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– Evidentemente -dijo Belinsky al entrar. Llevaba un trozo de tela blanca-. Me temo que esto es todo lo que he podido encontrar.

– ¿Qué es?

– Un mantel de altar, me parece. Lo encontré en un armario dentro de la catedral. No parecía que lo estuvieran usando.

Le dije a Veronika que ayudara a Belinsky a envolver a su amigo en la tela mientras yo registraba los bolsillos.

– Se le da muy bien -le dijo Belinsky-. Una vez me registró los bolsillos cuando yo todavía respiraba. Dime, cariño, ¿tú y tu gordo amigo lo estabais haciendo cuando lo alcanzó la guadaña?

– Déjala en paz, Belinsky.

– Benditos son los muertos que mueren en Dios -dijo con su risita cloqueante-, pero yo, yo confío morir en una mujer divina.

Abrí la billetera del muerto y dejé caer un montón de billetes de dólar y schillings encima del tocador.

– ¿Qué estás buscando? -preguntó Veronika.

Si voy a hacer desaparecer el cuerpo de alguien, al menos quiero saber algo más de él que el color de su ropa interior.

– Se llamaba Karl Heim -dijo en voz baja.

Encontré su tarjeta profesional.

– Doctor Karl Heim -dije-. Dentista, ¿eh? ¿Era él el que te conseguía la penicilina?

– Sí.

– Un hombre al que le gustaba tomar precauciones, ¿verdad? -murmuró Belinsky-. A juzgar por el aspecto de esta habitación, comprendo por qué. -Señaló con un gesto el dinero del tocador-. Será mejor que te quedes con ese dinero, preciosa. Consigue un nuevo decorador.

Había otra tarjeta profesional en la cartera de Heim.

– Belinsky -dije-. ¿Has oído hablar de un tal mayor Jesse P. Breen, de algo llamado Proyecto de Investigación de Antecedentes de las Personas Desplazadas?

– Claro que sí -dijo, viniendo hasta donde yo estaba y cogiéndome la tarjeta de las manos-. Es una sección especial del 430. Breen es el oficial de enlace local del CIC con la Org. Si alguno de los hombres de la Org se mete en problemas con la policía militar de Estados Unidos, se supone que Breen los ayudará a arreglarlo. Bueno, a menos que sea algo muy grave, como el asesinato. Y no me extrañaría que también fuera capaz de arreglar eso, siempre quela víctima no fuera ni un norteamericano ni un inglés. Parece que nuestro gordo amigo podría ser uno de tus viejos camaradas, Bernie.

Mientras Belinsky hablaba, registré rápidamente los bolsillos de los pantalones de Heim y encontré unas llaves.

– En ese caso, sería una buena idea que tú y yo echáramos una ojeada a la consulta del buen doctor -dije-. Me da en la nariz que quizá encontremos algo interesante allí.

Tiramos el cuerpo desnudo de Heim en un tramo tranquilo de las vías del tren cerca de la Ostbahnhof, en el sector ruso de la ciudad. Yo quería marcharme lo más rápidamente posible, pero Belinsky insistió en quedarse en el coche y esperar hasta ver cómo el tren acababa nuestro trabajo. Al cabo de unos quince minutos, un mercancías con destino a Budapest y Oriente llegó traqueteando y el cadáver de Heim se perdió bajo sus muchos cientos de pares de ruedas.

– Porque toda la carne es hierba -recitó Belinsky-, y toda su importancia es como la flor de los campos: la hierba se mustiará y la flor se marchitará.

– Corta ya, ¿quieres? -dije-. Me pones nervioso.

– Pero las almas de los justos están en manos de Dios y ningún tormento las tocará. Como tú digas, boche.

– Vámonos -dije-, larguémonos de aquí.

Fuimos hacia el norte hasta Währing, en el Bezirk 18, y una elegante casa de tres plantas en la Türkenschanzplatz, al lado de un parque de buen tamaño dividido por una pequeña línea de ferrocarril.

– Podríamos haber tirado a nuestro pasajero aquí -dijo Belinsky-, a su propia puerta. Y nos hubiéramos ahorrado el viaje al sector ruso.

– Este es el sector estadounidense -le recordé-. La única manera de que te echen de un tren aquí es que viajes sin billete; incluso entonces esperan a que el tren pare.

