– Tiene razón, no es asunto suyo.
Le deseé suerte de todos modos y, cuando se hubo ido, llevé una paletada de carbón a la sala y con un cuidado solo inquietado por mis crecientes expectativas de volver a estar caliente en casa, preparé y encendí el fuego en laestufa.
Pasé una mañana agradable, tendido en el sofá, y casi me sentía tentado a quedarme en casa durante el resto del día. Pero por la tarde saqué un bastón del armario y fui cojeando hasta la Kürfurstepdamm, donde, después de hacer cola durante al menos media hora, cogí un tranvía hacia el este.
– Mercado negro -gritó el revisor cuando estuvimos a la vista de las ruinas del viejo Reichstag, y el tranvía se vació.
Ningún alemán, por respetable que fuera, consideraba vergonzoso hacer un poco de estraperlo de vez en cuando, y con una renta media de unos doscientos marcos -suficiente para pagar un paquete de cigarrillos- incluso las empresas legales dependían en muchas ocasiones de los productos del mercado negro para pagar a los empleados. La gente utilizaba sus prácticamente inútiles Reichsmarks para pagar el alquiler y para comprar sus miserables asignaciones del racionamiento. Para los estudiosos de la economía clásica, Berlín representaba el modelo perfecto de un ciclo económico determinado por la codicia y la necesidad.
Enfrente del ennegrecido Reichstag, en un solar del tamaño de un campo de fútbol, había casi mil personas, en pequeños grupos conspiradores, sosteniendo ante sí lo que habían ido a vender, como si fuera un pasaporte en una frontera muy concurrida: paquetes de sacarina, cigarrillos, agujas de máquinas de coser, café, cartillas de racionamiento (la mayoría falsificadas), chocolate y condones. Otras deambulaban de un lado para otro, ojeando con deliberado desdén los artículos exhibidos para su inspección y buscando lo que fuera que hubieran ido a comprar. No había nada que no pudiera comprarse allí, desde los títulos de propiedad de algún edificio destruido por las bombas hasta un certificado de desnazificación falso, garantizando que el portador estaba libre de la «infección» nazi y, por lotanto, podía dársele empleo en cualquier sector sujeto al control aliado, ya fuera director de orquesta o barrendero.
Pero no eran solo los alemanes quienes iban a comerciar. Ni mucho menos. Los franceses iban a comprar joyas para sus novias, que se habían quedado allá, en casa, y los británicos para comprar cámaras para sus vacaciones en la costa. Los estadounidenses compraban antigüedades que habían sido hábilmente falsificadas en cualquiera de los muchos talleres cercanos a la Savignyplatz. Y los ivanes acudían a gastarse las mensualidades atrasadas que acababan de cobrar en relojes; o eso esperaba yo.
Me situé al lado de un hombre con muletas cuya pierna de metal sobresalía del macuto que llevaba a la espalda. Exhibí mis relojes sosteniéndolos por la correa. Al cabo de un rato saludé amistosamente a mi vecino de una sola pierna, que no parecía tener nada para vender, y le pregunté qué vendía.
Con un gesto de la cabeza me señaló el macuto.
– La pierna -dijo sin la más leve señal de pesar.
– Mala suerte.
Su cara mostró una callada resignación. Luego miró mis relojes.
– Bonitos -dijo-. Hace quince minutos había un iván por aquí buscando un reloj de oro. Por un diez por ciento veré si se lo puedo traer.
Intenté calcular cuánto tiempo tendría que esperar allí de pie, soportando el frío, antes de hacer una venta.
– Cinco -me oí decir-, si compra.
El hombre asintió y se fue dando bandazos, como un trípode viviente, en dirección al Teatro de la Ópera Kroll. Volvió al cabo de diez minutos, jadeante y acompañado no de uno, sino de dos soldados rusos, que, después de mucho discutir, compraron el Mickey Mouse y el Patek de oro por mil setecientos dólares.
Cuando se hubieron marchado saqué nueve de los grasientos billetes del taco que me habían dado los ivanes y selos di.
– A lo mejor ahora podrá conservar esa pierna suya.
– A lo mejor -dijo con un resoplido, pero más tarde vi cómo la vendía por cinco cartones de Winston.
