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El consultorio se parecía mucho a cualquier otro donde yo hubiera estado. Puede que estuviera un poco más sucio, pero también es verdad que nada estaba tan limpio como antes de la guerra. Al lado de la silla de cuero negro había una gran bombona de gas anestésico. Giré la llave en el cuello de la botella, y al oír un ruido sibilante la volví a cerrar. Todo parecía estar en buen estado de funcionamiento.

Al otro lado de una puerta cerrada con llave había un pequeño almacén, y fue allí donde me encontró Belinsky.

– ¿Has encontrado algo? -me preguntó.

Le hablé de la inexistencia de historiales.

– Tienes razón -respondió Belinsky, y su voz sonaba como si estuviera sonriendo-, eso no parece alemán en absoluto.

Iluminé los estantes con la linterna.

– Mira, ¿qué tenemos aquí?

Alargó el brazo y tocó un bidón de acero con la fórmula química H2S04 pintada en amarillo en un lateral.

– Yo que tú no lo haría -dije-. Eso no procede del juego de química de un escolar. A menos que me equivoque mucho, es ácido sulfúrico. -Enfoqué la luz de la linterna hacia arriba por el lateral del bidón donde también aparecían pintadas las palabras máxima precaución-. Hay suficiente para convertirte en un par de litros de grasa animal.

– Espero que kosher -dijo Belinsky-. ¿Para qué querrá un dentista un bidón lleno de ácido sulfúrico?

– Por lo que yo sé, debe de meter su dentadura postiza dentro por la noche.

En un estante al lado del bidón, apiladas una encima de la otra, había varias bandejas de acero en forma de riñón. Cogí una de ellas y la puse bajo la luz de la linterna. Los dos contemplamos fijamente lo que parecía un puñado de pastillas de menta con una forma extraña, todas pegadas juntas como si un niño maleducado las hubiera chupado un rato y luego las hubiera guardado para después. Pero también había sangre seca en algunas de ellas.

Belinsky arrugó la nariz con un gesto de asco.

– ¿Qué coño es esto?

– Dientes. -Le pasé la linterna y saqué uno de los objetos blancos y puntiagudos para ponerlo bajo la luz-. Dientes extraídos, y no sólo uno sino varias dentaduras completas.

– Odio a los dentistas -dijo Belinsky entre dientes. Rebuscó en su chaleco y sacó uno de sus mondadientes para mordisquearlo.

– Diría que esto acaba normalmente en un bidón de ácido.

– ¿Y? -Pero Belinsky se había dado cuenta de mi interés.

– ¿Qué clase de dentista no hace más que extracciones completas? -pregunté-. En la agenda solo aparecen citas para extracciones completas. -Hice girar el diente entre los dedos-. ¿Dirías que hay algún problema en este molar? Ni siquiera tiene un empaste.

– Puede que Heim hiciera algún tipo de trabajo a destajo. O puede que le gustara extraer dientes.

– Más de lo que le gustaba tener al día los historiales de sus pacientes. No hay ninguna ficha de ninguno de suspacientes recientes.

Belinsky cogió otra de las bandejas en forma de riñón y estudió su contenido.

– Otra dentadura completa -informó. Pero algo rodó en la bandeja siguiente. Parecían cojinetes de bolas diminutos-. Vaya, ¿qué tenemos aquí? -Cogió uno y lo contempló, fascinado-. O mucho me equivoco, o cada uno de estos pequeños inventos contiene una dosis de cianuro potásico.

– Píldoras letales.

– Exacto. Eran muy populares entre algunos de tus viejos camaradas, boche. Especialmente entre el Estado Mayor de las SS y los dirigentes del partido que quizá tuvieran las agallas de preferir suicidarse antes que caer en manos de los ivanes. Creo que, al principio, fueron creadas para los agentes secretos alemanes, pero Arthur Nebe y las SS decidieron que los altos mandamases las necesitaban más. Un tipo le pedía a su dentista que le hiciera un diente falso o utilizaba una cavidad ya existente, y luego metía esta pequeña píldora dentro. Limpio y cómodo, no te creerías hasta qué punto. Cuando lo capturaban, puede que llevara un cartucho de cianuro en el bolsillo como señuelo, lo cual hacía que nuestra gente no se preocupara por examinarle los dientes. Y luego, cuando el tipo decidía que había llegado el momento, hacía saltar el diente falso, extraía la cápsula con la lengua y la mordía hasta que se rompía. La muerte era casi instantánea. Así se mató Himmler.

