– Si tienes alguna idea, me encantaría que me lo contaras. En este momento no es que los peces se metan solos en la red.
Rudi flexionó los hombros.
– Bueno, tal como yo lo veo, ese capitán norteamericano, el que cogió el 71…
Hizo una pausa mientras yo hacía la asociación: el número 71 era el tranvía que iba hasta el Cementerio Central. Asentí, animándolo a continuar.
– Bueno, tiene que haber estado metido en algún tipo de chanchullo. Piénselo -me sugirió, animándose al hablar-. Va a un almacén con otro tipo y el sitio está lleno hasta la bandera de tabaco. Quiero decir, para empezar, ¿cómo es que estaban allí? No puede ser que el asesino hubiera planeado matarle allí. No lo habría hecho cerca del alijo, ¿verdad? Debían de ir a echar una mirada a la mercancía y se pelearon.
Tuve que admitir que había algo de verdad en lo que decía. Reflexioné un momento.
– ¿Quién vende cigarrillos en Austria, Rudi?
– ¿Además de todo el mundo?
– Los principales estraperlistas.
– Dejando de lado a Emil, están los ivanes, un sargento norteamericano del Estado Mayor que está loco y vive en un castillo cerca de Salzburgo, un judío rumano aquí en Viena y un austríaco llamado Kurtz. Pero Emil era el más grande; la mayoría de la gente ha oído el nombre de Emil Becker relacionado con eso.
– ¿Cree que es posible que uno de ellos le hubiera tendido una trampa a Emil, para eliminarlo como competidor?
– Seguro, pero no a costa de perder todos aquellos cigarrillos. Cuarenta cajas, Herr Gunther. Es una pérdida enorme para cualquiera.
– Exactamente, ¿cuándo robaron esa fábrica de tabaco de la Thaliastrasse?
– Hace meses.
– ¿Los PM no tenían ninguna idea de quién lo había hecho? ¿No tenían ningún sospechoso?
– Nada de nada. La Thaliastrasse está en el Bezirk 16, forma parte del sector francés. Los PM franceses no podrían coger ni grasa en esta ciudad.
– ¿Y qué hay de los polis de aquí, la policía vienesa?
Rudi negó con la cabeza sin dudar.
– Están demasiado ocupados peleándose con la policía estatal. El ministro del Interior ha estado tratando de que los estatales sean absorbidos por las fuerzas regulares, pero a los rusos no les gusta y están tratando de boicotear el invento. Aunque eso signifique hundirlo todo. -Sonrió-. No es que me molestase. No, los locales son casi tan malos como los franchutes. Para ser sincero, los únicos polis que valen la pena en esta ciudad son los estadounidenses. Incluso los ingleses son bastante estúpidos, si quiere saberlo.
Rudi miró uno de los diversos relojes que llevaba en el brazo.
– Mire, tengo que marcharme; si no, perderé sitio en el Ressel. Allí es donde me encontrará todas las mañanas si me necesita, Herr Gunther. Allí o en el Café Hauswirth, en la Favoritenstrasse, por la tarde. -Acabó de vaciar el vaso-. Gracias por la bebida.
– La Favoritenstrasse -repetí frunciendo el ceño-. Está en el sector ruso, ¿no?
– Cierto -dijo Rudi-, pero eso no me convierte en comunista. -Se levantó el sombrero y sonrió-. Solo en un hombre prudente.
18
La triste expresión de su cara, con la mirada abatida y la incipiente papada, por no hablar de la ropa barata y con aspecto de segunda mano, me hizo pensar que Veronika no debía sacar mucho de hacer de prostituta. Y no había nada en la habitación, fría y del tamaño de una cueva, que tenía alquilada en el centro del distrito rojo de la ciudad, que indicara nada más que una existencia precaria, ganando apenas para sobrevivir.
Volvió a darme las gracias por ayudarla y, después de interesarse por mis heridas, procedió a preparar un poco de té mientras explicaba que un día tenía intención de llegar a ser pintora. Miré sus dibujos y acuarelas sin demasiado placer.
Profundamente deprimido por el lóbrego ambiente, le pregunté cómo había acabado haciendo la calle. Fue una tontería, porque no tiene sentido cuestionar a una prostituta sobre nada y mucho menos sobre su propia inmoralidad; mi única excusa era que sentía auténtica lástima por ella. ¿Habría tenido alguna vez un marido que la habría visto haciéndole un francés a un estadounidense en un edificio en ruinas a cambio de un par de tabletas de chocolate?
