Segunda parte
19
– Ya se ha fijado la fecha del juicio contra Herr Becker -me informó Liebl-, lo cual hace que sea absolutamente imperativo apresurarnos en la preparación de la defensa. Confío en que me perdonará, Herr Gunther, si le recalco la urgente necesidad de pruebas para corroborar el relato de nuestro cliente. Aunque tengo fe en su capacidad como detective, querría saber exactamente qué progresos ha hecho hasta ahora, a fin de poder aconsejar mejor a Herr Becker sobre la forma de llevar su caso en el tribunal.
Esta conversación tenía lugar varias semanas después de mi llegada a Viena, pero no era la primera vez que Liebl me presionaba para que le diera alguna idea de mis avances.
Estábamos sentados en el Café Schwarzenberg, que era lo más parecido a una oficina que había tenido desde antes de la guerra. La cafetería vienesa se parece en todo a un club de caballeros ingleses, salvo en que ser socio por un día cuesta poco más que el precio de una taza de café. Por ese importe puedes quedarte todo el tiempo que quieras, leer los periódicos y las revistas disponibles, dejar recados a los camareros, recibir el correo, reservar una mesa para reuniones y, en general, llevar un negocio con total discreción delante del mundo entero. Los vieneses respetan la privacidad de la misma forma que los estadounidenses adoran la antigüedad, y un habitual del Schwarzenberg no metería la nariz por encima de tu hombro del mismo modo que tampoco removería el café con el dedo.
En anteriores ocasiones, le había dicho a Liebl que una idea exacta de los progresos no era algo que existiera en el mundo del investigador privado; que no era el tipo de negocio en el cual uno puede informar de que, con toda seguridad, se va a producir una serie específica de acontecimientos dentro de un período determinado. Ese es el problema con los abogados. Dan por supuesto que el resto del mundo funciona como el código napoleónico. No obstante, en esta ocasión concreta, tenía bastante más para contarle a Liebl.
– La novia de König, Lotte, ha vuelto a Viena -dije.
– ¿Por fin ha vuelto de sus vacaciones de esquí?
– Eso parece.
– Pero todavía no la ha encontrado.
– Alguien que conozco en el Club Casanova tiene una amiga que habló con ella hace solo un par de días. Puede que incluso lleve de vuelta alrededor de una semana.
– ¿Una semana? -repitió Liebl-. ¿Por qué ha costado tanto averiguarlo?
– Esas cosas llevan tiempo -dije con un encogimiento de hombros provocativo. Estaba harto del constante escrutinio de Liebl y había empezado a disfrutar como un niño pinchándolo con esas exhibiciones de aparente despreocupación.
– Sí -gruñó-, eso es lo que ha dicho otras veces.
No parecía nada convencido.
– No es como si tuviéramos la dirección de esas personas -dije-. Y Lotte Hartmann no se ha acercado por el Casanova desde que ha vuelto. La chica que habló con ella dice que Lotte ha estado tratando de conseguir un pequeño papel en una película en los Estudios Sievering.
– ¿Sievering? Eso está en el Bezirk 19. El estudio es propiedad de un vienés llamado Karl Hartl. Antes era cliente mío. Hartl ha dirigido a todas las grandes estrellas: Pola Negri, Lya de Putti, Maria Corda, Vilma Banky, Lilian Harvey. ¿Ha visto El barón gitano? Bueno, pues era de Hartl.
– ¿Cree usted que, por casualidad, podría saber algo de los estudios donde Becker encontró el cuerpo de Linden?
– ¿Drittemann Film? -Liebl removió el café distraídamente-. Si hubiera sido una compañía cinematográfica legalmente constituida, Hartl la conocería. En la producción vienesa de películas no pasan muchas cosas que Hartl no sepa. Pero solo se trataba de un nombre en un contrato de alquiler. En realidad, allí no se había rodado ninguna película, ni siquiera se había disparado ninguna cámara. Usted mismo lo comprobó, ¿no?
– Sí -dije recordando la estéril tarde que había pasado allí hacía dos semanas. Resultó que incluso el contrato de arrendamiento había caducado y la propiedad volvía a ser del Estado-. Es cierto, lo primero y lo único que se disparóallí fue el arma que mató a Linden. -Me encogí de hombros-. Tiene razón, era solo una idea.
– Entonces, ¿qué va a hacer ahora?
