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– Lo siento -dije-, he dicho algo estúpido. Mire, tengo buenas noticias. Por fin, he hablado con König.

La cara se le iluminó de entusiasmo.

– ¿De verdad? -dijo-. ¿Dónde? ¿Cuándo?

– Esta mañana, en el Amalienbad.

– ¿Qué le ha dicho?

– Quería que trabajara para él. Me parece que quizá no sería mala idea, como medio para estar lo bastante cerca de él para descubrir algún tipo de prueba.

– ¿No podría decirle a la policía dónde está para que lo arresten?

– ¿Con qué cargos? -dije encogiéndome de hombros-. En lo que respecta a la policía, ya tienen a su hombre. De cualquier modo, incluso si los convenciera para que lo detuvieran, König no sería tan fácil de atrapar. Los norteamericanos no pueden entrar en el sector ruso y arrestarlo, aunque quisieran hacerlo. No, lo mejor para Emil es que yo me gane la confianza de König lo más rápidamente posible. Por eso he rechazado su oferta.

Traudl se mordió el labio, exasperada.

– Pero ¿por qué? No lo entiendo.

– Tengo que asegurarme de que König crea que no quiero trabajar para él. Desconfiaba un poco de la forma en queyo había conocido a su novia. Así pues, esto es lo que quiero hacer. Lotte trabaja como crupier en el Oriental. Quiero que me dé algo de dinero para perderlo allí mañana por la noche. Suficiente para que parezca que me he quedado limpio, lo cual me daría una razón para replantearme la oferta de König.

– Esto cuenta como gastos justificados, ¿no?

– Me temo que sí.

– ¿Cuánto?

– Tres o cuatro mil schillings será suficiente.

Lo pensó un momento y luego llegó el camarero con una botella de Riesling. Cuando nos hubo llenado los vasos, Traudl tomó un sorbo del vino y dijo:

– De acuerdo. Pero con una única condición: que yo esté allí para ver cómo los pierde.

A juzgar por el gesto de su mentón comprendí que estaba totalmente decidida.

– Supongo que no serviría de mucho que le recordara que podría resultar peligroso. No es igual que si me pudiera acompañar. No puedo dejar que me vean con usted, por si alguien la reconoce como la chica de Emil. Si este no fuera un sitio tan tranquilo, habría insistido en que nos reuniéramos en su casa.

– No se preocupe por mí -dijo con firmeza-. Le trataré como si fuera transparente como el cristal.

Intenté volver a hablar, pero se tapó los oídos con las manos.

– No, no voy a escuchar nada más. Voy a ir y no hay nada más que decir. Está loco si cree que voy a darle más de cuatro mil schillings, así por las buenas, sin vigilar qué pasa con ellos.

– No le falta razón.

Fijé la mirada en el transparente círculo de vino que había en mi vaso y luego dije:

– Lo quiere usted mucho, ¿verdad?

Traudl tragó saliva y asintió con convicción. Al cabo de una breve pausa añadió:

– Estoy esperando un hijo suyo.

Suspiré y traté de pensar en algo que la animara.

– Mire -murmuré-, no se preocupe. Lo sacaremos de este lío. No hay necesidad de arrastrarnos por el suelo como cucarachas; venga, levante ese ánimo. Todo saldrá bien, para usted y para el bebé, estoy seguro.

«Un discurso bastante inadecuado y carente de convicción», pensé.

Traudl sacudió la cabeza y sonrió.

– Estoy bien, de verdad. Solo estaba pensando que la última vez que estuve aquí fue con Emil, cuando le dije que estaba embarazada. Veníamos mucho aquí. Nunca tuve intención de enamorarme de él, ¿sabe?

– Nadie la tiene -dije observando que tenía la mano encima de la suya-. Es algo que pasa porque sí. Como un accidente de coche.

Pero al mirarla a la cara menuda y delicada, no estaba muy seguro de estar de acuerdo con lo que decía. Su tipo de belleza no era de los que se borran al contacto con la almohada, sino del que haría que un hombre se sintiera orgulloso de que su hijo tuviera una madre así. Comprendí cuánto le envidiaba aquella mujer a Becker, cuánto me habría gustado, a mí también, enamorarme de ella si hubiera tenido esa suerte. Le solté la mano y encendí rápidamente un cigarrillo para ocultarme detrás del humo.

