Belinsky asintió vagamente.
– Pensaba que querías salvar a tu viejo camarada.
– Puede que no hayas estado escuchando. Becker nunca ha sido amigo mío. Pero creo que es inocente del asesinato de Linden. Y lo mismo pensaba Traudl. Mientras ella estaba viva me parecía que este caso valía la pena, parecía que tenía sentido tratar de demostrar que Becker era inocente. Ahora ya no estoy tan seguro.
– Venga ya, Gunther -dijo Belinsky-, la vida de Becker sin su chica sigue siendo mejor que no tener ninguna vida. ¿De verdad crees que Traudl habría querido que tiraras la toalla?
– Quizá, si hubiera sabido la clase de mierda en la que él andaba metido, la clase de gente con la que trataba.
– Tú sabes que eso no es verdad. Becker no es ningún santo, de eso no hay duda, pero, por lo que me has contado de ella, apostaría a que lo sabía. Ya no queda mucha inocencia, no en Viena.
Suspiré y me froté la nuca, cansado.
– Puede que tengas razón -admití-. Puede que sea solo yo. Estoy acostumbrado a que las cosas estén un poco mejor definidas que en este caso. Antes llegaba un cliente, me pagaba mis honorarios y yo hacía mi trabajo comomejor me parecía. A veces incluso resolvía el caso. Y es una sensación muy buena, ¿sabes? Pero ahora es como si hubiera demasiada gente a mi alrededor diciéndome cómo tengo que trabajar, como si hubiera perdido mi independencia. He dejado de sentirme un investigador privado.
Belinsky meneó la cabeza como alguien que ha agotado algo. Probablemente las explicaciones. De todos modos, hizo un intento.
– Vamos, seguro que has trabajado en secreto antes de ahora.
– Claro -dije-, solo que con una mayor sensación de que tenía un propósito. Por lo menos, tenía alguna idea de cómo eran los criminales. Sabía qué estaba bien. Pero ahora ya no hay nada tan bien definido y está empezando a afectarme.
– Nada es igual, boche. La guerra lo ha cambiado todo para todo el mundo, incluidos los investigadores privados. Pero si quieres ver cómo son los criminales, yo puedo enseñarte cientos de fotos, miles quizá. Criminales de guerra, todos ellos.
– ¿Fotografías de boches? Escucha Belinsky, eres estadounidense y judío. Para ti resulta mucho más fácil ver lo que está bien aquí. Pero yo… yo soy alemán y durante un breve y repugnante tiempo incluso estuve en las SS. Si me tropezara con uno de tus criminales de guerra, lo más probable es que me estrechara la mano y me llamara viejo camarada.
Para eso no tuvo respuesta.
Saqué otro cigarrillo y lo fumé en silencio. Cuando lo acabé, moví la cabeza apenado.
– Quizá sea Viena, quizá sea estar lejos de casa tanto tiempo. Mi mujer me ha escrito. Las cosas no nos iban demasiado bien cuando me fui de Berlín. Francamente, solo tenía ganas de salir corriendo de allí, así que acepté este caso sabiendo que era un error. Pero ella dice que confía en que podamos volver a empezar y, ¿sabes qué?, me muero de ganas de volver con ella e intentarlo de nuevo. Quizá… -negué con la cabeza- quizá necesito una copa.
Belinsky sonrió con entusiasmo.
– Así se habla, boche -dijo-. Una cosa he aprendido en este oficio: si tienes dudas, ahógalas en alcohol.
27
Era tarde cuando volvimos del Melodies, un club nocturno en el Bezirk 1. Belinsky aparcó frente a mi pensión, y cuando yo bajaba del coche una mujer salió rápidamente de entre las sombras de un portal cercano. Era Veronika Zartl. Le sonreí apenas, ya que había bebido demasiado para querer compañía.
– Gracias a Dios que has venido -dijo-. Llevo horas esperando.
Luego se sobresaltó al oír el comentario obsceno de Belinsky desde dentro del coche.
– ¿Qué pasa? -le pregunté.
– Necesito que me ayudes. Hay un hombre en mi habitación.
– Pues vaya novedad.
Veronika se mordió el labio.
– Está muerto, Bernie. Tienes que ayudarme.
