace el tren es Salzburgo y también la teníamos vigilada.

– Quizá alguien lo tiró del tren. Mientras el tren estaba en marcha.

Yo sabía muy bien que ese tipo de cosas pasaban.

– No en la zona norteamericana.

– Bueno, la zona no empieza hasta Linz. Hay más de cien kilómetros de Austria en manos rusas desde aquí hasta su zona. Usted mismo ha dicho que está seguro de que subió al tren. ¿Qué otra cosa nos queda? -Entonces recordé lo que Belinsky había dicho sobre la mala seguridad de la policía militar de Estados Unidos-. Claro que es posible quese zafara de sus hombres, que fuera demasiado listo para ellos.

Shields suspiró.

– Alguna vez, Gunther, cuando no esté demasiado ocupado con sus viejos camaradas nazis, lo llevaré al campo de personas desplazadas en Auhof y verá a todos los emigrantes judíos ilegales que pensaron que eran más listos que nosotros. -Se echó a reír-. Es decir, si no le preocupa que pueda reconocerlo alguien del campo de concentración. Podría ser divertido dejarlo allí. Esos sionistas no comparten mi sentido del humor sobre las SS.

– Y eso sí que lo echaría en falta.

Alguien llamó a la puerta, casi furtivamente.

– Mire, tengo que dejarle.

– Vaya con ojo. Si llego a sospechar que le huelen a mierda los zapatos, lo echaré a la jaula.

– Bueno, si huele algo, probablemente será el föhn.

Shields soltó su risa, que sonaba como un tren fantasma, y colgó.

Fui a abrir la puerta y entró un tipo bajo, de aspecto sospechoso, que me recordó la copia de un retrato de Klimt que había en el comedor. Llevaba una gabardina marrón, con cinturón y pantalones que dejaban ver sus calcetines blancos y, apenas cubriéndole la larga melena rubia, un pequeño sombrero tirolés negro cargado de insignias y plumas. De un modo un tanto incongruente, llevaba las manos metidas en un gran manguito de lana.

– ¿Qué vende, bailarín? -le pregunté.

La mirada furtiva se volvió desconfiada.

– ¿No es usted Gunther? -dijo arrastrando una voz inverosímil, más grave que un fagot robado.

– Tranquilo -dije-, soy Gunther. Usted debe ser el armero personal de Becker.

– Justo. Me llamo Rudi. -Echó una ojeada en torno suyo y se tranquilizó-. ¿Está solo en esta jaula?

– Como un pelo en la teta de una viuda. ¿Me trae un regalo?

Rudi asintió y con una sonrisa astuta sacó una mano del manguito. Sostenía un revólver y apuntaba al cruasán de mi desayuno. Después de un momento incómodo, sonrió más abiertamente y aflojó la presión sobre la culata hasta dejar que la pistola colgara de su índice por el gatillo.

– Si me quedo en esta ciudad tendré que hacerme con un nuevo sentido del humor -dije cogiéndole el revólver. Era un Smith 38 con un cañón de seis pulgadas y las palabras «Ejército y Policía» grabadas claramente en la culata negra-. Supongo que el poli a quien pertenecía esto te dejó que te lo llevaras a cambio de unos cuantos paquetes de cigarrillos. -Rudi empezó a hablar, pero yo lo hice primero-. Mira, le dije a Becker que quería un arma limpia, no la prueba número uno de un juicio por asesinato.

– Es nueva -dijo Rudi, indignado-. Mire el cañón. Todavía está engrasado; aún no ha sido disparado. Le juro que los de arriba ni siquiera saben que ha desaparecido.

– ¿De dónde la sacó?

– Del almacén de la fábrica. De verdad, Herr Gunther, esta pistola es un arma limpia donde las haya.

Asentí a regañadientes.

– ¿Has traído municiones?

– Hay seis en el cargador -dijo, y sacando la otra mano del manguito puso un mísero puñado de cartuchos en el aparador, al lado de las dos botellas que me había dado Traudl-, y estos.

– ¿Qué pasa, es que los has comprado de racionamiento?

Rudi se encogió de hombros.

– Es lo único que he podido conseguir de momento, me temo. -Mirando el vodka se relamió los labios.

– Yo ya he desayunado -le dije-, pero puedes servirte.

– Solo un poco contra el frío, ¿eh? -dijo y se sirvió, nervioso, un vaso lleno, que se bebió de un trago.

– Adelante, toma otro. Nunca me interpongo entre un hombre y una buena sed. -Encendí un cigarrillo y fui hasta la ventana. Afuera una flauta de pan hecha de carámbanos colgaba del borde del tejado de la terraza-. Especialmente en un día tan helado como este.

– Gracias -dijo Rudi-, muchas gracias. -Sonrió apenas y se sirvió otro vaso, lleno hasta el borde, que sorbió lentamente-. ¿Y cómo va? La investigación, quiero decir.