– ¿Ah, sí? ¿Y cuál es esa experiencia?
– Solía ser relaciones públicas en el Club Casanova y ahora trabaja de crupier en el Casino Oriental. Al menos, eso es lo que me dijo. Por lo que yo sé, podría ser una de las bailarinas exóticas que tienen allí. De cualquier modo, si la está buscando, esta es la dirección que me dio.
– ¿Puedo llevarme este papel?
– Por supuesto.
– Una cosa más: si por alguna razón Fräulein Hartmann se pusiera en contacto con usted, le agradecería que no lecomentara nada de esto.
– Mi boca está sellada.
Me levanté para marcharme.
– Gracias -dije-, me ha sido de mucha ayuda. Ah, y buena suerte con esas ruinas.
Sonrió irónico.
– Sí, ya, si ve alguna pared poco sólida, sea un buen chico y dele un buen empujón.
Aquella noche, fui al Oriental justo a tiempo para el primer número de las 8.15. La chica que bailaba desnuda en la pista de baile estilo pagoda, con acompañamiento de una orquesta de seis músicos, tenía unos ojos tan fríos y duros como el trozo más negro de pórfido del taller de Pilcher. Llevaba el desprecio grabado en la cara de una forma tan indeleble como los pájaros tatuados en sus pechos pequeños adolescentes. Un par de veces tuvo que contener un bostezo y una vez le hizo una mueca al gorila encargado de protegerla en caso de que alguien quisiera demostrarle su aprecio. Cuando, al cabo de cuarenta y cinco minutos, llegó al final de su actuación, su saludo fue una burla a quienes la habíamos contemplado.
Llamé a un camarero y centré la atención en el propio club. «El maravilloso cabaré nocturno egipcio» era como el Oriental se describía a sí mismo en la caja de cerillas que había cogido del cenicero de bronce, y no había duda de que estaba lo bastante grasiento como para pasar por algo de Oriente Próximo, por lo menos, ante los estereotipados ojos de algún creador de decorados de los Estudios Sievering. Una larga escalinata curvada conducía al piso inferior de estilo vagamente árabe, con sus pilares dorados, el techo en forma de cúpula y muchos tapices persas en las paredes cubiertas de mosaicos de imitación. El olor frío y húmedo del sótano, el humo a tabaco turco barato y las muchas prostitutas solo potenciaban aquel auténtico ambiente oriental. Casi esperaba ver cómo el ladrón de Bagdad venía a sentarse a la mesa de marquetería que yo ocupaba. En lugar de eso, vino un chulo vienés.
– ¿Busca una chica guapa? -preguntó.
– Si así fuera, no habría venido aquí.
El macarra lo entendió al revés y señaló a una enorme pelirroja que estaba sentada a la anacrónica barraamericana.
– Puedo arreglarlo para que lo pase bien con aquella de allí.
– No gracias, desde aquí se le huelen las bragas.
– Oiga, pifke, esa chocolatera es tan limpia que podría cenar en su coño.
– No tengo tanta hambre.
– Otra cosa, entonces. Si lo que le preocupa es el contagio, sé dónde encontrar una estupenda nieve fresca, sin huellas dactilares. ¿Me entiende? -Se inclinó hacia mí por encima de la mesa-. Una niña que ni siquiera ha terminado la escuela. ¿Qué tal le suena una primicia así?
– Desaparece, cerdo, antes de que te vuele la bragueta de un tiro.
Se echó hacia atrás de golpe.
– Tranquilo, pifke -dijo con sorna-. Sólo trataba de…
Soltó un chillido de dolor cuando tuvo que enderezarse siguiendo a una de sus patillas sujeta entre el pulgar y el índice de Belinsky.
– Ya has oído a mi amigo -dijo con tono frío y amenazador y, dándole un empujón al tipo para apartarlo, se sentó frente a mí-. Dios, cómo odio a los chulos -murmuró meneando la cabeza.
– Nunca lo hubiera imaginado -dije, y volví a llamar al camarero, quien al ver la forma en que el chulo se marchaba se acercó a la mesa más obsequioso que un criado egipcio-. ¿Qué quieres tomar? -le pregunté al estadounidense.
– Una cerveza.
– Dos Gosser -le dije al camarero.
– Inmediatamente, señores -dijo, y se marchó apresuradamente.
– Bueno, no hay duda de que se ha vuelto más atento -observé.