24

La noche siguiente me encontró huyendo de su frío cortante con indicios de nieve, aunque el calendario indicaba algo menos inclemente, para meterme en la cálida, lujuriosa y viciada atmósfera del Casino Oriental, con los bolsillos repletos de fajos de billetes, el dinero fácil de Emil Becker.

Compré un montón de fichas del valor más alto y luego fui hasta el bar para esperar la llegada de Lotte a una de las mesas de juego. Después de pedir una copa, lo único que tenía que hacer era alejar a las animadoras y chocolateras que zumbaban a mi alrededor, decididas a hacerme compañía, a mí y a mi cartera, lo que me hizo apreciar con más precisión qué debe significar ser el culo de un caballo en pleno verano. Ya habían dado las diez cuando apareció Lotte en una de las mesas y para entonces las pulsaciones de mi verga estaban empezando a ser más desganadas. Esperé unos cuantos minutos más, por guardar las apariencias, antes de llevarme el vaso hasta el tapete verde de Lotte y sentarme directamente frente a ella.

Lotte midió la pila de fichas que yo había ordenado pulcramente delante de mí y frunció los labios en un gesto igualmente pulcro.

– No creía que fuera un tipo extravagante -dijo, queriendo decir un jugador-. Pensaba que tenía más sentido común.

– Quizá sus dedos me traigan suerte -dije alegremente.

– Yo no contaría con ello.

– Bien, de acuerdo, lo tendré presente.

No soy nada especial como jugador de cartas. Ni siquiera podría decir cómo se llamaba el juego en el que participaba. Así que fue con una considerable sorpresa como, al cabo de veinte minutos de juego, descubrí que casi había doblado mi fondo original de fichas. Me parecía de una lógica perversa que tratar de perder dinero a las cartas fuera igual de difícil que tratar de ganarlo.

Lotte me dio cartas del mazo y volví a ganar. Al levantar la vista de la mesa observé a Traudl sentada frente a mí, jugando con una pequeña pila de fichas. No la había visto entrar en el club, pero a esas alturas había tanta gente que podía no haber visto a Rita Hayworth.

– Supongo que es mi noche de suerte -comenté para nadie en particular cuando Lotte empujó mis ganancias haciamí. Traudl se limitó a sonreír como si fuera un extraño para ella y se preparó para hacer su modesta apuesta.

Pedí otra bebida y, concentrándome al máximo, traté de hacer un intento para ser un auténtico perdedor, cogiendo carta cuando tenía que haberme plantado, apostando cuando tendría que haberlo dejado y tratando de soslayar la suerte en todas las oportunidades posibles. De vez en cuando, procuraba jugar de forma sensata para que lo que estaba haciendo fuera menos evidente. Pero al cabo de otros cuarenta minutos había conseguido perder todo lo que había ganado, así como la mitad de mi capital original. Cuando Traudl dejó la mesa, después de verme perder el suficiente dinero de su novio como para quedar satisfecha de que había sido usado para el propósito que le había dicho, apuré la copa y suspiré con exasperación.

– Parece que, después de todo, no es mi noche de suerte -dije sombrío.

– La suerte no tiene nada que ver con la forma en que juega -murmuró Lotte-. Solo espero que fuera más hábil en el acuerdo que hizo con aquel capitán ruso.

– No se preocupe por él, eso ya está resuelto. No tendrá ningún otro problema por ese lado.

– Me alegro.

Me jugué la última ficha, la perdí y luego me levanté de la mesa diciendo que quizá tendría que agradecerle a König su oferta de trabajo, después de todo. Con una sonrisa compungida, volví a la barra, donde pedí una copa y observé, durante un rato, a una chica en topless que danzaba una parodia de baile latinoamericano en la pista, al sonido metálico y espasmódico de la banda de jazz del Oriental.

No vi que Lotte dejara la mesa para hacer una llamada, pero al cabo de un rato König bajó por las escaleras del club. Iba acompañado por un pequeño terrier, que se mantenía pegado a sus talones, y por un hombre más alto y de aspecto más distinguido, que llevaba una chaqueta Schiller y la corbata de un club. El segundo hombre desapareció detrás de una cortina al fondo del club mientras König se dedicaba a la farsa de fingir que acababa de verme.