– No sé qué puedo hacer yo -dije dubitativo, deseando que nos hubiéramos quedado un poco más en el Melodies y diciéndome para mis adentros que una chica no tendría que fiarse de nadie en estos tiempos.
A ella le dije:
– ¿Sabes?, es trabajo de la policía.
– No puedo llamar a la policía -gimió impaciente-. Eso significaría la brigada Antivicio, la policía criminal austríaca, los funcionarios de la salud pública y un interrogatorio. Probablemente perdería mi habitación, todo. ¿Es que no lo comprendes?
– Está bien, está bien… ¿Qué ha pasado?
– Me parece que ha tenido un ataque al corazón -dijo bajando la cabeza-. Siento molestarte, pero no puedo acudir a nadie más.
Me maldije de nuevo y luego metí la cabeza en el coche de Belinsky.
– La señora necesita nuestra ayuda -gruñí sin mucho entusiasmo.
– Eso no es lo único que necesita -dijo.
Pero puso en marcha el motor y añadió:
– Venga, subid, vosotros dos.
Condujo hasta la Rotenturmstrasse y aparcó frente al edificio bombardeado donde Veronika tenía su habitación. Cuando bajamos del coche, señalé al otro lado de los guijarros oscurecidos de la Stephansplatz, a la catedral parcialmente reconstruida.
– Mira a ver si encuentras una lona por allí -le dije a Belinsky-. Yo subiré a echar una mirada. Si encuentras algo que nos sirva, tráelo al segundo piso.
Estaba demasiado borracho para discutir. En lugar de ello, se dirigió obedientemente hacia el andamiaje de la catedral mientras yo daba media vuelta y seguía a Veronika escaleras arriba.
Un hombre grande, del color de la langosta y de unos cincuenta años yacía muerto en la gran cama de roble. Es muy corriente vomitar en los casos de un fallo cardíaco de tipo congestivo. Y el vómito le cubría la boca y la nariz como si fuera una grave quemadura solar. Puse los dedos en el pegajoso cuello del hombre.
– ¿Cuánto hace que está aquí?
– Tres o cuatro horas.
– Es una suerte que lo dejaras tapado -le dije-. Cierra la ventana. -Aparté la ropa de la cama del cuerpo y empecé a levantar la parte superior del torso-. Échame una mano -ordené.
– ¿Qué estás haciendo?
Me ayudó a doblar el torso por encima de las piernas como si tratáramos de cerrar una maleta excesivamente llena.
– Mantengo en forma a este cabrón -le dije-. Un poco de quiropráctica debería retrasar la rigidez para que nos resulte más fácil meterlo y sacarlo del coche. -Apreté con fuerza en la nuca y luego, resoplando debido al esfuerzo, lo empujé para recostarlo de nuevo en las almohadas sembradas de vómito-. Este tipo ha estado consiguiendo cupones extra para comida -dije tomando aire-. Debe de pesar más de cien kilos. Es una suerte que tengamos a Belinsky para ayudarnos.
– ¿Belinsky es policía? -preguntó.
– Más o menos -dije-, pero no te preocupes, no es el tipo de poli que se interesa mucho por las cifras del crimen. Belinsky tiene cosas más importantes que hacer. Caza criminales de guerra nazis.
Empecé a doblarle los brazos y las piernas al muerto.
– ¿Qué vas a hacer con él? -preguntó como si sintiera náuseas.
– Tirarlo a las vías del tren. Desnudo como está, parecerá que los ivanes le dieron una pequeña fiesta y luego lo tiraron de un tren. Con un poco de suerte, el expreso le pasará por encima y le proporcionará un buen disfraz.
– Por favor, no… -dijo con voz débil-. Se portó muy bien conmigo.
Cuando acabé con el cuerpo me puse en pie y me enderecé la corbata.
– Es un trabajo duro cuando solo has cenado vodka. Pero ¿dónde coño está Belinsky?
Al ver la ropa del hombre pulcramente colocada en el respaldo de una silla en el comedor, al lado de los grasientos visillos, pregunté:
– ¿Has mirado qué hay en los bolsillos?
– No, claro que no.
– Sí que eres nueva en este juego, ¿eh?
– No comprendes nada. Era amigo mío.