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– Siga, siga -dije riendo-. Quizá pueda hacer que el olmo dé peras.

– Pero admitirá que es posible.

– Todo es posible en Viena. Pero si quiere creer que trato de engañarlo por doscientos miserables dólares, es asunto suyo. Puede que no se haya dado cuenta, König, de que fue su amiguita la que me pidió que la acompañara a casa y usted quien me pidió que viniera aquí. Francamente, tengo cosas mejores a que dedicarme.

Me levanté e hice ademán de marcharme.

– Por favor, Herr Gunther -dijo-, acepte mis disculpas. Tal vez me estaba dejando llevar por la imaginación. Pero tengo que confesar que todo este asunto me tiene intrigado. Y es que, incluso en el mejor de los casos, me vuelvo suspicaz respecto a tantas cosas como pasan hoy.

– Bueno, eso suena a buena receta para los tiempos que corren -dije volviéndome a sentar.

– En mi trabajo, vale la pena ser un poco desconfiado.

– ¿Y qué clase de trabajo es ese?

– Antes estaba en publicidad, pero es un negocio odioso y poco gratificante, lleno de gente con una mente muy pequeña sin ninguna visión. Disolví mi empresa y me dediqué a la investigación económica. La circulación de una información precisa es esencial en todas las áreas del comercio. Pero es algo que hay que tratar con cierto grado de cautela. Los que quieren estar bien informados primero tienen que equiparse con una buena dosis de duda. La duda engendra preguntas y las preguntas requieren respuestas. Estas cosas son esenciales para el crecimiento de cualquier nueva empresa y las nuevas empresas son esenciales para el desarrollo de una nueva Alemania.

– Habla como un político.

– La política… -dijo con una sonrisa cansada, como si el tema fuera demasiado infantil para considerarlo- es algosecundario respecto a lo principal.

– ¿Que es…?

– El comunismo contra el mundo libre. El capitalismo es nuestra única esperanza de resistir a la tiranía soviética, ¿no está de acuerdo?

– No soy amigo de los ivanes -dije-, pero el capitalismo viene con sus propios fallos.

Pero König apenas escuchaba.

– Hicimos la guerra equivocada -dijo-, contra el enemigo equivocado. Teníamos que haber luchado contra los soviéticos, y solo contra ellos. Ahora los estadounidenses lo saben. Saben el error que cometieron dejando las manos libres a Rusia en el este de Europa. Y no están dispuestos a dejar que pase lo mismo con Alemania o Austria.

Flexioné los músculos en el calor y bostecé cansadamente. König estaba empezando a aburrirme.

– ¿Sabe? -dijo-, a mi empresa podría resultarle útil un hombre de su talento. Un hombre con sus antecedentes. ¿En qué sección de las SS estuvo?

Al observar la sorpresa que debió de aparecer en mi cara, añadió:

– La cicatriz que tiene debajo del brazo. No hay duda de que tenía mucho interés en hacer desaparecer el tatuaje de las SS antes de que lo capturaran los rusos.

Levantó el brazo para revelar una cicatriz casi idéntica en su axila.

– Estaba en la Inteligencia Militar, la Abwehr, al acabar la guerra -expliqué-, no en las SS. Eso fue mucho antes.

Pero había acertado respecto a la cicatriz, resultado de una quemadura atrozmente dolorosa que me hice, para borrar el tatuaje, con el fogonazo a quemarropa de una automática disparada debajo del brazo, en su parte superior. Era aquello o arriesgarme a ser descubierto y condenado a muerte a manos de la NKVD.

König, por su parte, no ofreció ninguna explicación para la eliminación de su tatuaje. En lugar de ello, pasó a extenderse en su oferta de empleo.

Era mucho más de lo que había esperado. Pero debía seguir teniendo cuidado; solo hacía unos minutos que prácticamente me había acusado de estar confabulado con el capitán Rustaveli.