– ¿Quién dice que haga la carrera? -respondió con acritud.
Me encogí de hombros.
– No es el café lo que te mantiene levantada la mitad de la noche.
– Puede que no. De todos modos, no me encontrarás trabajando en uno de esos sitios del Gürtel donde los tíos solo tienen que subir al piso de arriba. Y no me encontrarás haciendo la calle delante de la oficina de información norteamericana ni del Hotel Atlantis. Quizá sea una chocolatera, pero no soy una buscona. El caballero tiene que gustarme.
– Eso no evitará que te hagan daño. Como anoche, por ejemplo; por no hablar de las enfermedades venéreas.
– Escúchate -dijo con divertido desdén-. Pareces uno de esos cabrones de la brigada Antivicio. Te cogen, hacenque un médico te examine para ver si estás contagiada y luego te echan un sermón sobre los peligros de la gonorrea. Empiezas a hablar como un poli.
– Puede que la policía tenga razón. ¿Lo has pensado alguna vez?
– Mira, nunca han podido acusarme de nada… y nunca podrán. -Sonrió un poco con aire astuto-. Como he dicho, tengo cuidado. El caballero tiene que gustarme. Lo cual significa que no acepto ni ivanes ni negros.
– Supongo que nadie ha oído hablar nunca de un estadounidense blanco ni de un inglés con sífilis.
– Solo tienes que mirar las estadísticas -dijo mirándome con cara de pocos amigos-. Además, ¿qué coño sabes tú de eso? Que me salvaras el pellejo no te da derecho a leerme los diez mandamientos, Bernie.
– No hay que saber nadar para lanzarle un salvavidas a alguien. En mis tiempos he conocido a suficientes busconas para saber que muchas empezaron siendo tan selectivas como tú. Luego llega alguien y las zurra a gusto y la siguiente vez, cuando el casero las persigue para cobrar el alquiler, no pueden permitirse ser tan exigentes. Hablas de porcentajes. Bueno, no queda mucho porcentaje en un francés por diez schillings cuando llegas a los cuarenta. Mira, Veronika, eres una buena chica. Si hubiera un cura por aquí, pensaría que te mereces una homilía corta, pero como no lo hay, tendrás que arreglártelas conmigo.
Sonrió con tristeza y me acarició el pelo.
– No estás tan mal. Aunque no tengo ni idea de por qué crees que sea necesario este discurso. De verdad que estoy bastante bien. Tengo dinero ahorrado. Pronto tendré suficiente para entrar en una escuela de arte en algún sitio.
Pensé que eso era tan probable como que consiguiera un contrato para volver a pintar la Capilla Sixtina, peroobligué a mi boca a curvarse hacia arriba en una especie de sonrisa optimista.
– Seguro que sí -dije-. Mira, quizá yo pueda ayudarte. Quizá podamos ayudarnos mutuamente.
Era una manera inequívocamente policial de dirigir la conversación al objetivo principal de mi visita.
– Quizá -dijo, sirviendo el té-. Solo una cosa más y luego puedes darme tu bendición. La brigada Antivicio tiene registradas a más de cinco mil chicas en Viena. Pero no son ni la mitad de las que hay. En estos tiempos, todos tenemos que hacer cosas que en otro tiempo eran impensables. Probablemente tú también. No queda mucho porcentaje en pasar hambre y menos aún en volver a Checoslovaquia.
– ¿Eres checa?
Tomó un sorbo de té, y luego cogió un cigarrillo del paquete que le había dado la noche anterior y sacó una cerilla.
– Según mis papeles, nací en Austria, pero la verdad es que soy checa; una judía alemana de los Sudetes. Pasé la mayor parte de la guerra escondiéndome en retretes y buhardillas. Luego estuve un tiempo con los partisanos, y después en un campo para personas desplazadas durante seis meses, hasta que escapé a través de la Frontera Verde. ¿Has oído hablar de un lugar llamado Wiener Neustadt? ¿No? Bueno, es una ciudad a unos cincuenta kilómetros de Viena, en la zona rusa, con un centro de reunión para los repatriados soviéticos. En todo momento hay unos sesenta mil esperando allí. Los ivanes los clasifican en tres grupos: enemigos de la Unión Soviética a los que envían a los campos de trabajos forzados; a los que no pueden demostrar de verdad que son enemigos los envían a trabajar fuera de los campos, así que de un modo u otro acabas haciendo un trabajo de esclavo; es decir, a menos que estés en el tercer grupo, los enfermos o los viejos o los demasiado jóvenes, en cuyo caso te matan directamente.