– Y también Goering, según me han dicho.

– No -dijo Belinsky-, él utilizó uno de los cartuchos señuelo. Un oficial estadounidense se lo devolvió a escondidas mientras estaba en la cárcel. ¿Qué te parece eso, eh? Uno de los nuestros ablandándose ante aquel gordo hijo de puta.

Soltó la cápsula de nuevo en la bandeja y me la devolvió. Me dejé caer unas cuantas bolitas en la mano para verlas más de cerca. Parecía casi increíble que unas cosas tan pequeñas pudieran ser tan mortales. Cuatro perlas diminutas como semillas para la muerte de cuatro hombres. No creo que yo hubiera podido llevar una de ellas en la boca, tanto si era con un diente falso como si no, y seguir disfrutando de la comida.

– ¿Sabes qué pienso, boche? Creo que hemos tropezado con un montón de nazis desdentados sueltos por Viena.Le seguí de vuelta a la consulta-. Supongo que estás familiarizado con las técnicas dentales para la identificación de los muertos.

– Tan familiarizado como cualquier poli -dije.

– Fue jodidamente útil después de la guerra -dijo-. Era la mejor manera de establecer la identidad de un cadáver. Como es natural, había muchos nazis muy interesados en hacernos creer que estaban muertos. Y se tomaron un montón de molestias para tratar de convencernos de ello. Cuerpos medio calcinados con documentos falsos, ya sabes, ese tipo de cosas. Bueno, por supuesto, lo primero que hacíamos era que un dentista echara una ojeada a los dientes del muerto. Incluso sin tener el historial dental, al menos se puede determinar la edad a partir de los dientes: periodontitis, hundimiento de las encías, etcétera; puedes decir con seguridad que un cadáver no es quien se supone que es.

Belinsky se detuvo y echó una mirada alrededor.

– ¿Has acabado de mirar todo esto?

Le dije que sí y le pregunté si había encontrado algo en la casa. Meneó la cabeza y dijo que no. Entonces le dije que lo mejor era que nos largáramos de allí.

Continuó con sus explicaciones cuando estuvimos dentro del coche.

– Toma el caso de Heinrich Müller, el jefe de la Gestapo, por ejemplo. La última vez que lo vieron vivo fue en el búnker de Hitler, en abril de 1945. Se supone que resultó muerto en la batalla de Berlín en mayo de 1945. Pero cuando se exhumó el cadáver, después de la guerra, un experto dental especializado en cirugía de la mandíbula en un hospital del sector británico de Berlín no pudo identificar los dientes del cadáver como los pertenecientes a un varón de cuarenta y cuatro años. En su opinión, aquel cuerpo era más probablemente el de un hombre de no más de veinticinco.

Belinsky le dio al contacto, aceleró unos segundos y luego embragó.

Inclinado sobre el volante, conducía mal para ser estadounidense, haciendo dobles embragues, fallando al meter las marchas y moviendo demasiado el volante. Para mí, estaba claro que la conducción exigía toda su atención, pero continuó con su explicación, tranquilamente, incluso después de que casi matáramos a un motociclista.

– Cuando encontramos a alguno de esos bastardos, tienen documentos falsos, se peinan de modo diferente, llevan bigote, barba, gafas, lo que quieras. Pero los dientes son como un tatuaje, o a veces como una huella dactilar. Así que si algunos de ellos han hecho que les extrajeran todos los dientes, eso elimina otro posible medio de identificarlos. A fin de cuentas, un tipo que puede dispararse un cartucho debajo del brazo para eliminar un número de las SS, probablemente no tendría muchos reparos en llevar dentadura postiza, ¿verdad?

Pensé en la cicatriz que yo mismo tenía debajo del brazo y pensé que probablemente tenía razón. Para ocultarme de los rusos, no me cabía ninguna duda de que habría recurrido a sacarme los dientes, siempre que hubiera tenido la oportunidad de hacerlo sin dolor, como Max Abs y Helmut König.