– No es que trabajar para otro me dé tres patadas en el hígado ni nada de eso -dije-, pero en este momento tengo otra botella por acabar. -Me encogí de hombros-. Quizá cuando esté vacía… ¿quién sabe? Pero gracias de todos modos.

No pareció ofenderse por que rechazara su oferta y se limitó a encogerse de hombros con resignación.

– ¿Dónde puedo encontrarlo si cambio de opinión?

– Fräulein Hartmann, en el Casino Oriental, sabrá cómo ponerse en contacto conmigo. -Cogió un periódico doblado de al lado de su muslo y me lo dio-. Ábralo con cuidado cuando esté fuera. Hay dos billetes de cien dólares para liquidar la cuenta del iván y otro más para usted por las molestias.

En aquel momento gimió y se puso las manos sobre los carrillos, mostrando unos incisivos y unos caninos que eran tan uniformes como una hilera de botellas de leche. Al observar el gesto de mis cejas y tomando mi extrañeza por interés, explicó que estaba bien, pero que hacía poco que le habían colocado dos placas dentales.

– Parece que no consigo acostumbrarme a tenerlas en la boca -dijo, y permitió brevemente que el gusano ciego y lento de su lengua se deslizara a lo largo de las galerías superior e inferior de su mandíbula-. Y cuando me miro en un espejo, es como encontrarme con un perfecto extraño que me devuelve la sonrisa. Muy desconcertante. -Suspiró y meneó la cabeza con tristeza-. Una verdadera lástima. Yo que siempre había tenido unos dientes tan perfectos.

Se levantó, ajustándose la sábana alrededor del pecho, y luego me estrechó la mano.

– Ha sido un placer conocerlo, Herr Gunther -dijo con el natural encanto vienés.

– No, el placer ha sido todo mío -repliqué.

König soltó una risita.

– Acabaremos haciendo todo un austríaco de usted, amigo mío.

Luego se marchó, desapareciendo entre el vapor, silbando la misma melodía enloquecedora.

23

No hay nada que les guste más a los vieneses que estar en lugares «acogedores». Tratan de recrear este ambiente cordial en bares y restaurantes, con el acompañamiento de un cuarteto de música formado por un contrabajo, un violín, un acordeón y una cítara, un extraño instrumento que se parece a una caja de bombones vacía con treinta o cuarenta cuerdas que se tañen como las de una guitarra. Para mí, esta combinación omnipresente encarna todo lo falso de Viena, igual que el sentimiento almibarado y la cortesía afectada. Me hacía sentir «acogido», solo que se trataba de la clase de acogimiento que experimentarías una vez embalsamado, sellado dentro de un ataúd forrado de plomo y pulcramente depositado en uno de esos mausoleos de mármol que hay en el Cementerio Central.

Estaba esperando a Traudl Braunsteiner en el Herrendorf, un restaurante de la Herrenstrasse. Era ella quien había escogido el lugar, pero se retrasaba. Cuando por fin llegó, tenía la cara roja porque había venido corriendo y también debido al frío.

– Tiene un aire muy poco tranquilizador, ahí sentado entre las sombras -dijo sentándose a la mesa.

– Hago todo lo que puedo -respondí-. Nadie quiere un detective que parece un honrado cartero rural. Permanecer en penumbra es bueno para el trabajo.

Llamé al camarero y encargamos la comida.

– Emil está disgustado porque no ha ido a verlo últimamente -dijo Traudl, dejando a un lado el menú.

– Si quiere saber qué he estado haciendo, dígale que le enviaré la cuenta por poner suelas nuevas a los zapatos. Herecorrido a pie esta maldita ciudad de una punta a la otra.

– Ya sabe que el juicio es la semana próxima, ¿verdad?

– No es probable que lo olvide, sobre todo con Liebl llamándome casi a diario.

– Tampoco es fácil que Emil lo olvide.

Habló en voz baja, evidentemente alterada.