La sonrisa de Belinsky se hizo más amplia cuando la bailarina se bajó las bragas para mostrar un diminuto tanga.
– Oh, mira eso -dijo riendo entre dientes, con un regocijo de adolescente-. Ponle un bonito marco a ese culo y podría colgarlo de la pared. -Se bebió la cerveza de un trago y me hizo un guiño lascivo-. Hay que reconoceros una cosa, boche: construís a vuestras mujeres igual de bien que vuestros coches.
20
Parecía que la ropa me sentaba mejor. Los pantalones ya no me colgaban de la cintura como si fueran los bombachos de un payaso. Meterme dentro de la chaqueta ya no me hacía recordar a un chico que, optimista, se prueba la ropa de su padre muerto. Y el cuello de la camisa se me ajustaba al cuello como un vendaje al brazo de un cobarde. No cabía duda, dos meses en Viena me habían hecho ganar algo de peso, así que ahora me parecía más al hombre que había ido a un campo soviético de prisioneros de guerra y menos al que había salido de allí. Pero, aunque esto me gustaba, no pensaba que fuera una excusa para perder la buena forma y había decidido pasar menos tiempo sentado en el Café Schwarzenberg y hacer más ejercicio.
Era esa época del año cuando los desnudos árboles del invierno empiezan a tener brotes y cuando la decisión de llevar abrigo ya no es algo automático. Con solo una franja blanca de nubes en un cielo, por lo demás, completamente azul, decidí dar un paseo por el Ring y exponer mi piel al cálido sol primaveral.
Como una araña de cristal que resulta demasiado grande para la habitación donde está, también los edificios oficiales de la Ringstrasse, construidos en un tiempo de abrumador optimismo imperial, eran demasiado grandiosos, demasiado opulentos, para la realidad geográfica de la nueva Austria. Con sus seis millones de habitantes, Austria erapoco más que la colilla de un enorme puro. El lugar por el que fui a pasear, más que un anillo de puro parecía una corona mortuoria.
El centinela estadounidense que hacía guardia frente al Hotel Bristol, requisado por Estados Unidos, levantaba su rosada cara hacia arriba para que le dieran los rayos del sol matinal. Su homólogo ruso, que vigilaba el también requisado Grand Hotel, en la puerta de al lado, tenía un rostro tan oscuro que parecía haberse pasado la vida al aire libre.
Cruzando al lado sur del Ring a fin de estar más cerca del parque cuando llegara al Schubertring, me encontré cerca de la comandancia, antes el Hotel Imperial, en el momento en que un gran coche del Estado Mayor soviético se detenía frente a la enorme estrella roja y las cuatro cariátides que enmarcaban la entrada. La puerta del coche se abrió y apareció el coronel Poroshin.
No pareció en absoluto sorprendido de verme. Es más, era casi como si esperara encontrarme paseando por allí y, durante un segundo, se limitó a mirarme como si solo hiciera unas pocas horas que hubiera estado sentado en su despacho en el pequeño Kremlin de Berlín. Supongo que me quedé boquiabierto, porque al cabo de un momento sonrió, murmuró «Dobraye ootra», «buenos días», y luego prosiguió su camino al interior de la comandancia, seguido de cerca por un par de oficiales jóvenes que se volvieron para mirarme con recelo mientras yo me quedaba allí, sinsaber qué decir.
Bastante intrigado sobre la razón de que Poroshin hubiera aparecido en Viena en aquel momento, crucé la calle para dirigirme hacia el Café Schwarzenberg y por poco me atropella una anciana en bicicleta que hizo sonar la bocina, furiosa conmigo.
Me senté a mi mesa habitual para pensar en la llegada de Poroshin a la escena y pedí algo de comer, abandonando mi resolución de mantenerme en forma.
La presencia del coronel en Viena me pareció más fácil de explicar con un café y una porción de pastel en el estómago. Después de todo, no había ninguna razón para que no viniera. Como coronel del MVD, era probable que pudiera ir a donde quisiera. Pensé que el que no me hubiera dicho nada más ni me hubiera preguntado cómo iba mi trabajo para ayudar a su amigo se debía, probablemente, a que no tenía ningún interés en hablar de aquel asunto delante de los otros dos oficiales. Y sólo tenía que coger el teléfono y llamar al cuartel general de la Patrulla Internacional para descubrir si Becker seguía en prisión o no.