– Ya, bueno, no vienes al Casino Oriental por su exquisito servicio. Vienes para perder dinero en las mesas o en una cama.
– ¿Y el espectáculo? Te olvidas del espectáculo.
– Y una mierda. -Se echó a reír y procedió a explicarme que procuraba ver el espectáculo del Oriental por lo menos una vez a la semana.
Cuando le hablé de la chica con los tatuajes en los pechos, cabeceó con una indiferencia mundana, y durante un buen rato me vi obligado a escucharlo mientras me contaba cosas de las bailarinas exóticas y de striptease que habíavisto en el Extremo Oriente, donde una chica con un tatuaje no era nada del otro mundo. Este tipo de conversación no me interesaba lo más mínimo y cuando, al cabo de varios minutos, Belinsky agotó sus pecaminosas anécdotas, me alegré de poder cambiar de tema.
– He encontrado a la amiga de König, Fräulein Hartmann -anuncié.
– ¿Sí? ¿Dónde?
– En la sala de al lado. Repartiendo cartas.
– ¿La crupier? ¿Esa rubia bronceada y más tiesa que si llevara un carámbano metido en el culo?
Asentí.
– Traté de invitarla a una copa -dijo-, solo que igual podía haber tratado de venderle una escoba. Si vas a congraciarte con ella, te espera una buena tarea, boche. Es tan fría que su perfume hace que te duela la nariz. Quizá si la raptaras tendrías una posibilidad.
– Estaba pensando más o menos lo mismo. En serio, ¿en qué abismo se encuentra tu crédito con la PM aquí en Viena?
Belinsky se encogió de hombros.
– Tan abajo como el culo de una serpiente. Pero cuéntame qué tienes en mente y te lo diré seguro.
– A ver qué te parece esto. La Patrulla Internacional entra aquí una noche y nos arresta a mí y a la chica con algún pretexto. Luego nos llevan a la Kärtnerstrasse, donde yo empiezo a ponerme terco sobre que se ha cometido un error. Quizá algo de dinero cambia de manos para que parezca convincente de verdad. Después de todo, a la gente le gusta creer que la policía es corrupta, ¿no? Así que tanto ella como König pueden apreciar esos pequeños detalles. De cualquier modo, cuando la policía nos suelta, le digo a Lotte Hartmann que la razón de haberla ayudado es que la encuentro atractiva. Bueno, naturalmente, ella está agradecida y le gustaría demostrármelo, solo que tiene un amigo. Quizá él pueda compensarme de un modo u otro. Facilitarme algún negocio, ese tipo de cosas. -Hice una pausa y encendí un cigarrillo-. Bien, ¿qué te parece?
– Para empezar -dijo Belinsky pensativo-, la PI no puede entrar aquí. Hay un letrero enorme en la entrada que lodice. Tu entrada de diez schillings te da derecho a ser socio por una noche de lo que es, después de todo, un club privado, lo cual significa que la PI no puede entrar aquí y ensuciar la alfombra con sus botas y asustar a la florista.
– De acuerdo -dije-, esperan fuera y montan un control para la gente que sale del club. Seguro que no hay nada que pueda impedírselo. Nos cogen a Lotte y a mí como sospechosos: ella de ser una chocolatera y yo de tener montado algún tinglado.
Llegó el camarero con las cervezas. Mientras, ya estaba empezando el segundo número. Belinsky echó un trago a su bebida y se apoyó en el respaldo para mirar.
– Me gusta esa -gruñó, encendiendo la pipa-. Tiene un culo como la costa oeste de África. Espera y verás.
Fumando, satisfecho, con la pipa sujeta firmemente entre los sonrientes dientes, Belinsky no le quitaba ojo a la chica, que se despojaba del sostén.
– Puede que hasta funcione y todo -dijo finalmente-. Solo que olvídate de sobornar a los norteamericanos. No; si lo que tratas de simular es que untas a alguien, entonces tendrá que ser un iván o un franchute. Da la casualidad de que el CIC ha enviado a un capitán ruso a la PI. Parece que está tratando de ganarse el pasaje a Estados Unidos, así que es bueno para los servicios manuales, los documentos de identidad, los chivatazos, lo de costumbre. Un arresto falso debería estar entre sus habilidades. Y por una feliz coincidencia los rusos ocupan la silla presidencial de la Patrulla este mes, así que tendría que resultar bastante fácil organizado una noche en que esté de servicio.