– Así es como hace las cosas el Tío Sam, ya sabes. No, tienes razón, Bernie. Le irá mejor con los ivanes. No sería la primera vez que tiran a uno de los nuestros de un tren. Lo que no me gustaría nada es trabajar de guardavías allí; corres un terrible peligro.

Dejamos el coche y anduvimos hacia la casa.

No se veían señales de que hubiera nadie dentro. Por encima de la amplia y dentada sonrisa de una corta valla demadera, las oscuras ventanas de la casa estucada de blanco nos devolvían la mirada como si fueran las cuencas vacías de una enorme calavera. Una placa de bronce deslustrada en el pilar de la verja que, con la típica exageración vienesa, exhibía el nombre del doctor Karl Heim, especialista en ortodoncia, por no hablar de la mayoría de letras del alfabeto que lo seguían, indicaba dos entradas diferentes, una a la residencia de Heim y la otra a su consulta.

– Tú miras en la casa -dije abriendo la puerta frontal con las llaves-. Yo iré a la parte de atrás y registraré la consulta.

– Como quieras -dijo Belinsky sacando una linterna del bolsillo del abrigo.

Al ver que mis ojos se quedaban pegados a la linterna, añadió:

– ¿Qué te pasa? ¿Es que te da miedo la oscuridad? -Se echó a reír-. Vale, cógela. Yo puedo ver en la oscuridad; en mi trabajo tienes que hacerlo.

Me encogí de hombros y le alivié del peso de la linterna. Entonces metió la mano en el bolsillo y sacó su pistola.

– Además -dijo colocando el silenciador-, me gusta tener una mano libre para abrir las puertas.

– Vigila contra quien disparas -dije y me alejé.

Al otro lado de la casa, abrí la puerta de la consulta y, después de cerrarla sin hacer ruido, encendí la linterna. Mantuve la luz enfocada hacia el suelo y lejos de las ventanas por si acaso un vecino entrometido estuviera vigilando.

Me encontré en una pequeña sala de espera, donde había una serie de plantas en macetas y un terrario con tortugas de agua; por lo menos y para variar, no eran peces de colores, me dije, y consciente de que su dueño estaba muerto, espolvoreé en la superficie del agua un poco de la apestosa comida que tomaban.

Era mi segunda buena acción del día. La caridad empezaba a convertirse en una costumbre.

En el mostrador de recepción, abrí la agenda de la consulta e iluminé las páginas con la linterna. No parecía que Heim tuviera muchos clientes que dejar en herencia a sus competidores, suponiendo que tuviera alguno. En aquellos días, no había mucho dinero sobrante para dedicar al cuidado dental y no tenía ninguna duda de que Heim se ganaríamejor la vida vendiendo medicamentos en el mercado negro. Volviendo las páginas hacia atrás me encontré con dos nombres conocidos: Max Abs y Helmut König. Ambos estaban apuntados para extracciones completas a pocos días de distancia uno de otro. Había muchos otros nombres anotados para hacer extracciones completas, pero no reconocía ninguno.

Fui hasta los archivos, pero los encontré vacíos en su mayoría, con la excepción de uno que solo contenía detalles de pacientes anteriores a 1940. El archivo no tenía aspecto de haberse abierto desde entonces, lo cual me pareció raro, ya que los dentistas tienden a ser muy meticulosos con esas cosas y, en realidad, el Heim de antes de 1940 había sido muy cuidadoso con los historiales de sus pacientes, anotando los dientes residuales, los empastes y las dentaduras postizas en cada uno de ellos. ¿Se habría vuelto descuidado o sería que un volumen inadecuado de trabajo hacía que no valiera la pena mantener esos historiales tan precisos? ¿Y por qué habría tantas extracciones últimamente? No se podía negar que la guerra había dejado a un gran número de hombres, yo entre ellos, con los dientes en mal estado. En mi caso, era un legado del hambre pasado durante mi año como prisionero soviético. Pero, sin embargo, me las había arreglado para conservarlos todos. Y había otros muchos como yo. Entonces, ¿qué necesidad habría de que a König, que según sus palabras antes tenía tan buenos dientes, tuvieran que sacárselos todos? Aunque nada de esto era suficiente para que Conan Doyle escribiera un buen relato, sin ninguna duda a mí me dejó intrigado.