– Procurar encontrar a Lotte Hartmann en Sievering. No tendría que ser demasiado difícil. Si tratas de conseguir un papel en una película, dejas una dirección donde pueden ponerse en contacto contigo.
Liebl sorbió su café ruidosamente y luego se secó delicadamente la boca con un pañuelo del tamaño de un spinnaker.
– Por favor, no desperdicie el tiempo buscando a esa persona -dijo-. Siento presionarlo así, pero hasta que descubramos dónde está Herr König, no tenemos nada. Cuando lo haya encontrado, podremos por lo menos tratar de obligarlo a declarar llamándolo como testigo principal de los hechos.
Asentí dócilmente. Podría haberle contado más cosas, pero su tono me irritaba y cualquier otra explicación habría generado preguntas que todavía no estaba en disposición de contestar. Por ejemplo, podría haberle comunicado lo que había sabido por Belinsky, en la misma mesa del Schwarzenberg, una semana después de haberme salvado el pellejo, una información a la que todavía daba vueltas en mi cabeza, tratando de encontrarle sentido. Nada era tan simple como Liebl parecía imaginar.
– Para empezar -me había dicho Belinsky-, los Drexler eran lo que parecían. Ella sobrevivió al campo de concentración de Matthausen y él al gueto de Lodz y a Auschwitz. Se conocieron en un hospital de la Cruz Roja después de la guerra y vivieron en Frankfurt durante un tiempo antes de ir a Berlín. Parece que colaboraron muy estrechamente con la gente del Crowcass y con la oficina del fiscal. Mantenían al día el historial de un gran número de nazis buscados y llevaban muchos casos simultáneamente. En consecuencia, nuestra gente de Berlín no ha podido determinar si alguna investigación en concreto guardaba relación con su muerte o con la del capitán Linden. La policía local está confundida, como suele decirse, que es probablemente como prefiere estar. Francamente, no creo que les importe un bledo quién mató a los Drexler y no parece que la investigación de la PM estadounidense vaya allegar a ningún sitio.
»Pero no parece probable que los Drexler pudieran haber tenido mucho interés en Martin Albers. Era uno de los jefes de las operaciones clandestinas de las SS y las SD en Budapest hasta 1944, cuando fue arrestado por haber tomado parte en el complot de Stauffenberg para matar a Hitler y colgado en el campo de concentración de Flossenburg en abril de 1945. Pero me atrevería a decir que se lo tenía bien merecido. Por lo que dicen todos, Albers era un cabrón, aunque tratara de liquidar al Führer. A muchos de vosotros todo eso os costó un carajo de tiempo. ¿Sabes?, nuestra gente de Inteligencia cree que incluso Himmler estaba enterado de la existencia del complot, pero dejó que siguiera adelante confiando en ocupar él mismo el lugar de Hitler.
»De cualquier modo, resulta que este Max Abs era el criado, chófer y hombre para todo de Albers, así que parece como si estuviera honrando a su antiguo jefe. La familia Albers murió en un ataque aéreo, así que supongo que no quedaba nadie más que erigiera una lápida en su memoria.
»-Un gesto bastante caro, ¿no te parece?
»-¿Tú crees? Bueno, yo odiaría que me mataran cuidándote el culo, boche.
Luego Belinsky me habló de la compañía Pullach.
– Es una organización patrocinada por los estadounidenses, dirigida por los alemanes y fundada con el objetivo de reconstruir el comercio alemán interzonal. La idea es que Alemania llegue a ser económicamente autónoma lo más rápidamente posible para que el Tío Sam pueda dejar de sacaros a todos vosotros de apuros. La sede de la empresa está en una misión estadounidense llamada Camp Nicholas, que hasta hace pocos meses estaba ocupada por las autoridades de la censura postal del ejército de Estados Unidos. Camp Nicholas es un lugar enorme que fue construido para Rudolf Hess y su familia. Pero cuando se «ausentó sin permiso», Bormann se lo quedó durante un tiempo, y luego Kesselring y su Estado Mayor. Ahora es nuestro. Hay las suficientes medidas de seguridad paraconvencer a la gente del lugar de que el campo alberga algún tipo de establecimiento de investigación técnica, pero eso no es extraño teniendo en cuenta su historia. En cualquier caso, la buena gente de Pullach lo evita, prefiriendo no saber mucho de lo que hay allí, incluso si es algo tan inofensivo como un equipo de especialistas económicos y comerciales. Supongo que son expertos, teniendo en cuenta que Dachau está a apenas unos kilómetros de allí.