Pese a todo, una sensación en la suela del zapato me decía que la llegada de Poroshin desde Berlín estaba relacionada con mi propia investigación y no necesariamente para bien. Igual que alguien que ha desayunado ciruelas pasas, me dije que seguro que no tardaría mucho en notar algo.
21
Cada una de las cuatro potencias asumía, durante un mes y de forma rotativa, la responsabilidad administrativa de la policía del centro de la ciudad. «Ocupan la silla presidencial», era como Belinsky lo había descrito. La silla en cuestión estaba en una sala de reuniones en el cuartel general de las fuerzas combinadas en el Palais Auersperg, aunque también afectaba a la persona que se sentara al lado del conductor en el vehículo de la Patrulla Internacional. Pero aunque la PI era un instrumento de las cuatro potencias y obedecía, en teoría, las órdenes de las fuerzas combinadas, a todos los efectos prácticos eran los estadounidenses quienes la dirigían y proveían. Todos los vehículos, la gasolina y el aceite, las radios, los recambios para las radios, el mantenimiento de los vehículos y las radios, el funcionamiento del sistema de la red radiofónica y la organización de las patrullas eran responsabilidad del 796 de Estados Unidos. Esto significaba que era siempre el miembro norteamericano de la patrulla quien conducía el vehículo, hacía funcionar la radio y llevaba a cabo el mantenimiento de primer nivel. Así que, por lo menos en lo relativo a la patrulla misma, la idea de «la silla» se parecía a la de una fiesta móvil.
Aunque los vieneses se referían a «los cuatro hombres del jeep» o a veces a «los cuatro elefantes del jeep», en realidad «el jeep» había quedado abandonado hacía tiempo porque era demasiado pequeño para acomodar a una patrulla de cuatro hombres, más su transmisor de onda corta, por no hablar de algún detenido, y ahora el medio de transporte favorito era un vehículo de tres cuartos de tonelada del Mando y Reconocimiento.
Todo esto me lo explicó el cabo ruso que mandaba el furgón de la PI aparcado a corta distancia del Casino Oriental en la Petersplatz, en el cual yo estaba sentado, bajo arresto, esperando que los colegas del kapral cogieran también a Lotte Hartmann. El kapral, que no hablaba ni francés ni inglés y solo un poco de alemán, estaba encantado de haber encontrado a alguien con quien podía conversar, aunque fuera un prisionero de habla rusa.
– Me temo que no le puedo decir mucho sobre por qué está bajo arresto, aparte de que es por estar en el mercado negro -dijo a guisa de excusa-. Se enterará mejor cuando lleguemos a la Kärtnerstrasse. Los dos nos enteraremos, ¿eh? Lo único que puedo explicarle es el procedimiento. Mi capitán llenará un formulario de arresto, por duplicado (todo es por duplicado) y le dejará las dos copias a la policía austríaca. Ellos enviarán una al oficial de Seguridad Pública del Gobierno Militar. Si va a juzgarlo un tribunal militar, mi capitán preparará una hoja de cargos, y si lo tiene que juzgar un tribunal austríaco, la policía recibirá las instrucciones precisas. -El kapral frunció el ceño-. Para ser sincero, ahora no nos molestamos mucho con los delitos del mercado negro. O de la moralidad, si a eso vamos. A quienes perseguimos es a los contrabandistas o a los emigrantes ilegales. Puedo decirle que los otros tres cabrones piensan que me he vuelto loco, pero yo tengo mis órdenes.
Sonreí comprensivo y le dije que le agradecía que me explicara todo aquello. Estaba pensando en ofrecerle un cigarrillo cuando la puerta se abrió y el patrullero francés ayudó a una Lotte Hartmann muy pálida a subir y sentarse a mi lado. Luego él y el británico entraron también y cerraron la puerta desde dentro. El olor del miedo de Lotte solo era levemente más débil que el empalagoso aroma de su perfume.