Ya no tuve suerte aquella tarde y, después de ponerme los dos relojes que me quedaban en las muñecas, decidí irme a casa. Pero cuando pasaba junto a los fantasmales muros del Reichstag, con las ventanas tapiadas con ladrillos y la cúpula con aquel aspecto tan precario, cambié de opinión al ver una de las pintadas que había y que se me reprodujo en el interior del estómago: «Lo que hacen nuestras mujeres hace llorar a un alemán y a un GI correrse en los calzoncillos».
El tren a Zehlendorf y al sector estadounidense de Berlín me dejó a muy poca distancia al sur de la Kronprinzenallee y del bar americano Johnny's, donde trabajaba Kirsten, a menos de un kilómetro del cuartel general de Estados Unidos.
Era ya de noche cuando encontré Johnny's, un lugar lleno de luz y ruido, con las ventanas empañadas y varios jeeps aparcados delante. Un letrero colgado por encima de la entrada, de aspecto vulgar, anunciaba que el bar solo estaba abierto para los tres primeros rangos, cualquier cosa que eso fuera. Al lado de la puerta había un viejo con una joroba tan grande como un iglú; uno de los miles de colilleros de la ciudad que se ganan la vida recogiendo los restos de cigarrillos. Igual que las prostitutas, cada colillero tenía su propio territorio, y las aceras de delante de los bares y clubes norteamericanos eran los más codiciados de todos; allí, en un día bueno, un hombre o una mujer podían recuperar hasta cien colillas, lo suficiente para liar diez o quince cigarrillos enteros, con un valor total de unos cinco dólares.
– Eh, abuelo -le dije-, ¿quiere ganarse cuatro Winston?
Saqué el paquete que había comprado en el Reichstag y me puse cuatro cigarrillos en la palma de la mano. Losojos legañosos del hombre se desplazaron, ansiosos, de los cigarrillos a mi cara.
– ¿Qué hay que hacer?
– Dos ahora y dos cuando venga y me avise cuando salga esta mujer.
Le di una foto de Kirsten que llevaba en la cartera.
– Vaya tía estupenda.
– Olvide eso ahora. -Con un gesto del pulgar señalé un café de aspecto sucio algo más arriba de la calle, en dirección al cuartel general de Estados Unidos-. ¿Ve aquel café? -Él asintió-. Estaré allí.
El colillero saludó militarmente con un dedo y metiéndose rápidamente en el bolsillo la fotografia y los dos Winston, empezó a darse media vuelta para seguir escudriñando el suelo. Pero yo lo agarré por el mugriento pañuelo que llevaba alrededor del mal afeitado cuello.
– No se olvidará, ¿eh? -dije retorciéndoselo con fuerza-. Este parece un buen sitio. Así que sabré dónde buscar si no se acuerda de venir a avisarme. ¿Entendido?
El viejo pareció notar mi ansiedad y sonrió de una forma horrible.
– Puede que ella le haya olvidado, pero puede estar seguro de que yo no lo haré.
Su cara, parecida a la puerta de un garaje con puntos brillantes y manchas aceitosas, enrojeció cuando yo apreté más fuerte durante un momento.
– Mejor será -dije, y lo dejé ir, sintiéndome algo culpable por haberlo tratado con tanta rudeza. Le di otro cigarrillo como compensación y, sin tener en cuenta sus exageradas alabanzas a mi buen carácter, me dirigí calle arriba hacia el sombrío café.
Durante lo que me parecieron horas, pero no llegaron a dos, permanecí sentado en silencio en compañía de una copa grande de coñac bastante malo, fumando varios cigarrillos y escuchando las voces a mi alrededor. Cuando llegó el colillero a buscarme, sus rasgos escrofulosos exhibían una sonrisa triunfal. Le seguí al exterior y de vuelta a la calle.
– La dama, señor -dijo señalando nerviosamente a la estación de ferrocarril-. Se fue hacia allí.
Hizo una pausa mientras le pagaba el resto de sus honorarios y luego añadió:
– Con su schätzi. Un capitán, creo. En todo caso un joven apuesto, sea quien sea.
No me quedé a seguir escuchando y me encaminé tan rápidamente como pude en la dirección que me había indicado.